jueves, 31 de marzo de 2011

EL "SIGNOR" MATTEO

     Cada día, al ir a la escuela en el centro de Cagliari, veía a aquel mendigo sentado más o menos en el mismo lugar. Yo era muy pequeño, por eso no entendía muy bien por qué existían los pobres. Por eso, le pregunté a mi madre por qué aquel señor estaba acostado en la calle todos los días que yo iba a la escuela, tan sucio, con la ropa hecha harapos y los zapatos rotos, además de con un brazo retorcido, el izquierdo, que siempre mantenía inmóvil pegado al cuerpo.
     He de confesar que aquel hombre me daba miedo y que era lo  más parecido que había visto nunca a un monstruo, por eso, al principio, cuando pasaba por la calle a su lado, siempre le apretaba la mano a mi madre. Pero lo que no acababa de entender era que aquel hombre tuviera unas monedas encima de un pañuelo. Para qué necesitaba un hombre así el dinero, me preguntaba yo...
     Mi madre me había explicado que aquel hombre era un “pobre”. Y a partir de ahí descubrí que existían personas que no tenían casa, ni dinero, ni ropa. Aquello me llenó de angustia y comencé a desarrollar unos sentimientos de solidaridad muy propios de la infancia.
      Y aquel mendigo, ya incapaz de producir más miedo en mí, pasó a ser un elemento más de mi paisaje. Y según yo ya iba teniendo edad y disponía de uno poco de dinero, le echaba unas monedas. Él levantaba levemente la cabeza y murmuraba unas palabras de agradecimiento. Y poco a poco llegué a conocer que aquel mendigo se llamaba Matteo, porque tenía un nombre, como todas las personas. Por el aquel de devolverle la dignidad que toda persona merece, para mí se convirtió en el signor Matteo.
    Cuando ya cambié de escuela y empecé el instituto, nos mudamos a Quartu, que cae a diez kilómetros de Cagliari. Perdí de vista al signor Matteo, pero no completamente, pues los fines de semana, cuando iba a pasear por el centro de Cagliari, siempre en aquella calle cerca del Belvedere, el signor Matteo seguía tirado en la calle, con unas pocas monedas a su lado, aunque en alguna ocasión me pareció que el brazo paralítico no era el izquierdo, sino el derecho. Pensaba entonces que era una jugarreta mi imaginación.
     En la nueva escuela comencé a interesarme mucho por el fútbol. Enseguida pasé a jugar en un equipo local que participaba en campeonatos alrededor de la zona de Cagliari. Poco después, hice un bueno amigo, Roberto, que además iba a mi escuela. Pero alrededor de él había siempre un halo de misterio en lo concerniente a su familia, nunca hablaba de ella y nunca lo veía acompañado por su padre o su madre. Por lo demás, era un chaval absolutamente normal.
     Un día, durante un entrenamiento, Roberto se cayó de mala manera y se hizo bastante daño en un pie. No es que fuera nada de grave, pero el entrenador dijo a Roberto que él incluso lo llevaba a su casa. Roberto protestó, por nada del mundo iba a permitir que el entrenador lo acompañara. Al final, yo me ofrecí a acompañarlo. Al entrenador le pareció bien, a Roberto no, pero tenía mal el tobillo y no podría llegar solo a su casa, de manera que al final tuvo que aceptar mi oferta._
    Mi compañero vivía en una zona antigua de Quartu, donde las casas son unifamiliares y casi no hay diferencia entre la vida dentro y fuera de las casas. Aquello era un laberinto de calles donde era un riesgo aventurarse uno solo.
      Allí estaba la madre, que al principio se asustó, aunque luego se calmó cuando vio que no era para tanto. Y también una hermana mayor que, según pude ver, estaba estudiando en la universidad por los libros que tenía encima de la mesa.
     La familia de Roberto me agradeció las atenciones, pero de alguna manera me echaron de allí. Yo me volví para casa pensando en lo extraña que era aquella familia y debo decir que se me estaba comiendo la curiosidad. ¿Tendrían tal vez algún negocio ilegal en casa y no querían visitas en su domicilio? Fuera como fuese, pasaron dos días y Roberto no apareció por el instituto. Le pregunté a nuestra tutora y ella me dijo que la habían llamado de la casa de él para notificarle que Roberto debería estar con la pierna inmovilizada una semana.
     Me ofrecí a la tutora para llevarle las notas a Roberto y echarle una mano con las clases. Así, una tarde me dirigí a casa de Roberto, intentando recordar cuál de aquellos callejones –en la realidad eran todas iguales– era la suya. Pensé que debía haber hecho como en el cuento de Pulgarcito, cuando había dejado un rastro de migas para encontrar el camino de regreso, pero no había manera. Después de dos horas, cuando ya estaba atardeciendo, en medio de mi desolación por no encontrar la casa del Roberto, me crucé de repente con el signor Matteo. Aquel encuentro era sorprendente. A pesar de la poca luz, lo reconocí a la primera. Caminaba ligero y hasta en los bolsillos le sonaban bastantes monedas.
    Mi curiosidad se sobrepuso a cualquier otra sensación que ya entonces me rondaba (enfado, hambre, desesperación...). ¿Viviría por allí aquel hombre? Y en tal caso, ¿dónde? ¿Debajo de un puente, en alguna cueva? ¿O simplemente venía por aquel barrio para resolver algún tipo de negocio? ¿Acaso el signor Matteo no se conformaba con ser pobre y, además, era un delincuente?
    Lo seguí durante unos quince minutos por el laberinto de calles mientras la oscuridad se apoderaba del barrio. Las farolas de la calle eran muy pocas, de manera que la visibilidad era muy escasa. Al fin y a la postre, el signor Matteo llegó la una puerta que solo estaba cubierta por una cortina. Entró. Yo me quedé fuera. Era incapaz de reaccionar. No quería creerlo. Aquella puerta era precisamente la de la casa de Roberto. ¿Significaba aquello que el signor Matteo era el padre del Roberto?
     Regresé como pude a mi casa, con la cabeza llena de preguntas. Quería conocer cuál era la relación que unía a Roberto con aquel mendigo.
     Al día siguiente, después de las clases, volví a casa de Roberto. Había conseguido un plano de la villa y había hecho unos cálculos de por dónde se encontraba. Yo casi ya parecía un explorador del África tropical. En cosa de una hora fui capaz de localizar la casa, pero estaba cerrada, no había nadie.
Aquello era un inconveniente. Así no podría entrar y, con la disculpa de entregar los deberes de clase a Roberto, resolver aquel misterio.
    Mientras yo contemplaba la puerta de aquella casa, parado en medio de la calle con cara de tonto, una vecina plantó la silla de mimbre delante de su puerta para aprovechar los últimos rayos de sol del día. Se trataba de una mujer muy vieja, de una edad indeterminada, que enseguida reparó en mí.
    La mujer tenía ganas de charla, probablemente vivía sola. Vestía aún según el modo tradicional, esto es, de negro. Me miró curiosa durante unos segundos hasta al final me preguntó:
– ¿Busca a alguien?
Yo me había enterado de su presencia pero no esperaba que se dirigiera a mí. Balbuceé una respuesta:
– Mi compañero de escuela, Roberto... Es que anda lesionado y no vino hoy...
–La mujer suspiró y comprobó que ya tenía por dónde empezar. Y así supe que mi amigo estaba en el hospital, porque se había dañado otra vez, y que el signor Matteo era, efectivamente, su padre. Pero lo que me asombró de todo fue oírle decir a la mujer cuando hablaba del signor Matteo:
– Es un muy buen hombre, un gran trabajador. Por lo visto trabaja de estibador en el puerto, yo no se lo sé seguro, pero trabaja tanto que ha sido capaz de pagarles la carrera universitaria a dos hijos y aún hace lo mismo con una tercera…
     Después de aquello yo me quedé mudo. No podía entender cómo “trabajando” de mendigo se podía ganar tanto dinero. En cualquiera caso, aquel fue un secreto que guardé para mí y que ni siquiera llegué a compartir con mi amigo Roberto.

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