domingo, 27 de marzo de 2011

EN MEDIO DEL DESIERTO AUSTRALIANO



    Aquella noche hubo una terrible tormenta de arena en aquella parte del desierto occidental. Los relámpagos se dejaban ver a través de las nubes de polvo. Ninguno de los habitantes de la aldea de Kingston abrió las ventanas durante toda la noche para ver cuál era la fuerza de la tormenta. No era preciso. 
   Durante toda la noche, el viento zumbó sin parar y los relámpagos cayeron cíclicamente. Era, probablemente, la peor tormenta seca de los últimos sesenta o setenta años en aquella parte del desierto. 
    Pero, de repente, cuando ya salía el sol, la tormenta se diluyó como un terrón de azúcar en un vaso de agua. El disco rojo que asomaba por el horizonte dejó ver el resultado de toda una noche de violencia de la naturaleza. Las dunas estaban todas desplazadas, la barrera de rocas con que los habitantes de Kingston solían protegerse de las tormentas de arena estaba casi oculta por un lado, pero por suerte había aguantado. 
Los primeros habitantes de la aldea salieron por la mañana a hacer su vida rutinaria. Y fue entonces cuando se encontraron con aquello. 
    Aquello, sí. 
    Se trataba de la última cosa que nadie esperaría en medio del desierto de la Australia, a una distancia de quinientos kilómetros de la costa. 
    Era un barco. Un enorme e inmenso barco varado en medio de la meseta que quedaba a medio kilómetro de la aldea. Se veía perfectamente desde prácticamente cualquier vivida de la aldea, en la zona más árida de toda la región. 
    Poco a poco, los habitantes de Kingston conocieron el misterio que se levantaba a pocos metros de sus casas. Al principio, nadie quise acercarse, tenían miedo. En aquella región la gente creía en mitos y leyendas ancestrales. 
    Tampoco podían conectar con las autoridades, porque debido a la tormenta la línea telefónica se había quedado interrumpida. Probablemente ni lo notarían en dos semanas, hasta que las autoridades de la capital comprobasen que no podían contactar con el alcalde. 
    Pero, por encima del miedo está la curiosidad. Los habitantes de aldea empezaron a acercarse al barco, aunque siempre manteniendo una distancia prudente, sin llegar a estar en contacto con él. Aparentemente estaba abandonado y nadie tenía cosas más importantes qué hacer aquel día aparte de tener alguna historia interesante que contar a sus nietos, porque de hecho, en Kingston nunca pasaba nada, nada más allá de las tormentas de arena que obligaban a los ciudadanos a permanecer encerrados en sus casas. 
    Pudieron comprobar que se trataba de un barco de hierro, aunque no era un barco demasiado actual. Por su aspecto – era la opinión de un vecino que cincuenta años atrás había trabajado en el puerto de Melbourne –, parecía una nave de principios del siglo XX, o aún más antigua. 
    A partir de aquel momento, el barco concentró absolutamente el interés de toda la aldea, que contaba unos doscientos habitantes. Todos ellos hablaban de cómo un barco de cien años de antigüedad o más podía haber llegado hasta aquella llanura tan alejada del mar. 
    Era un gran misterio. Y enseguida alguien comentó a sus vecinos: 
    — Si descubren que tenemos este barco aquí, esto se llenará de turistas... 
    ¿Eso era bueno o malo? 
    Durante unas horas, los vecinos discutieron sobre la cuestión en asamblea, olvidándose por un rato de la presencia del barco. La aldea estaba dividida. Una mitad quería que la aparición del barco fuera un secreto, mientras que la otra mitad quería que todo el país supiera lo que allá había aparecido, porque precisamente el turismo daría nueva vida a la aldea. 
    — Yo no quiero turistas — decía uno de los más ancianos de la aldea—. Yo vivo aquí muy feliz sin ver gente extraña que rompe la tranquila de estos lares, con cámaras por todas partes y preguntando cosas estúpidas. 
    — Abuelo, tendría que ser más moderno –replicaron al viejo–. Esta aldea se va a morir porque no tiene nada interesante que ofrecer. Si por lo menos tuviéramos turismo, podríamos tener perspectivas de futuro, negocios, ¿lo entiende? 
    Los habitantes de la aldea discutieron durante un día, pero cuando votaron, ganaron aquellos que no querían que las personas de fuera conocieran la existencia de aquel extraño barco. 
    Pero antes de que los vecinos pudieran hacer nada, llegaron a la aldea los operarios enviados por el gobierno para comprobar que la aldea aún existía y no había desaparecido bajo la arena después de la tormenta. 
    Y claro, los operarios descubrieron también el barco. ¿Cómo iban a explicar los vecinos de la aldea que tenían a pocos metros de la aldea un barco de cien años de antigüedad en medio del desierto? 
     Carnaval. La respuesta que dieron los vecinos fue que estaban preparando el carnaval. 
    Los vecinos explicaron a los operarios que aquel barco era una tradición del carnaval que estaban recuperando. Inventaron una compleja historia acerca de antiguas tradiciones que los primitivos habitantes de la aldea trajeron del Brasil, no porque ellos fueran brasileños, sino porque habían llegado de Inglaterra haciendo una escala técnica en Río de Janeiro y de allá se habían traído la costumbre del carnaval. 
    Los operarios se quedaron pasmados, pero no podían decir nada, porque eran ligeramente ignorantes y no tenían ni tiempo, ni ganas de verificar cuál era la historia real de la aldea de Kingston. 
    Pero el misterio seguía allí. Y ellos aún no tenían el coraje de acercarse hasta el mismo barco, para tocarlo, para comprobar cuál era su estado. 
    Durante todo el día, y aún durante casi toda la noche, siempre había vecinos mirando al barco en la distancia. Así transcurrieron dos semanas sin que hubiera ninguna novedad alrededor de aquel misterioso barco. 
    Hasta el día en que uno de los perros de la aldea sí llegó hasta el pie del barco. Varios vecinos contemplaban la escena con mucho interés. Poco a poco, el resto de los vecinos fueron concentrándose para ser ellos también testigos de lo que estaba ocurriendo. 
    El perro, totalmente ajeno al interés de los humanos, llegó hasta el mismo barco. Y cuando estuvo allí, hizo lo que haría cualquier perro en ese caso: pipí. 
    El perro hizo pipí en el casco del barco. 
    Y no pasó nada. El perro se volvió a la aldea moviendo el rabo todo contento. 
Gracias al coraje del perro, los vecinos se animaron finalmente a aproximarse hasta el barco. De hecho, toda la aldea fue hasta el barco aquella mañana de domingo, cuando la gente no tenía nada que hacer. Hasta los dos bares de la aldea cerraron porque no tenían clientes y parecía que aquel era un momento histórico que nadie se quería perder. 
    El alcalde fue el primero que llegó. Él tenía que ser ejemplo para sus vecinos. En realidad estaba muerto de miedo, pero no iba a reconocerlo, porque, de hecho, aquello podía costarle no repetir en el cargo en las próximas elecciones. 
    Lentamente, los todos vecinos se colocaron alrededor del extraño barco en silencio. Nadie se atrevía a decir una palabra, como si aquel fuera un momento mágico. Aquellos que pensaban que tal vez se podría recuperar la idea de convertir la aldea de Kingston en un destino turístico estaban convencidos de que por entonces sí convencerían a los vecinos que tenían dudas sobre la cuestión. Hasta el alcalde empezaba a ver el plan con buenos ojos, aunque fuera escéptico en el inicio, pero ahora veía aquello como una ocasión ideal para hacer carrera política más allá de aquella aldea perdida. 
    Todos contemplaban aquel casco extraño, tan bien conservado durante décadas, tal vez durante más de un siglo, que hasta entonces había estado enterrado bajo la arena de aquel inmenso desierto. 
    Y fue el alcalde el que extendió la mano para tocar el barco. Quería averiguar cómo sería el tacto de aquel metal oxidado. 
    Justo en aquel preciso instante, cuando los dedos del alcalde tocaban el casco, ellos se hundieron en él, en el casco... 
    — Arena... –consiguió decir el regidor, mientras unos granos se le escapaban por entre los dedos. 
    Fue una algo imprevisible. En cuanto el alcalde introdujo la mano en el casco, aquella masa de arena comenzó la desmoronarse lentamente, desde lo alto, como si fuera un castillo de arena, pero de un tamaño gigante. 
    Los habitantes de la aldea tuvieron tiempo de correr de vuelta hacia la aldea. La caída de aquel monte de arena fue lento, pero el barco se fue deshaciendo, cayendo para el suelo, hasta convertirse en una montaña de arena. Desaparecieron todos los detalles del barco, la torre de control, las antenas, los cabos, absolutamente todo. En cuestión de cinco minutos quedó todo reducido a una montaña de arena, a una duna amorfa. 
    Poco después, sopló el viento. No era una tormenta, sino un viento fuerte que en pocas horas dejó la llanura como estaba dos semanas atrás, antes de la tormenta que había esculpido aquel barco. 
    Los vecinos no podían creérselo. Solo unas fotos demostraban que, en efecto, delante de su aldea había habido un barco en medio del desierto, modelado por el propio viento, hecho todo él de arena...


© Xavier Frías Conde, 2011

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