jueves, 23 de junio de 2011

EL HADA DE MERMELADA



Teresa era una bruja mala, malísima. Era tan mala que había menguado y menguado hasta hacerse diminuta. Y es que, por su maldad, Teresa se había reducido al tamaño de un puño. De todos modos, resultaba invisible al ojo humano.
Teresa había llegado a convertirse en casi un demonio. Tenía la piel de color ceniza y llevaba siempre una ropa negra que olía a azufre. Volaba montada en un plumero a mucha velocidad, buscando el lugar exacto donde hacer alguna jugarreta.
Le gustaba, por ejemplo, pasar por debajo de los cascos de los motoristas, estirándose todo lo que podía, y colárseles por entre las orejas, como si fuera un abejorro. Luego, el motorista apretaba el acelerador de la moto y arrancaba a toda velocidad haciendo un ruido espantoso y organizando un caos gigantesco en el tráfico, porque pasaba tirando por encima de coches, autobuses, peatones y hasta elefantes, si es que hubiera alguno cruzando la calle.
También le gustaba pasear por entre las operadoras telefónicas, haciéndoles cosquillas debajo de la nariz, hasta que se ponían a chillar en algo que parecía japonés y dejaban a los usuarios de los servicios telefónicos perplejos por creer que su llamada había salido desviada a la China.
Incluso, en una ocasión, Teresa movilizó una escuadra de tanques. Gracias a un hechizo, había convencido un coronel de que los tanques tenían que atacar una colonia de moscas. El resultado fue terrible, porque naturalmente los tanques no mataron mosca alguna, pero, en cambio, hicieron un montón de agujeros en un campo de golf. Sin embargo, aquello tuvo su parte buena, porque después el campo de golf valió como reserva natural de murciélagos.
Así las cosas, Teresa preparaba una jugarreta tras de otra, y cada día era más y más mala, más y más gris, más y más pequeña... Hasta aquel día. Sí. Porque aquel día, mientras buscaba una jugarreta para hacer, descubrió aquel olor tan extraño.
Nunca había olido nada igual.
Era dulce, suave y la boca se le hacía agua. Aunque Teresa era muy, muy perversa, no podía dejar de ser curiosa e, incluso, quién sabe, hasta era golosa. Lo cierto es que el olor venía de un ventanuco de una casa pequeña de un barrio alejado de la ciudad gigantesca. Nadie podría encontrar aquella ventana excepto por el olfato. Y Teresa lo encontró. Sin pensárselo dos veces, voló hasta aquel ventanuco del que procedía aquel olor maravilloso. La bruja pensó que debía tratarse de alguna poción fantástica que ella desconocía. Pensó también que, si se hacía con ella, podría hacer jugarretas aún peores.
Dicho y hecho, alcanzó la ventana y penetró en el cuarto. Era una pieza humilde donde había una caldera sobre el fuego puesta a hervir. Dentro bullía un líquido espeso, de color rojizo. Teresa pensó que aquello debía ser, al menos, sangre de dragón, que, todo hay que decirlo, ella nunca había visto en su vida.
Teresa asomó los morros dentro de la caldera. Hacía mucho calor allí dentro. Y la bruja, como era muy curiosa, resbaló desde el plumero y se cayó dentro de la pota.
¡¡Choff!!
Teresa lo pasó muy mal. Tenía la sensación de que se iba a ahogar. Tragó y tragó muchísimo líquido rojo... pero resultó que estaba dulcísimo. ¡¡Era delicioso!!
Cuando al final consiguió salir de la caldera, Teresa alcanzó la ventana. Y se vio reflejada en el vidrio. Para su sorpresa ya no era oscura, era... de un color rojizo que casi sabía a dulce, ligeramente oscura, pero con aire apetitoso. Teresa parecía un caramelo con brazos, piernas y cabeza. Y si se montaba en su plumero, ¡¡ya sí que parecía un caramelo con palo!!
De todos modos, Teresa había se llevado un bueno susto. No había pensado que podría caerse en aquella caldera y que aquella sangre de dragón le resbalaría por todo el cuerpo. La cuestión era que tenía muchas jugarretas pendientes de hacer y no pensó en quitarse la capa de sangre de dragón que llevaba encima. E iba tan ocupada que, según se escapaba, ni se dio cuenta de que la ventana de la casa donde había entrado pertenecía a una humilde pastelería de un barrio perdido, donde una anciana hacía siempre sus dulces.
Luego, Teresa, toda roja, se montó en su plumero, también rojo, y recorrió los cielos de la ciudad al atardecer. Seguía siendo tan invisible como siempre, pero había una diferencia entre el rastro que dejaba antes de caerse en la caldera y el que dejó a continuación.
La bruja se paseó por entre una multitud de gente que, con caras serias y largas volvía para casa después del trabajo. De repente, a todos se les cambió la expresión de la cara. Algunos pensaron en cruasanes rellenos. Otros en tostadas con mermelada. Incluso alguno se acordó de cuando era crío y tomaba mermelada de fresa para la merienda. Claro, a todos los que se cruzaban en el camino de Teresa se les cambiaba completamente la expresión de la cara.
Después la bruja se metió en el metro. También aquello estaba lleno de gente. La bruja fue a realizar una de sus trastadas favoritas: correr por el vidrio de la cabina del conductor simulando ser un fantasma y así espantar al conductor y obligarlo a saltarse una estación causando la indignación de todos los viajeros. Y allá fue cruzando los vagones y, según iba hacia adelante, los viajeros comenzaron a sonreír y a pensar en bollos con mermelada e ir de merienda con sus familias aquel fin de semana. A todos les surgían pensamientos muy bonitos que les llegaban a través del olor que desprendía Teresa.
La bruja se dio cuenta de lo que pasaba y ni siquiera llegó a la cabina. ¿Qué era aquello? ¡Todos sonreían, todos tenían cara alegres! La bruja estaba enfadadísima porque todo había empezado a salirle justo al contrario de como ella pretendía.
Volvió a la superficie, a la calle, y sentó al pie de una farola. Seguía invisible al ojo humano, pero no pudo evitar que un perro abandonado se pusiera a su lado y empezara, de repente, a lamerla.
El perro movía el rabo todo contento. Debía llevar todo el día sin comer y los lengüetazos a la bruja le sabían a gloria. Teresa ya estaba al borde de la desesperación porque su mera presencia provocaba sonrisas y caras de alucinación. Y precisamente eso era lo contrario de lo que a diario debía hacer cualquier bruja malvada. De hecho, ella tenía fama de ser una de las brujas más ruines del país... ¡¡si sus compañeras supiesen lo que le estaba pasando!!
Después de que el perro se marchase todo satisfecho, la bruja se miró las manos. Estaban rojas. De hecho, aquella sangre de dragón había empapado todo su cuerpo y sus ropas y no salía de ninguna forma. Entonces pensó que aquello no era casual, era una pócima hecha por alguna poderosa hechicera.
Teresa decidió volver al ventanuco de la casa del barrio lejano. Luego, delante de la caldera, se encontró a una anciana que removía el líquido delante de la caldera donde seguía hirviendo la sangre de dragón. La bruja se colocó delante de ella y le habló así:
– Ah, mujer, ¿qué poderosa pócima es esa que me hace provocar sonrisas en la gente?
La mujer, que era ciega, le respondió:
– No es ninguna pócima. Es solo mermelada de fresa y cereza que uso como relleno de mis pasteles...
Y la mujer siguió con su tarea.
Entonces, Teresa se quedó más sorprendida de lo que ya estaba. Y antes de que se diera cuenta, empezó a sentir un dolor punzante en la espalda. De repente, le surgieron dos pequeñas alas, como de libélula. Teresa dejó caer el plumero y notó que podía flotar en el aire.
La anciana, que seguía removiendo en la caldera, olió el aire y dijo:
–Hmm, ya veo que eres un hada... y hueles a mermelada. Quizás tú seas el hada de mermelada...
Y así fue desde aquel momento.

© Frantz Ferentz, 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario