viernes, 1 de abril de 2011

VIVIR COMO UN CERDO


   ¿Cómo definir a Jorge? Simplemente, como un niño-cerdo, alguien inmensamente sucio. Su madre andaba siempre detrás de él para que se lavara, para que se cambiara de ropa, para que se quitara el olor a roña… Sin embargo, a Jorge le gustaba demasiado la porquería.
   Jorge vivía en una granja donde había muchos animales, entre los cuales, lógicamente, cerdos. El niño adoraba a los cerdos: ellos siempre estaban cubiertos de guarrería, tirados en el fango. Quién fuera un cerdito, suspiraba Jorge.
   Un día, cuando Jorge se levantó, se encontró que en la cocina la madre hablaba con alguien y no era precisamente él. No podía ser el padre porque estaba fuera de viaje, ni el hermano mayor. Entonces, ¿quién sería aquel individuo?
   La madre era muy amable con él:
   – Bueno, ¿quieres más tostadas? ¿Y chocolate? 
   Jorge alucinaba, pero fue a más cuando su madre dijo:
   – Oye, Jorgito, ¿quieres que hoy vayamos de compras al pueblo? Estoy muy contenta con tu cambio. Si quieres, te compro un balón de fútbol.
   Entonces, el extraño, que seguía de espaldas a Jorge, sentado en la silla, en vez de hablar, gruñó:
   – Gronf, gronf...
   Jorge estaba aún más sorprendido. Se acercó hasta la silla donde estaba el extraño y comprobó con horror que era un cerdito. Pero, no solo eso, el cerdito iba vestido, llevaba hasta corbata y gafas, Además, pudo comprobar que el cerdito iba más limpio que él, porque hasta para tomar el chocolate en la taza hacía menos ruido, aunque no usara las manos.
   De repente la madre se giró y vio al verdadero Jorge:
   – ¿Pero qué es esto? –gritó ella– ¡Uno de los cerdos se ha escapado y se ha venido a la cocina!
   Entonces cogió la escoba y le dio con ella un escobazo en el culo a Jorge hasta obligarlo a salir de casa y entrar en la pocilga. Los cerdos acogieron a su nuevo compañero con alegres "gronf" que probablemente significaban "bienvenido", pero eso es algo que no se puede comprobar porque entonces no había intérprete de español-porcino.
   Jorge se quedó allí, sentado en medio de la porquería, contemplando cómo su madre se iba al pueblo con el cerdito, al que llamaba siempre Jorge.
   Cuando volvió la madre con el cerdito, dos horas después, el cerdito saltaba todo contento, hasta jugaba con un balón de fútbol. Jorge sintió envidia. Observaba toda la escena desde la pocilga, sin que aparentemente lo escuchase su madre, que parecía no oír sus llamadas.
   Mientras tanto, una cerdita joven pareció estar interesada en el chaval. Se acercó a él muy tierna, poniendo ojitos lindos, gruñendo con cariño, estirando el hociquito para transmitirle su interés. Jorge estaba todo espantado, corría por toda la pocilga huyendo de ella, pero la cerdita no se rendía e iba tras él.
   Finalmente, la madre vino a traer la comida a los cerdos. Eran los restos de la fabada del mediodia. El niño ya no lo soportó más. Después de un rato, consiguió escaparse de la pocilga y entró en casa. La madre no estaba a la vista. Sin embargo, el cerdito estaba viendo la televisión solo, tranquilo, gruñendo suavemente.
   Durante varios días, Jorge veía desde la ventana cómo el cerdito vivía como un rey, con todas las atenciones de la madre. Sintió mucha pena, porque, aunque le gustase llevar una vida de cerdo, prefería estar con su madre.
   Qué tristeza tan grande. Así transcurrió una semana en la que Jorge vivió siempre como un cerdo, en realidad según el estilo de vida que siempre había querido.
   Sin embargo, aquello no podía continuar así. Decidió que iba a recuperar su lugar natural, como humano. Entró en casa de puntillas. Antes de nada se fue a duchar. Se lavó como nunca se había lavado en su vida. Se quitó roña que tenía su misma edad, es decir, doce años. Hasta llegó a pensar que era una pena deshacerse de porquería tan antigua, que probablemente interesaría a los arqueólogos, pero la situación era muy grave. El agua que salió por el desagüe llegó a ser casi radioactiva a causa de la porquería acumulada, pero lo importante era lavarse, lavarse, lavarse.
   Una hora después, Jorge salió de la ducha. Se había echado incluso colonia. Después se fue al salón, agarró al cerdito, le quitó la ropa, incluyendo la corbata y las gafas –él de hecho nunca había usado gafas, pero ahora iba a ponérselas. A continuación, cogió al cerdito, se lo llevó a la pocilga y lo dejó allí. La cerdita joven, al ver a aquel cerdito allí, empezó a estirar el hociquillo y gruñirle suavemente. Era una cerdita muy enamoradiza. Jorge, por su lado, volvió a casa, se sentó en el sofá y se quedó mirando la televisión.
   Un rato después, entró la madre que se lo quedó mirando. Lo observó atentamente de la cabeza para los pies, como si no lo reconociera. Jorge le acabó diciendo:
   – Mamá, que soy yo, Jorge. ¿Es que no me reconoces?
   La madre dudó un instante y después dijo:
   – Es que por un momento pensé que eras un cerdito nuevo que me trajeron ayer. Porque sois iguales. Hasta sin esas gafas, diría que el cerdito es tu personalidad secreta, como si fueras Supermán… De hecho, nunca te he visto tan limpito, lo mismo… –pero ya no dijo más.


* * *


   Sin embargo, si os creéis que Jorge ha cambiado para siempre, os equivocáis. A Jorge le gustaba demasiado ir hecho un cerdo, oler como un cerdo, tirarase por el fango como un cerdo. Por eso, algunos fines de semana, sacaba al cerdito de la pocilga, le ponía las gafas, lo vestía y hasta le colocaba la corbata y lo dejaba en casa, para así él poderse pasar el fin de semana viviendo como un auténtico cerdo. Por suerte, la cerdita enamoradiza ya ha encontrado el amor de su vida, un gran cerdo que es bastante poco fino, pero al que le da mucha envidia la capacidad de Jorge de rebozarse en el fango.


© Xavier Frías Conde

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