domingo, 27 de marzo de 2011

LAS PELUSAS MUTANTES

 



Me despertó la llamada inesperada del teléfono. ¿Quién sería a aquellas horas tempranas de un sábado a las once de la mañana? Me levanté soltando palabrotas porque el sueño me retenía en la cama. De muy mal humor, levanté el auricular y dije: 
— ¿Quién es? 
    Una voz que conocía perfectamente al otro lado de la línea 
— ¡Cariño, soy mamá! 
    Mi madre. Horror. Mi corazón se aceleró de repente. Un presentimiento empezó a tomar cuerpo en mi mente. No quería oír lo que iba a oír en cualquier momento. Pero lo iba a oír: 
— Te echo tanto de menos, no sabes cuánto —dijo ella—, así que la semana que viene me cojo el avión y me voy a ver mi niño pequeño, para ver cómo vive. Es una lástima que solo puedo estar unas pocas noches, pero me bastará para ver como estás. 
    El teléfono se me resbaló de las manos.  Mejor. Así la conversación se quedó cortada.  Mi mente lógica trató de analizar la situación, pero sobre todo trató de ser positiva: solo iba a pasar una noche, ¡una noche!  Sin embargo, mi corazón no podía parar de repetir la parte negativa de la cosa: ella iba a venir, iba a venir, iba a venir… 
Pero dejadme que os ponga en antecedentes sobre mi vida. Soy estudiante de ingeniería espacial en los Estados Unidos. Me trasladé aquí desde Europa para cursar mis estudios. 
Había alquilado un apartamento pequeño para mí, donde vivo solo. Bueno, solo del todo, no, porque aquí se pasa mucho tiempo conmigo un amigo de toda la vida que también se ha venido a estudiar a los Estados Unidos. Se llama Leo y estudia técnicas teatrales, porque su fantasía tiene que salirle de alguna manera. Yo había gozado de cuatro meses de total felicidad en los Estados Unidos, yendo a mis clases de astronáutica. Era una persona feliz, solo tenía contacto con mi madre de vez en cuando por  internet, pero debía haberme imaginado que aquello a ella no le bastaría. Por eso, había decidido venir a visitarme. Era tal su pasión de madre que estaba dispuesta incluso a pasarse una sola noche con tal de verme. Increíble. 
Sin embargo, ¿qué podía a hacer yo? ¿Podía tal vez inventarme unas prácticas espaciales de una semana en la órbita terrestre? 
     No era creíble. O a lo mejor, una visita a la estación de seguimiento de Kazajistán? Tampoco, yo no sabía mentir, mi madre iba a saber que estaba huyendo de ella. Así que debía aceptar la realidad. Debía aceptar que mi madre iba a pasar unas noches en mi apartamento, solo unas noches. No podía ser tan terrible, ¿verdad?
¿O tal vez sí? 



* * *



Lo primero que hice después de volver de clase —ni la presencia de mi madre me iba a impedir ir, que yo soy muy formalito y me encanta la astronáutica— fue a llamar a Leo. Él tenía que conocer mi tragedia.  Tenía que ayudarme a salir del mal paso. Tenía que secuestrar mi madre y meterla en un avión rumbo a la Patagonia… 
No, eso no, que no soy tan mal hijo y no puedo pedir esas cosas a mis amigos. Quizá dinero sí puedo, pero que secuestren a la madre de uno, eso ya no. Leo enseguida me avisó de los peligros que me acechaban (él tenía mucha experiencia en visitas maternas inesperadas, o VMI, como él lo llamaba en su jerga técnica).  Por eso acudió a mi apartamento como especialista, para asesorarme antes de que mi madre llegara. Era un verdadero amigo… 
Por lo menos así lo creía yo todavía cuando lo vi aparecer con su mochila y las gafas de sol dispuesto a compartir conmigo sus mejores consejos, pero empecé a tener dudas de sus buenas intenciones cuando me dijo: 
— Antes de ponerme a analizar contigo el apartamento en cuanto a sus condiciones de higiene, me vas a convidar a una pizza de cuatro quesos con piña, ¿a que sí? 
Además de su descaro a la hora de pedir cosas, hay otro aspecto de mi amigo Leo que no me gusta: su mal gusto para escoger las pizzas, pero contra eso no podía luchar. Tenía que aceptar que el asesoramiento de un especialista en VMI me iba a costar una pizza, lo cual, con las tarifas que se dan en el mercado para otras cosas, no suponía un dineral. Por tanto, acepté. 
Llamé a la pizzería y encargué una familiar como él quería y una individual para mí de boquerones con salami, porque mis gustos no son tan exóticos como los suyos. 
     Después de comer, vi a Leo ponerse la gorra de Sherlock Holmes y coger una lupa. Pensé que estaba haciendo un ensayo de los suyos para el teatro. Pero no se trataba de eso. Estaba buscando la porquería de la casa. 
Empezó por los muebles, buscándoles el polvo. A cada poco soltaba una especie de gruñido o de lamento de jabalí en celo, no sé exactamente lo que era. "Piufff… nananá", sonaba aquel ruido extraño que hacía. Pasaba un dedo por los estante, por encima de la tele, que, claro, estaba llena de polvo y soltaba de nuevo aquel ruido: "Piufff… nananá". 
Si hubiera oído aquello en mitad de la noche, a oscuras, sin duda habría llamado al tele-exorcista para hacerme una limpieza espiritual en el apartamento, porque aquel ruido daba un miedo atroz. 
Pensé que se trataba, a lo mejor, de una técnica de detección de polvo por ultrasonidos. ¿Qué queréis que os diga? Yo tenía que darle una explicación racional a todo aquello, no quería tener pesadillas de noche. 
Cuando Leo acabó de hacer la revisión del salón, se quitó la gorra de Sherlock Holmes, metió la lupa en un bolsillo y se sacó una pipa. Yo le iba a decir que no permitía que se fumara en  casa, pero no hizo falta: se trataba de una pipa de caramelo, solo valía para sorber de ella. 
— Los estantes están pidiendo a gritos una buena limpieza. Pero ahora voy a ver la cocina… 
Entonces sacó una bata blanca, como las que usamos en las prácticas de laboratorio. Se puso además una máscara en la boca y entró en la cocina con un pañuelo blanco. Cerró la puerta y me obligó a esperar fuera.  


*  *  *


Las cosas bien hechas deben ser reconocidas. Y Leo dejó la cocina limpísima, tanto que hasta se podía comer en la encimera, lo cual no sucedía nunca en la mía, porque estaba poblado por todo tipo de microorganismos y de organismos no tan microscópicos. 
Me quedé totalmente sorprendido.  Quise darle un abrazo al Leo. Pero entonces él, todo serio, me espetó: 
— ¡Alto ahí! 
Yo me quedé de piedra. 
— Nada de abrazos porque el trabajo no está acabado. Tu pocilga aún tiene que parecer un apartamento y, para eso, hay que limpiar el polvo del pasillo. 
En eso tenía razón. Si uno echaba un vistazo hacia el pasillo, enseguida detectaba aquellas pelusas y todo el pelo que tiende a depositarse debajo de los radiadores, en las esquinas más inaccesibles. Mientras Leo se dedicaba a preparar no sé que artilugios de limpieza por su cuenta, yo intenté recoger las pelusas más grandes con la mano. Pero qué sorpresa me llevé cuando descubrí que al acercarles la mano, ellas huían, parecían tener vida propia, se alejaban de mí. 
En cuestión de segundos yo andaba persiguiendo a una bola grandona por el pasillo y he de reconocer que era incapaz de atraparla. Pero entonces oí la voz de Leo que sonaba metálica, dura, desgarradora, a mis espaldas diciendo: 
— No pierdas el tiempo…  Son pelusas mutantes. No conseguirás atraparlas con tus manitas. 
Me gire para mirarlo y… me caí al suelo del susto que me llevé. Eso sí, por lo menos una pelusa, distraída, se quedó atrapada bajo mis nalgas. 
Lo cierto es que me llevé la impresión más grande de mi vida cuando vi a Leo vestido como un soldado del futuro, con una especie de máscara antigás, armado con algo parecido a un aspirador (de hecho supe después que era un aspirador). Llevaba un traje de camuflaje con botas plateadas. El tipo, por supuesto, daba miedo. No me atreví ni a preguntarle por qué iba así vestido. De Leo uno podía esperarse cualquier cosa. Pero él le dio respuesta a todas mis dudas sin que yo llegara a abrir la boca. 
— Es un equipo para cazar pelusas mutantes. 
— ¿Mutantes? 
— Sí, tienen vida propia. Tengo la sospecha de que por algún complejo bioquímico tienen vida propia y hasta sonido inteligentes. No descarto incluso que se trate de entes extraterrestres actuando que actúen de espías. 
Aquello sí que daba miedo, para qué engañarnos. Aunque Leo fuera un tipo extraño, que lo es, no se puede negar que es un genio científico, con varios premios por sus estudios. 
Leo, sin dudarlo, encendió el aspirador y comenzó a recoger las pelusas, que intentaban aún correr. Hasta que llegó a la última, la mayor, probablemente la jefa de las pelusas. Leo encendió el móvil y lo puso a su lado. 
Y la bola, tal vez a causa de las ondas telefónicas, empezó a chillar. 
La cuestión es que nunca podría agradecer a Leo toda su ayuda. Había salvado mi apartamento y quién sabe si también al mundo. Sin embargo, algo inesperado sucedió de repente, una verdadera catástrofe. Mi madre estaba en la puerta. ¿Cómo? Pues muy sencillo: se había equivocado con los aviones y había cogido su vuelo antes de lo que me había dicho. 
Leo me dijo entre susurros: 
— Tengo que guardar estas muestras de pelusas mutantes. Distrae a tu madre mientras yo las deposito en algún sitio seguro. 
Eso hice. Le di los dos besos de rigor a mi madre, quien no se sorprendió de que Leo estuviera junto a mí, porque éramos como hermanos, siempre inseparables. También para él hubo dos besos en la mejilla con marca de pintalabios incluida. Y después, la noticia bomba: 
— Chavales, como estoy yo aquí, hoy os hago yo la comida, que he traído todo lo necesario. Tomaréis un almuerzo de casa, de los de toda la vida. Mientras vosotros estudiáis, ya me pongo yo a cocinar. 
Como algún avispado lector ya se habrá imaginado, mi madre se había traído la maleta lleno de comida, porque ella estaba convencida de que yo me moría de hambre en los Estados Unidos, o que me llenaba de hamburguesas y comida basura. Pero no había nada que hacer. Nos tocaría una fabada, o unas lentejas con chorizo, o lo que fuera. 
— ¿Has tenido tiempo de esconder las pelusas? –le pregunté susurrando a Leo. 
— Por los pelos, pero sí, aunque casi me descubre tu madre, pero está todo en orden. 
¿Todo en orden? 
Que ingenuos… 
Para el almuerzo tocó paella. No faltaban los camarones, ni los chipirones, ni… que sé yo lo que allí había echado allí mi madre. 
— Está buena a paella? –preguntó mi madre. 
— Hmmm… —dijo Leo con la boca llena, donde su respuesta podría ser interpretada de múltiples maneras, pero para mi madre aquello era una respuesta positiva. 
— Come despacio —me soltó. 
Mi madre era demasiado madre, me dije yo. La paella no estaba mal, porque mi madre sería un tormento, pero no era mala cocinera. Sin embargo, algo había en la paella que me resultaba ajeno a los sabores habituales. No es que supiera mal, sabía, simplemente, diferente. Por eso, le pregunté a mi madre: 
— Mamá, has echado algo en la paella que le dé un gusto diferente. Hay un ingrediente nuevo, algo que no usas normalmente. 
Mi madre se sonrojó como una adolescente; ella se tomaba aquello como un cumplido. 
— Ay mi cosita –horror, aún me llamaba así–, qué buen paladar tienes. Di que sí, le he echado algo nuevo, un ingrediente de esos americanos que tenéis por aquí que me dio buena impresión. Me dije, como estamos en América, introduzcamos un producto americano. Pues eso, que le he echado eso que había en un bote que ponía "beans", unas especias, ¿no? Olía incluso bien. 
Y justo entonces, Leo se puso a toser como un poseso. 
Para evitarnos explicaciones tontas, resumiré la situación así: Mi madre había echado el contenido de aquel bote donde ponía "beans" en la paella, pero resultó que lo que allí había no eran "beans", que significan habas, sino las pelusas mutantes que Leo había almacenado allí a toda prisa antes de la llegada de mi madre. 
Leo, sabiendo la que se le venía arriba, corrió al hospital. Intentó convencer al cirujano de que se había comido entes extraterrestres. Los médicos, poco convencidos, pensaron que se trataba de una intoxicación extraña. Le mandaron purgantes —y a mí también. Después de aquello, para ellos se acabó allí la historia. 
Sin embargo, puede que Leo tuviera razón. Puede que, en efecto, las pelusas sí fueran mutantes. Sé que aquellas bolas siguen dentro de mí y dentro de él. ¿Que cómo lo sé? Porque, cada vez que alguno de nosotros responde al móvil, se oyen ruidos extraños, como de entes que se comunican con el exterior por medio de chillidos. Y cuando somos él y yo los que nos comunicamos por el móvil, esos entes se comunican entre sí y se muestran contentos de saber los unos de los otros. 
Por eso, desde aquel día, cada vez que veo una pelusa correr por el pasillo de mi casa, huyo de ella mientras siento que, en mi interior, una presencia se alegra. 
Qué será de mí en adelante es algo que ignoro, pero confío en Leo para encontrar una solución a esta posesión de las pelusas mutantes.


© Xavier Frías Conde, 2011


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