sábado, 12 de marzo de 2011

BUSCANDO INSPIRACIÓN




     Aquel día Arminter Naoiz decidió que tocaba escribir algo. Hacía ya tiempo que no componía una línea y ya eran horas. A cuyo objeto, agarró el lapis, la hoja en blanco, el borrador y fue para la terraza de su casa, su lugar favorito para escribir. Hacía un día espléndido, de modo que pensó que, en cuestión de minutos, le llegaría la inspiración ella solita.
     Se quedó contemplando el precioso horizonte, con el mar de fondo, las gaviotas chillando… y se pasó así media hora. No le llegaba inspiración alguna. Arminter Naoiz comenzó a sentirse preocupado, porque, por lo general, él enseguida tenía alguna inspiración en cuanto se sentaba allí. Pero, ¿qué estaba pasando entonces? ¿Es que acaso no iba a poder escribir cuatro versos? Solo cuatro versos. Bueno, se lo tomó con paciencia, siguió contemplando el mar, las gaviotas, los turistas achicharrados por el sol como cangrejos…
     Tras dos horas sin inspiración, ya estaba de bastante mal humor. Pero ¿con quién se iba a enfadar? ¿Con las musas? ¿Con él mismo? Distraídamente, mientras esperaba la inspiración poética, Arminter Naoiz había ido haciendo dibujitos en el papel. Los hacía sin enterarse de lo que hacía. Hizo muchos, tantos como hojas tenía.
     Al final, Arminter Naoiz se levantó de la silla, se dirigió al teléfono, llamó al restaurante chino y encargó un arroz tres delicias, un rollito de primavera y un pollo al limón. Tendría que dejar la inspiración para más tarde.
     Sin embargo, la inspiración no le llegó ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro, ni al otro… La inspiración poética de Arminter Naoiz parecía haber desaparecido. Mientras se sentaba en la terraza a la espera de que le llegaran ideas para escribir poesía, él, en cambio, no hacía más que trazar dibujitos y dibujitos, como hace tanta gente cuando está en una reunión y se aburre.
     Por fin, al cabo de una semana, vino su editor a visitarlo.
     — Bueno, Arminter, ¿has compuesto algo últimamente?
     Arminter negó moviendo la cabeza. El editor sintió lástima por él. Tenía unas ojeras que, en un poeta, son una mala señal.
     — ¿Me invitas a un té frío? —preguntó el editor, porque veía que el otro no se animaba a ofrecerle algo.
     Arminter llamó al chino nuevamente para que le trajesen los tés, porque él, el gran poeta, no movía un dedo en casa. El poeta acompañó al editor a su espacio de inspiración. El suelo estaba cubierto de hojas con dibujos de todo tipo. El editor no pudo evitar recoger algunas del suelo. Aunque se trataba de esbozos, esquemas, eran perfectos. Había cuerpos humanos, gaviotas, olas rompiendo, un rollito de primavera a medio comer, la cabeza de una mosca. Los dibujos eran impresionantes.
      — Arminter —le dijo el editor—, no has pensado que tal vez se te ha pasado la época de poeta y quizás deberías pensar en dedicarte al dibujo?
     El poeta lo miró con desprecio. Le arrancó las hojas de las manos, recogió las que había por el suelo —¡dónde andaría la asistente, que era labor de ella limpiar!— y lanzó todos los papeles por la terraza.


* * *


     Cinco años más tarde, Arminter Naoiz se sentaba en la playa, con su cuaderno de dibujo, los lápices de colores, buscando la inspiración que le permitese pintar algo decente para la exposición que le habían encargado. Como no le llegaba, se dedicaba, inconscientemente, a hacer figuritas de papel. Un búho, un león, una señora embarazada… ¿dónde rayos se habría metido la inspiración?

© Xavier Frías Conde, 2011  


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