jueves, 17 de marzo de 2011

LA HISTORIA DE CASCOXO, EL CARACOL ENAMORADIZO


1.


     El saltamontes Armelio estaba a punto de alcanzar la máxima categoría de Sabinsecto, esto es, sabio de los insectos del jardín de Entremuros.
     La última prueba que le habían puesto era ayudar a cumplir sus deseos al animal más insatisfecho de todo el jardín: el caracol Cascoxo. El problema del caracol Cascoxo es que siempre quería algo más y, por eso, siempre estaba insatisfecho. De hecho, el problema del Cascoxo era que siempre se enamoraba de un bicho o de otro. Era el insecto más enamoradizo del jardín.
     Si el saltamontes Armelio era capaz de guiar sabiamente al caracol Cascoxo, llegaría a ser Sabinsecto, pero si fracasaba, no pasaría de Sabicho, es decir, sabio de los bichos, que es una categoría inferior.
     En fin, Armelio, todo nervioso, se fue al encuentro del Cascoxo, quien, cómo no, suspiraba al pie de una amapola.
     — Amigo Cascoxo, ¿por qué suspiras así, con tanta soledad? —preguntó en tono amable Armelio el saltamontes, posando su cuerpo pardo delante del caracol.
     El caracol batió sus antenas (es que los caracoles no pueden ser muy expresivos al hablar, por eso mueven mucho las antenas, que en realidad son sus ojos) y luego dijo:
     — Es que me he enamorado de una babosa… Se llama Beatrix y se pasea todos los días por delante de mí.
     — Ya, pero eso tiene difícil solución. Las babosas son una especie distinta de los caracoles. Ellas no tienen concha y vosotros sí.
     — Justo —insistió Cascoxo—. Si yo no tuviera concha, sería igual que una babosa, ¿no?
     Esa pregunta Armelio no se la esperaba. Aparentemente, un caracol sin concha era prácticamente igual que una babosa.




2.


     Armelio tuvo una idea. Quizás no le iba a entusiasmar el caracol Cascoxo, pero si estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por su amada, el saltamontes lo ayudaría.
     — La única opción que tienes es transformarte en una babosa —explicó el aprendiz de sabio.
     — ¿Y cómo se hace eso?
     Al saltamontes le daba apuro explicárselo. Había tenido una idea, pero era una salvajada.
     — ¡Venga, habla! —exigió el caracol.
     — Bueno, tendrás que enrollar tu concha en el hilo de la araña, dar trescientas veinte vueltas y después dejar que se desenrolle solo.
     — ¿Quién se tiene que desenrollar solo?
     — El hilo.
     — Ah…
     Arañas había muchas en Entremuros, pero encontrar una que tuviera un hilo fuerte de sobra era complicado.
     Además, había un segundo problema.
     Para que Cascoxo pudiera llevar a cabo su operación, era preciso distraer a la araña. Pero cómo?
     Nuevamente Armelio tuvo que romperse la sesera para que le viniera una idea a la cabeza. ¡Qué complicado era todo, señor!
     — Escucha, mientras yo me dedico a distraer a la araña, tú haz lo que te he dicho: enrolla tu concha.
     Dicho y hecho. Armelio se acercó donde la araña. No era una araña cualquiera, se trataba de Armipalda, una araña con un abdomen tan grande como una moneda de dos euros.
     Con mucho cuidado, Armelio comenzó a agitar la tealaraña por un extremo superior con sus patas delanteras. Aquello atrajo la atención del arácnido, que poco a poco se fue acercando hacia él. Mientras, en el extremo contrario, abajo, Cascoxo cogió un extremo suelto de la telarañay empezó a envolverse en él.
     No es cosa fácil agitar una telareña y no quedarse envuelto en ella.
     Además, cuando una moneda de dos euros con ocho patas se va acercando a uno, con aquellos múltiples ojos, el corazón se te congela de terror.
     Armelio rezaba para que Cascoxo estuviera cumpliendo con lo acordado, pero no podía comprobarlo porque el cuerpo de Armipalda se interponía.
     Pero lo peor fue que, de repente, Armelio notó que su pata estaba realmente enredada en la tela, que no iba a poder huir cuando la araña llegara hasta él.
     Horror.
     Y ya estaba sintiendo el aliento de la araña y hasta se veía reflejado en sus múltiples ojos. Pero, de repente, Cascoxo chilló desde abajo:
     — Oye, saltamontes, ¿cuántas vueltas me has dicho que dé? ¿Cien o doscientas?  Es que la verdad no sé contar muy bien, ¿entiendes?
     La araña se giró. Vio una bola perfectamente capturada al pie de su nido. Se olvidó del saltamontes y se fue a por el caracol, que es muy, pero que muy nutritivo y no tiene tanto que mascar.
     Pero entonces, el caracol dejó que el hilo se desenrollase. Empezó a girar a toda velocidad, qué horror.
    Y sí, salió volando por los aires. El caracol salió volando por los aires y, tal como había previsto el saltamontes, ya sin concha.



3.


     A causa de aquel temblor del nido de la araña, todo él se vino abajo. Aquello supuso la liberación de Armelio, que pudo escapar de allí. La araña, fuera de sí, intentó capturarlo, pero fue imposible, porque el saltamontes dio un salto enorme y se posó en una rama muy lejana.
     Sin embargo, ¿por dónde andaría Cascoxo? Con el impulso que tomó, era posible que hubiese acabado fuera de Entremuros, probablemente en el jardín vecino, que tenía fama de siniestro, poblado por humanos devoradores de invertebrados e insectos. Una mariposa que había llegado a atravesarlo aun en primavera —una eternidad en la vida de los bichos— había dicho que había visto cómo un cachorro humano se dedicaba a recoger escarabajos del suelo y comérselos.
     Por tanto, Armelio se dedicó durante aquel día a buscar a Cascoxo, porque sin él no llegaría nunca a convertirse en sabinsecto. Estuvo dos días buscándolo, preguntando por él a todo insecto que se encontraba por el camino, recorrió todo Entremuros, teniendo incluso que evitar la lluvia artificial que los humanos hacen surgir de vez en cuando y que sale de unas bocas sobre patas en el suelo que giran y giran.
     Y justo al pie de una de esa boca con ruedas, Armelio creyó divisar, ya a la caída de la tarde del segundo día, una criatura extraña que estaba sola. Sorteando las gotas de agua como pudo, aterrizó a su lado y le preguntó:
     — ¿Cascoxo?
    Sí, era Cascoxo. Cascoxo sin concha. Un caracol sin casa.
    — ¿Estás bien? —preguntó el saltamontes.
    — No… —respondió el caracol con voz triste.
    — ¿Y eso?
    El caracol le contó su historia.


»Cascoxo, tras saltar de la telaraña, aterrizó en una inmensa hoja de ficus. Tuvo mucha suerte, porque simplemente tuvo que sostenerse con su base y resbalar hasta el suelo. Estaba contento porque había perdido la concha, de modo que empezó a buscar a la babosa de la que se había enamorado. ¿Dónde andaría? Su obsesión era encontrar a aquella babosa de la que se había enamorado. Sin embargo, no necesitó encontrarla, porque de camino se fue cruzando con otras babosas, las cuáles no hacían más del que reírse de él, a causa de su aspecto. Se había creído que por quitarse la concha se iba a convertir en una babosa, pero estaba totalmente equivocado. No era más que un caracol sin concha, lo cual causaba mataba de risa a las babosas. ¡Era tan cómico! Infelizmente, Cascoxo comprendió que había sacrificado su concha para nada. Y por eso estaba tan triste y había decidido quedarse allí, al pie de la boca que escupe agua mientras gira sostenida por tres patas (por si no lo habéis notado, se trataba de un aspersor, pero para los insectos era una cosa extraña)».


     Después de oída la historia del caracol, el saltamontes comprendió lo complicado que resultaba todo. Pero era su deber ayudar a aquel caracol, aunque fuera un poco tonto y caprichoso. Si no, no llegaría a ser bichinsecto.
     Como ya caía la noche, los dos se quedaron allí a dormir, bajo la boca que escupe agua mientras gira sostenida por tres patas.



4.



      A la mañana siguiente, Armelio y Cascoxo salieron juntos de debajo de la boca que escupe agua mientras gira sostenida por tres patas, justo unos momentos antes de que volviese a echar lluvia. Cascoxo estaba inmensamente triste, no tenía ni ganas de hablar; Armelio no sabía muy bien qué decirle.
     Y justo entonces, pasó por delante de ellos una caracola. Para Armelio era un bicho normal, pero para Cascoxo era una caracola espectacular. Era la Cascoxa de sus sueños, era el amor de su vida, era… era… ¡era todo!
     — Hola, caracola, ¿cómo te llamas? —le preguntó Cascoxo.
     Ella se giró y se lo quedó mirando. pero estaba horrorizada, porque nunca había visto un caracol sin concha. Por eso, aceleró el paso mientras chillaba:
     — ¡Socorro! ¡Una criatura de otro jardín me quiere atacar!
     No se trataba de eso, pero Armelio comprendió enseguida lo que había sucedido. Como Cascoxo no tenía concha, no parecía un caracol. Eso era un problema, porque ni parecía una babosa ni parecía un caracol. En realidad era un caracol sin concha, pero al menos en aquel jardín de Entremuros, nadie había visto una criatura semejante.
     Armelio intentó explicarle aquello a Cascoxo:
     — Cascoxo, ahora no eres ni un caracol ni una babosa. Por tanto, no vas a enamorar ni a un caracol ni a una babosa. ¿Entiendes?
     — Entiendo…—dijo el caracol con una voz tristísima.
     El saltamontes estaba muy cansado. De hecho llevaba tres días con el caracol para hacer méritos. Necesitaba un descanso. Sin embargo, si quería llegar a ser sabinsecto, debía proseguir con su labor.
     — Hay que encontrar el modo de hacerte recuperar tu concha. Si no, no serás nunca feliz.
     Aquello no era cosa sencilla. Ambos sabían que las conchas no vuelven a salir una vez perdidas. Habría que encontrar otro sistema. pero su atención se dirigió de repente hacia otra parte, porque, a pocos metros de donde ellos estaban, un brillo enorme se dejaba ver por todo el jardín. Aunque se trataba de unos metros, para los insectos era una distancia enorme, al menos para el caracol, no para el saltamontes, que podría cubrir aquella distancia en segundos, pero no iba a dejar a su protegido solo.
     Así, con toda la calma del mundo, fue andando a su ritmo. De hecho, aquel caminar tan lento agotaba al saltamontes. El caracol lo notó y le dijo:
     — Oye, súbete a mi lomo, que ya te llevo yo…
     — ¿Cómo voy yo...? —quiso protestar el saltamontes.
     Pero el caracol insistió y el saltamontes, que realmente ya no se tenía en pie, accedió. Lo cierto es que el lomo del caracol era muy tierno, como un colchón. Se estaba tan cómodo allí encima. Si los bichos necesitasen transporte público, los caracoles y las babosas podrían ganarse la vida haciendo de autobuses.
     Y así, tras varias horas de marcha, el saltamontes y el caracol llegaron al punto de Entremuros de donde procedía aquel brillo extraño.


5.


     Cuando llegaron, el lugar del que procedía el brillo, este ya había cesado. Fuera cómo fuere, el sol ya estaba cayendo. Por tanto, la luz del sol ya no se reflejaba sobre nada.
     Sin embargo, en aquel sitio había una cosa extraña, otro objeto humano, que era lo que había atraído la atención de los insectos. Mientras los rayos solares cayeron sobre él, produjo brillo, pero cómo ya el sol estaba para esconderse, el brillo había desaparecido.
     Bueno, os diré que lo que había en el suelo, en medio del jardín, era un pequeño dedal que se le había caído a la señora de la casa. Pero para el saltamontes aquel objeto representaba la posibilidad de volver a convertir a su amigo en un caracol.
     — Amigo Cascoxo —dijo Armelio—, pasa por debajo de esa cosa que hay ahí.
     El caracol no quería, le daba miedo, porque no sabía lo que era.
     — ¿Te fías de mí? —le preguntó el saltamontes todo serio.
     Lo cierto es que, desde que estaban juntos, al caracol le había ido bien fiándose del saltamontes. Por tanto, hizo como le decía su compañero. Pasó por debajo del dedal y este se le quedó en el lomo. Pero oscilaba, porque no estaba sujeto. Debían encontrar la manera de fijarlo a la espalda del caracol.
      — Va a caerse… —anunció el caracol.
     Efectivamente, el dedal se cayó y golpeó a Armelio en la cabeza. El saltamontes se cayó al suelo, desvanecido. Pobre. Se quedó un buen rato así, pero cuando despertó, se encontró al caracol a su lado. Durante todo aquel tiempo se había ocupado de él, lo había protegido por si acaso se acercaba una araña con hambre. A pesar de todo, el dedal volvía a estar estar encima del lomo del caracol y hasta parecía bien sujeto. ¿Cómo era posible?
      Durante el tiempo que el saltamontes había estado sin sentido, el caracol había descubierto que la resina de los pinos —en Entremuros había un par de ellos— también la tenían las piñas. Cascoxo había apoyado el lomo en una piña para descansar un insitante. Se le quedó el lomo pegado, por lo que tuvo que hacer un esfuerzo enorme para desprenderse. Y entonces pensó: «¿Que me aconsejaría el saltamontes en este caso?». El saltamontes aún dormía, pero el caracol sintió la voz de Armelio sonar en su cabeza diciendo: «Aprovecha que tienes el lomo pegajoso para pasar por debajo del dedal». Y así lo hizo. De aquella manera, el dedal se le quedó pegado a la espalda gracias a la resina.
     Fácil, ¿no?
     Y desde aquel momento, la vida de Cascoxo cambió completamente. Cuando empezó a pasearse con el dedal como concha, ya no tuvo problemas para encontrar pareja. ¡Era un caracol tan original!
     Armelio supo que su trabajo había concluido. Ya podría solicitar que lo declarasen sabinsecto. Sin embargo, aun tuvo que oír el caracol decir:
     — Oye, estoy me estoy enamorando de esa bicho que corre por ahí…
     Horror, se trataba de una mantis religiosa que caminaba toda erguida y desafiante.
     — ¿Estás loco?
     Pero el caracol cruzó sus ojos, que era su modo de sonreír y dijo:
     — ¡Que era broma!
     Armelio consiguió ser nombrado sabinsecto, pero, la verdad, aquello no era para él tan importante como había creído al principio. Había comprendido que era más importante tener amigos que ser tan sabio, sobre todo si uno tiene un amigo como Cascoxo.
      Ahora, si queréis ver Armelio, sabed que se pasa las tardes en lo alto del dedal que le sirve de concha al caracol; están los siempre siempre de charla. Y es que aquel molusco testarudo ahora dice que quiere encontrar un segundo dedal y ser el primero caracol con dos conchas. 

© Xavier Frías Conde, 2011

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