domingo, 31 de julio de 2011

POR QUÉ PAPÁ NUNCA COME FRUTA

    — Yo nunca como frutas porque tuve una experiencia impactante hace varios años –dijo el padre para justificar que nunca probaba la fruta.
    Alan, el hijo de nueve años, se le quedó mirando. Estaba sentado a la mesa junto con la madre, que tan solo miraba.
    — ¿Y qué historia es esa? —preguntó Alan.
    El padre se limpió con la servilleta y empezó a contar.
    — Cuando yo tenía tu edad, más o menos, me invitaron a una fiesta en casa de un amigo. Era su cumpleaños, creo. Bueno, la cuestión es que yo me esperaba que allí hubiera tartas y pasteles y todo eso.
    » Nos llevaron a todos a un comedor y nos dijeron que esperáramos, porque la merienda no estaba preparada.
    » Los demás chicos se aburrían, porque todos esperábamos que la fiesta estuviese preparada cuando llegásemos, pero no, no lo estaba. 
    »Yo estaba harto de esperar, así que me colé por una puerta abierta y entré en una sala. Y allí, en aquella sala, había piezas de fruta de un tamaño enorme, como una persona, unas frutas que no había visto en mi vida. Como estaba muerto de hambre, me puse a comer fruta. Me gustaba, estaba deliciosa.
    » De repente entró la madre de mi amigo y me descubrió allí, poniéndome morado de fruta. Soltó un grito que todavía me resuena en la cabeza. Después vino gente, mucha gente, y todos también se pusieron a gritar.
    » Yo no entendía nada. Pero mi amigo, el del cumpleaños, se me acercó. Estaba todo pálido. Con voz temblorosa me preguntó:
    » — ¿Te has comido toda esa fruta?
    » — Sí… ¿pasa algo? —quise yo saber.
    » — Pues sí —me explicó él—, que esa fruta son parientes de mi madre que estaban aquí de visita…
   » No me lo podía creer, pero era así. La madre de mi amigo tenía una familia que eran frutas. Nunca he vuelto a ver una cosa igual, pero desde entonces, por la sorpresa, no he vuelto a comer fruta… 
    Alan se quedó mirando a su padre sorprendido. La madre movía la cabeza de derecha a izquierda sin decir una palabra. Solo pensaba en las disculpas increíbles que se inventaba su marido para no comer fruta. Quizás para la próxima le contaría a su hijo que no comía setas porque una vez se había convertido en gnomo y tuvo que sobrevivir una temporada debajo de una.
    En fin.
    Sea como fuere, Alan se quedó muy preocupado por su padre. Él sabía que la fruta era muy buena, así que tendría que conseguir que superara aquel trauma.
    Alan era muy mañoso en la cocina. A pesar de su corta edad, se le daba muy bien trastear y preparar platos. Se le ocurrió que todo lo que tenía que hacer era darle fruta a su padre sin que este notase que era fruta. La verdad es que el crío no se creyó ni una palabra de la historia de su padre. Era pequeño, pero no tonto.
    Por eso, aquella misma noche se puso a preparar por su cuenta un plato a base de frutas que llevaba plátano, melocotón y canela. Luego preparó una especie de pasta hojaldrada, trituró todo, lo compactó, lo metió en el horno eléctrico y cocinó un pastel cuyo olor invadió toda la casa.
    Precisamente aquel olor hizo despertar a sus padres. Cuando aparecieron en la cocina, el padre quiso probar aquel pastel.
    — ¿Lo has hecho tú, Alan? —preguntó la madre.
    — Sí, es receta especial. Ingredientes secretos.
    Se lo comió casi todo el padre, que se puso las botas.
    De dos bocados.
    Y cuando aún se estaba relamiendo, su hijo le dijo:
    — Papá, creo que te he ayudado a superar tu trauma con la fruta. El pastel que te acabas de comer estaba hecho con tres frutas, pero tú ni lo has notado.
    El padre se puso colorado. Lo habían pillado.
    — Bueno, no te creas —intervino la madre—. Yo llevo años haciéndole comer fruta enmascarada entre muchos platos que le doy, lo que pasa es que tu padre ni lo nota.
    El padre se vio atrapado. Solo le quedaba una salida.
    En ese momento se quitó la bata, se quitó la blusa del pijama y empezó a quitarse la piel ante la mirada de asombro de su mujer y su hijo.
    Ambos pudieron comprobar que la piel del padre era como la de un plátano, de la que se podía tirar para abajo. Debajo de ella quedaba a la vista una carne que realmente parecía también de plátano, amarillita.
    — ¿Qué me decís? 
    Ni la madre ni el hijo dijeron nada.
    El padre volvió a subirse la piel y cubrió su carne platanera. Luego añadió:
    — Cuando yo os digo que no quiero comer fruta es por algo, así que respetadlo, ¿vale?
    Y sin más, se dio media vuelta y salió de la cocina desprendiendo un extraño olor a melocotones.


© Frantz Ferentz, 2011

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