— Mamá, mamá, ¿cuánto falta para mi cumpleaños?
— Poco ya, hijo, poco.
Un día después:
— Mamá, mamá, ¿cuánto falta para mi cumpleaños?
— Poco ya, hijo, poco.
Un día más tarde:
— Mamá, mamá, ¿cuánto falta para mi cumpleaños?
— Poco ya, hijo, poco.
Otro día después:
— Mamá, mamá, ¿cuánto falta para mi cumpleaños?
— Poco ya, hijo, poco.
La madre estaba harta. Qué obsesión con el cumpleaños. El cumpleaños era una bobada, ella no lo celebraba nunca. Tendría que enseñárselo a Gabriel, el hijo, quien, ya con seis años, vivía aquello con una intensidad ridícula.
— Mamá, mamá, ¿cuánto falta para mi cumpleaños?
— Poco ya, hijo, poco. Es el 34 de junio. Díselo a todos tus amigos…
— Vale.
Y llegó el 3 de junio. El niño recibió regalos de todos sus amigos y compañeros de la guardería.
Su madre no se lo podía creer.
Pero menos aún se lo creyó cuando, al día siguiente, Gabriel recibió otra vez los mismos regalos, en la misma cantidad y de la misma gente.
— ¿Cómo es posible? —se preguntó la madre.
Pero todo tiene una explicación. Gabriel aún no controlaba cómo escribir números de dos cifras, aunque sí sabía mandar emilios por ordenador. Por eso, escribió a sus amigos que su cumpleaños era el treinta y cuatro de junio como «el tres cuatro de junio». Y sus amigos, tan geniales como él, pensaron que el cumple de Gabriel duraba dos días.
Qué suerte, ¿no?
© Frantz Ferentz, 2011
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