viernes, 1 de abril de 2011

EL ENIGMA DE SRA





    Antonín Chodov era una eminencia en lingüística. 
    Se había llevado un premio por su tercera tesis sobre la lengua de los cazadores de mamuts en Siberia, hablaba treinta y cuatro idiomas (la mayoría de ellos también por teléfono) y era considerado la mayor autoridad en materia lingüística en su país. 
    Nadie sabe más de lenguas que él. 
    Era incluso capaz de descifrar lo escrito por un médico chino en una receta. Impresionante. 
    Su trayectoria podría haber seguido hacia adelante de no haber sido por aquel pequeño incidente que le sucedió aún siendo joven, con veinticinco años, pero ya por entonces era una eminencia en el campo de la lingüística. 
    Aunque fuera un tipo que vivía totalmente para la lingüística, a Antonín le gustaba tener amigos por la red, sobre todo en las redes sociales. 
    Así fue conociendo mucha gente, gente de todas clases, desde esquimales que querían aprender a cazar mariposas hasta gente que domesticaba moluscos, pasando por comedores de diccionarios. 
    Había gente muy interesante y, poco a poco, Antonin iba haciendo amistades por todo el planeta, pero casi todas eran amistades virtuales, personas con las que nunca tenía un encuentro cara a cara, porque vivían en puntos remotos del planeta (o por lo menos eso decían, porque había uno que vivía justo tres pisos por debajo, pero decía que vivía en Nueva York para darse aires de grandeza). En fin… 
   La cuestión fue que, entre tanta gente, Antonín llegó a conocer a Sra, aunque era una joven extraña cuyo nombre cambiaba por días, porque podía ser también Sar, Sr e incluso Srh. 
   Justo aquel detalle fue lo que más atrajo el interés de Antonín, que ella tenía un nombre en una lengua que se cambiaba de día en día. Se interesó primero por eso, pero también hay que decir que cuando vio su foto, le encantó, porque tenía unos ojitos muy expresivos. En su perfil el nombre que ponía era Sarah, pero podía tenerlo en inglés. 
   Sin embargo, ella no era hablante de inglés, eso se veía de lejos. 
   Antonín empezó a sentirse cada vez más atraído por aquella joven, así que, al final, se llenó de valor para empezar a intercambiar mensajes con ella. Probó a escribirle en inglés. Su primer mensaje fue: «Hi, this is Antonín, from Prague. Nice to meet you». 





   La respuesta no se hizo esperar.  Sarah respondió enseguida, pero la respuesta de ella no fue lo esperado, ¿o tal vez sí? 
   Decía: «Hll Qnton cne mtee yop. Sra». 
   Fascinante. Antonín leyó aquel mensaje al menos seiscientas veces en media hora. 
   Estaba escrito en un idioma que él ignoraba. 
   Y claro, durante la siguiente semana, el joven dejó de hacer todo lo que tenía entre manos y se dedicó a averiguar en qué lengua estaba redactado aquel mensaje, intentando localizarla. 
   Lo más parecido que encontró fue un dialecto sánscrito del siglo III antes de Cristo, pero aquello no tenía mucho sentido. 
   ¿O tal vez sí y ella era un prodigio de la lingüística mayor que él y lo estaba a desafiando? 
   Qué emocionante. 
   Antonín decidió continuar la relación con ella por mensajes de chat. El siguiente fue también en inglés y ya contó algo más sobre sí: «Happy to get your message. I work at a university. My favourite food is spaghetti. I also like playing the oboe». 
   Era muy tierno, porque Antonín nunca contaba cosas tan íntimas de sí y menos aún en el segundo mensaje. 
   La segunda respuesta de la Sarah fue bien rápida. 
   Ella también fue más extensa: «Ts grta k nosobmdy lll yoi& spaghetj 0?y fvruoiet dodo - Srha». 
   Como ya podéis imaginar, aquella respuesta significó que Antonín dedicó no sólo una semana, sino dos a estudiar aquel mensaje, que no conseguía descifrar, aunque había detectado alguna palabra, como espagueti. 
  De hecho, envió aquellos dos mensajes de Sarah a varios colegas expertos en lenguas extrañas. Las opiniones de todos ellos eran totalmente divergentes, no se ponían de acuerdo sobre la naturaleza de aquella lengua. 
   El colega Pavlov, de Moscú, afirmaba que aquella mujer escribía en una variante mesopotámica. 
   Por su parte, el colega Fergssohn, de Växjo, afirmaba que se trataba de una deformación de demíótico egipcio tardío. 
   Finalmente, la colega Cascadillo, de la Universidad de California, opinaba que tenía todos los rasgos de tratarse de una lengua andina emparentada con quechua hacía tres mil años. 
   Tanta disparidad de opiniones preocupaba a Antonín. 
   La tarde en que ya tuvo todas las respuestas recogidas, se quedó contemplando la imagen que a Sarah tenía en su perfil de la red social. 
   La encontraba muy interesante, aunque, por alguna extraña razón que se le escapaba, tenía pinta de bruja. 
   ¿Sería, tal vez, por su piel entre verde y amarilla, su vestimenta negra, su verruga en la barbilla, su gorro en forma de cono…?
   Se le escapó un suspiro. Por suerte no lo escuchó nadie. Estaba solo en su cuarto de la residencia de profesores donde vivía. Mejor así, pero tenía que reconocer que se sentía un tanto solo. 





   Y entonces, de repente, Sarah le demostró que tenía más de bruja de lo que él había pensado. 
   Parecía que la joven había adivinado que él estaba pensando en ella porque, sin previo aviso, apareció un mensaje de ella en el chat. 
   Increíblemente estaba escrita en inglés: 
   «Hi, how are you?» 
   Antonín se quedó paralizado durante unos segundos. 
   Notó que en él se mezclaba el interés lingüístico por el interés personal por Sarah. 
   Qué situación. 
   Nunca le había pasado tal cosa, pero era claro que algún día algo más aparte de los idiomas acabaría entrando en su corazón. 
   Ya se lo decía su bisabuela, hablante de un dialecto rusino: "Algún día, en ese corazón tuyo una lengua hará que te enamores". 
   Parecía que ese momento había llegado justo entonces. 
   Aquella joven con aspecto de bruja que hablaba un idioma incomprensible e incatalogable había abierto las puertas de su corazón, hasta entonces insensiblela todo lo que no fueran lenguas. 
   «Are you there?», continuó ella. 
   Antonín volvió a la realidad y respondió: 
   «Yes». No sabía que más añadir. 
   «I wanted to talk to you for a while», escribió ella. 
   «:-)». Por suerte sabía poner emoticones. 
   Antonín se fue animando poco a poco. Se sentía muy bien. La conversación por el chat transcurrió divertida, simpática, pero no la podemos poner aquí porque es parte de la intimidad entre Antonín y Sarah. 
    Cuando cerraron la conversación, Antonín se dejó caer en la cama todo contento. 
   Y estaba tan entusiasmado que ni se había enterado de que, al dejarse caer con todo su peso, la cama no lo había resistido y había hundido, de modo que el colchón estaba en el suelo. 
   Pero eso a él poco le importaba. 






   Al día siguiente, la primera cosa que hizo Antonín, después de levantarse, fue a ir al ordenador y más concretamente a la red social a ver si la Sarah estaba conectada. 
   Normalmente, Antonín no hacía esas cosas, sino que recibía un correo diario de un programa que se llamaba: "Aprenda una nueva palabra cada día". La cierto es que él estaba inscrito a ese programa no en una lengua, sino en todas las que sabía y alguna más. 
   Incluso había empezado a inventarse una lengua propia y se enviaba a sí mismo palabras todos los días para después no olvidarlas. 
    Sin embargo, varios de sus colegas también se mostraron interesados en el nuevo idioma inventado por Antonín y le pidieron que los incluyese en su lista de correos. 
   Por aquel entonces, estaba aún trabajando en la conjugación de los verbos, porque no quería que fuera muy complicada, pero al mismo tiempo no la quería demasiado simple: en su punto justo. 
    Pero como decía, aquel día, por primera vez en tantos años, no fue a consultar su correo para ver si había recibido un mensaje de "Aprenda una nueva palabra cada día". 
    Aquel día, no. 
    Aquel día fue a buscar un mensaje de Sarah. 
    Y había uno. 
    Su corazón se puso a latir descontrolado. 
   Por unos instantes, Antonín tuvo miedo de que le diese un ataque. Él era un científico comedido, una persona con los ánimos templados, no podía permitirse aquellos ataques emocionales, pero, la verdad, le estaba dando un buen ataque. 
    Ay, si lo viese su bisabuela… 
    A toda prisa, Antonín se puso a a leer el mensaje: «ilik edt kltoouy-? 60u arr s0 c8t». 
    ¿Habría hasta cambiado de lengua? 
    Entonces un nuevo pensamiento acudió a su mente. A lo mejor, no se trataba de una lengua nueva, ya que no había manera ni de descifrarla ni de catalogarla; podía, más bien, tratarse de una clave. 
    Él no era especialista en claves, pero uno de sus compañeros de estudios en la universidad, Ludvik sí lo era.  Después de acabar la carrera, entró a trabajar para los servicios secretos. 
    Lo tenían por el mejor en su campo. Había sido capaz de descifrar mensajes en clave escritos por un tipo tan borracho que ni recordaba cómo se llamaba. 
    – Ludvik, tengo un trabajo para ti… –le dijo Antonín por teléfono–. En realidad es un favor que te quiero pedir. 
    Ludvik no se hizo rogar. 
    Media hora después estaba en el cuarto de Antonín en la residencia. 
    Había entrado por la ventana. 
    Eran manías profesionales, para que nadie supiera que él estaba allí. 







    Ludvik, después de tomarse un cafetito, se concentró en el examen de aquellos mensajes. 
    Por primera vez en su vida, Ludvik estaba perdido, no sabía por dónde empezar. 
    – ¿Y estás seguro de que estos mensajes no están escritos en algún idioma extraño? –insistió el mayor intérprete de textos en clave de la Europa Oriental. 
    – Totalmente –aseguró Antonín. 
    – Te seré sincero –confesó Ludvik–, pero no tengo ni idea de lo que pone aquí. Soy incapaz de descifrar la clave. A lo mejor hay que averiguar más sobre esa conocida tuya… 
    Cuando Ludvik se refirió a Sarah, en las mejillas de Antonín crecieron dos manchitas rojas que daban a entender que Antonín tenía un interés personal por aquella joven. 
    – Bueno, indaguemos –le propuso a Antonín–. Pero primero dime lo que sabes de ella. 
    En realidad, Antonín sabía muy poco de ella. 
    Solo habían hablado de películas, de libros, de viajes, de los amigos de cada uno. Supo por casualidad que ella era maestra, pero poco más. 
    Quizás daba clases de inglés, si es que realmente no era ese su idioma. 
    Vaya lío… 
    En el perfil social de la Sarah no había información de la ciudad natal ni de casi nada. De hecho, ella era una persona muy reservada que casi no ofrecía informaciones personales. 
    Por tanto, no se podía saber siquiera cuál era su país de origen. 
    Era complicado. 
    Y, de repente, Sarah volvió a hacer uso de sus poder mágicos. 
    Un nuevo mensaje apareció en el chat, como si supiera que estaban pensando en ella: 
    Nuevamente estaba en inglés y nuevamente era todo comprensible: 
    «Hi, Antonín. How are you doing this morning?» 
    Antonín se lanzó a responder. Le contó lo que había tomado para el desayuno. 
    Ludvik observaba todo por encima del hombro de Antonín. 
    Mientras su amigo estaba en la conversación, él le propuso: 
    – ¿Y por qué no le preguntas directamente a ella en qué lengua te escribe o si realmente usa una clave? Creo que es el sistema más rápido y directo. 
    – Tienes razón –admitió Antonín–. Así lo haré. 
    Y a continuación escribió: 
    «Please, tell me why when you send me emails I don't understand them. What language do you write them in?» 
    Y entonces vino la respuesta más inesperada que se podía esperar: 
    «Because I write my emails to you from my laptop, whose keys are so small that I can't actually manage to write properly. Maybe my fingers are too big for it… But now I'm using my PC for chatting». 
    Ahí estaba todo el misterio. 
    Escribía los emilios desde el portátil, que tenía las teclas minúsculas, por eso los dedos no acertaban con las teclas. En cambio, en ese momento estaba chateando desde su ordenador personal. 
    Misterio resuelto. 
    Ludvik le dio unas palmaditas a Antonín en los hombros y se despidió, pero antes de salir, ya desde la puerta, aún le dijo algo, pero Antonín ni lo oyó. 
    Antonín, por su parte, quería saber si realmente aquella foto del perfil de Sarah era de bruja, a lo cual ella le respondió que solo era un disfraz de Jalouín. 
    Sin embargo, Antonín no estaba muy convencido de la respuesta, pero encontraba adorable la verruga de la barbilla. 
    En aquel chat empezó una bonita relación entre aquellas dos personas. 
    A consecuencia de ello, Antonín suspendió durante un tiempo la creación de su lengua artificial. 
    Sarah se compró un portátil más grande con el teclado en condiciones, pero aún así no fue suficiente, porque ella seguía escribiendo a todo gas y sus mensajes seguían siendo incomprensibles. 


© Xavier Frías Conde

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