domingo, 27 de marzo de 2011

EL MISTERIO DEL SAUCE LLORÓN


    Patricia y Jaime eran hermanos. Vivían en una preciosa casa con un inmenso jardín, todo lleno de plantas y con varios árboles. Precisamente uno de estos árboles no era muy normal. Se trataba de un sauce llorón que siempre tenía un aspecto más triste de lo que estos árboles suelen tener.
    Los dos hermanos siempre jugaban juntos en el jardín. Recogían flores y hacían castillos de arena. También recogían la fruta de los árboles, menos del llorón, que no daba nada.
    Pero  una noche ocurrió algo extrañísimo. Al llorón le salieron un par de ojos en el tronco con sus cejas de color verde. Dos de sus ramas se convirtieron en una especie de brazos y dos de sus enormes raíces se salieron del suelo transformándose en piernas.
    Daba miedo verlo, porque más que un árbol parecía un monstruo vegetal. 
    En cuanto tuvo la forma de árbol andante, se dirigió hacia la casa. 
    Él sabía muy bien dónde dormían Patricia y Jaime. Era en el piso de arriba, en una esquina. Como era muy alto, sus ojos llegaban hasta aquella ventana sin problemas. Miró hacia adentro y vio a los dos hermanos dormir tranquilamente.
    Pensó entonces el árbol-monstruo:
    – Tengo que asustar a este par de críos... Nunca me hacen mucho caso cuando están jugando en el jardín...
    Parecía que el árbol estaba celoso.
   Empujó la ventana con una de sus ramas-brazos y esta se abrió sin hacer ruido. Luego hizo un ruido extraño que sonaba algo así:
    – ¡Vuuuuuuf!
    Pero los dos hermanos no lo oyeron porque estaban profundamente dormidos.
    El árbol, después de intentar lo mismo varias veces, volvió a su sitio y enseguida recuperó su forma de árbol. Mientras amanecía, pensaba:
    – La verdad, es mejor que no los haya asustado, porque si no, no me regarían y me secaría.
    ¿Qué obligaba al sauce llorón a asustar a los niños?
    ¿Qué fuerza lo convertía en un monstruo vegetal de noche?
    ¿Por qué tenía un aspecto tan triste?
    La cuestión es que, después del cole, los chicos volvieron a casa y se pusieron a jugar en el jardín como todos los días. Entonces Patricia se fijó en el sauce llorón y dijo a su hermano:
    – Jaime, ¿has visto al llorón?
    – ¿Qué le pasa?
    – No sé, pero creo que no está exactamente en el mismo sitio de ayer.
    – Eso es imposible –dijo Jaime–, los árboles no andan.
     Patricia no estaba muy convencida, pero pensaba que su hermano tenía razón y ya no se fijó en él.
    Aquella misma noche, el llorón volvió a transformarse como en el día anterior. Le salieron otra vez ojos, brazos y piernas. Luego se movió de su sitio y se colocó al pie de la ventana del dormitorio de los dos hermanos.
    Quería intentar asustarlos de nuevo, pero no se atrevía. Tomó valor y golpeó con las ramas en los vidrios, como si el viento las moviese. Pero los niños no se enteraron de nada.
El llorón regresó después de un rato a su sitio y volvió ser un árbol normal, normal, es decir, plantado en el suelo.
     Al día siguiente, Patricia y Jaime estaban jugando en el jardín como de costumbre. Patricia volvió reparar en el sauce llorón y le comentó a su hermano:
    – Te aseguro que el sauce hoy tampoco está en su sitio.
    – Eso no puede ser –dijo Jaime.
    – Ven a ver.
    Cuando los dos niños se acercaron al árbol, comprobaron que la tierra alrededor estaba removida.
    – ¿Qué habrá pasado? –preguntó Jaime.
    – No lo sé –contestó Patricia–, pero es muy raro, porque parece que el sauce se haya movido durante la noche.
     – ¡Anda ya!
    Los niños fueron al centro del jardín y al poco tiempo se olvidaron del sauce. Estuvieron jugando hasta la hora de la cena y luego se fueron a acostar.
    Un rato después, el sauce se transformó por tercera vez en un monstruo vegetal. El gato de los vecinos, que cruzaba en ese momento por el jardín, se llevó el mayor susto de su vida al ver aquel árbol caminar por la hierba. Salió corriendo y estuvo escondido en la cocina de su casa una semana entera.
    Cuando el sauce llegó a la ventana, miró hacia el interior de la habitación. Los dos niños dormían plácidamente. El sauce quería volver a asustarlos.
    Empujó la ventana y metió sus ramas dentro del cuarto. Primero alcanzó a Jaime y luego a Patricia.    Enseguida los dos niños empezaron a agitarse y acabaron despertándose.
    – ¡El sauce! –gritó Jaime.
    – ¡Está aquí! –añadió Patricia.
    El árbol vio que los niños se asustaban de veras. Le dio mucha pena. No quería meterles miedo, aunque sentía la necesidad de hacerlo. Entonces les dijo:
    – Perdonadme, yo no quería, pero algo me impulsa a hacerlo...
    Los niños no se enfadaron con el árbol; todo lo contrario, quisieron ayudarlo. El sauce les contó su historia.
    – Antes de que construyeran esta casa, aquí vivía una bruja malvada llamada Ceferina. Siempre estaba haciendo potingues que le salían fatal. Yo entonces era solo un esqueje de árbol y tuve la mala suerte de que probó conmigo un brebaje que hacía andar a los árboles... Pero aunque lo consiguió, me quedé muy triste para siempre, porque aquel brebaje causaba mucha pena.
    – Y qué le pasó a la bruja Ceferina? –quiso saber Patricia.
    – Pues que un día, probando uno de sus hechizos, explotó todo y ella salió volando por los aires. Creo que la bruja acabó en medio de la selva ecuatorial. Después, la ciudad creció hacia acá y en este sitio hicieron vuestra casa. Yo ya estaba aquí y me dejaron en vuestro jardín.
    – Ya, pero sigues siendo un árbol triste –dijo Jaime–. Por eso te pones a asustar a la gente.
    – Sí, yo no pudo evitarlo.
    – Entonces, hay que lograr que te pongas contento –añadió Jaime.
    – ¡Yo tengo la solución! –exclamó Patricia.
    – ¿Y cuál es? –preguntó Jaime.
   – Mi profe dice que cuando alguien está triste, lo mejor es contarle unos buenos chistes para que se ría a carcajadas.
    Los dos niños acompañaron al sauce a su sitio. Después empezaron a contarle todos los chistes que se sabían. 
     Durante varios días, fueron viniendo sus amigos a contarle chistes al árbol y, al poco tiempo, las ramas del sauce se fueron elevando hasta que perdió por completo su aspecto de tristeza. Las carcajadas del sauce se oían por toda la ciudad y sonaban muy bien. A la gente le alegraba mucho oír aquellas risas vegetales.
     Y ya después de tres días seguidos de maratón de chistes (hasta el hijo del dueño del bazar chino había venido a contar chistes en chino, pero el llorón lo entendía igual), el árbol les pidió por favor que parasen, que de tanto reír iba a darle un ataque de hipo. Gracias a tanta risa, se le habían limpiado todas las toxinas que todavía le quedaban.
     Los niños y el árbol se hicieron grandes amigos; desde entonce, el árbol solo ha salido de su sitio para jugar con ellos en el jardín... bueno y también para echar algún partidillo de fútbol, porque le encanta ese deporte, pero entonces le pedían que jugase de delantero, porque de portero ocupaba toda la portería.

    La madre  cerró el cuento, dio un beso a los niños, los arropó y salió de la habitación. Después, se dirigió al jardín. En bata y zapatillas, salió. Hacía una noche espléndida. Se acercó a un robusto sauce. Cuando estuvo a su lado lo saludó, le dio una palmada en el tronco y le dijo:
    –Te voy a contar el último chiste que me contaron hoy en la oficina...

© Xavier Frías Conde

1 comentario: