martes, 29 de marzo de 2011

PARA QUÉ SIRVEN LAS HADAS


    Valentina iba caminando toda triste por la orilla de la carretera. Al fondo, a sus espaldas, quedaba la fábrica textil de la que la acababan de echar. La habían despedido del trabajo solo porque la descubrieron probándose la ropa de lujo que otras mujeres afortunadas llevarían una o dos veces y que después dejarían para siempre jamás en el fondo de un armario. ¡Qué injusto era el mundo...!
     Y ahora tendría que volver para casa y explicarle a su familia lo ocurrido, lo cual no sería fácil. 
     Valentina, después de media hora caminando, llegó puente viejo que permitía entrar en el pueblo. Era un puente muy antiguo, del tiempo de los moros, en que ella no reparaba nunca a pesar de haberlo atravesado cientos o quizás miles de veces. 
     Y fue entonces cuando, entre los juncos, vio algo que se agitaba. La joven pensó que tal vez se trataba de un pez que se había enredado en los cañaverales. Podría pillarlo y tendría la cena resuelta. 
     Descendió por tanto a la orilla del río y metió la mano en el agua sucia buscando a lo loco, hasta que dio con un cuerpo tierno, pero no tanto como un pez. Incluso hasta parecía que iba vestido. La joven sacó aquello del agua y cuál no fue su sorpresa al ver delante de ella un ser en que nunca había creído: se trataba de una xana, un hada de las aguas. Estaba desmayada, o tal vez muerta. Valentina no era experta en aquellas cosas, pero había visto en televisión que, cuando alguien se ahogaba, le hacían el boca a boca. Ella también lo probó, pero casi le hizo explotar los pulmones a aquella criaturita que, por aquella razón, o acaso por el aliento a chicle de menta de la joven, se despertó. 
     Le dijo: 
     — Gracias por salvarme. Si no fuera por ti, me quedaba ahí muerta. 
     — ¿Eres una hada? 
     — Sí, una xana. 
     — ¿Y cómo es que estabas a punto de morir? 
     — Bueno, la verdad, las hadas no resistimos la polución de los ríos. Yo me descuidé y descendí por este hasta que llegué al pueblo. Y aquí ya no pude aguantar el grado de porquería que echáis al agua... Pero dejemos eso. Como me has salvado la vida, he de recompensarte concediéndote un deseo. 
     Valentina se puso toda contenta. Nunca había tenido aquella oportunidad. Pero sabía muy bien lo que quería. 
     — Verás... yo siempre quise tener el vestido más bonito del mundo. Quiero que sea así... 
     Y empezó a explicarle al hada cómo lo quería. A cada instante, la xana agitaba su varita y cambiaba un detalle aquí, otro allá y otro acullá; o bien alargaba de aquí y acortaba de allá; pero enseguida cambiaba el color por un lado, por otro... 
     Valentina resultó ser una caprichosa, nunca estaba contenta con el resultado. Tanto fue así, que al cabo de dos horas el hada se quejó: 
     — ¡Oye, que yo soy un hada, no una diseñadora!
     Valentina la miró enfadada y le gritó: 
     — ¡Menuda hada estás tú hecha, chapucera! 
     El hada se sintió ofendida y en ese preciso momento agitó con fuerza la varita en el aire. Valentina sintió que empezaba a desaparecer, pero antes aún pudo sentir que la xana le decía: "¿No querías el mejor traje? Pues ahora los vas a tener todos... al menos una vez". 
     Cuando la joven abrió los ojos, al cabo de unos segundos, ya no pudo moverse. No tardó en comprender lo que le había pasado: estaba convertida en un maniquí, justo en su antigua fábrica, en la sección donde siempre probaban aquellos trajes tan caros.

© Xavier Frías Conde

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