domingo, 28 de agosto de 2011

LA BRUJA CEGATA




Ataulfo José se encontró por casualidad los anteojos de la abuela encima de la mesa.
Eran redonditos y los vidrios parecían bancos de niebla.
No pudo evitar la tentación de ponérselos...
Qué horror, no se veía nada.
O sí parecía que volaba por entre patas de dragón por una autopista para ellos.
Tremendo.



     Ataulfo José se dio cuenta de lo que pasaba realmente.
Los anteojos de la abuela estaban sucios, muy sucios.
Lo cierto es que no los habían limpiado desde hacía siglos.
¿Cómo iba a poder ver algo así la abuela?
Así, un geranio podría parecer un monstruo de cinco cabezas…
Pobrecilla...

     Ataulfo José se fue a buscar algún líquido al baño.
Allí encontró uno que usaba el padre para limpiar la memoria.
Tal vez aquel sirviera.
Empezó a pulir los anteojos con aquel líquido limpia-memoria.
¡Genial!
Un rato después, los anteojos ya estaban limpios del todo.

 
Cuando la abuela se levantó, fue enseguida a por sus anteojos.
Pero la verdad es que ella ni se dio cuenta de que su nieto se los había limpiado.
La abuela se retiró los pelos del rostro.
Tenía tal mata de pelos que podían cubrir un par de osos en invierno si por casualidad se quedaban sin pelliza.
Se ató los pelos con una cuerda por detrás.
Cuando su rostro se quedó a la vista, se puso los anteojos.
Bárbaro.
Sin embargo, la abuela ni notó la diferencia.
Era tan distraída.


     La abuela se puso también el mandil de hacer pociones mágicas.
Entró en la cocina y buscó entre los ingredientes.
Normal, todo normal.
El día anterior había hecho una poción para hacer crecer verrugas.
     Las verrugas, cuando ya maduraban, se caían y podían usarse como guisantes para echar en el arroz.
Hoy tocaba hacer una poción que transformase un gorrión en un rinoceronte… por lo menos.




    Y así lo hizo.
Echó mano de un bote por aquí, de otro por allá…
Metió escamas de lagartija momificada.
Añadió uñas de culebra enamorada.
Y removió todo con lágrimas de hipotenusa.
¡Qué buen color estaba tomando aquello!


Entonces entró la hija en la cocina.
La hija, como su madre –ya os habéis dado cuenta, ¿no?– también era bruja.
– Mamá, ya está hecha la poción?
– Ya está. Llévatela  a la reunión de brujas luego me cuentas lo que pasa.
La hija, que era la madre de Ataulfo José y se llamaba Eva, cogió la poción en un frasquito, se montó en la escoba y salió por la ventana volando.


       
    En la reunión de brujas todos estaban ya esperando la nueva poción.
Había allí un voluntario que quería probar aquel brebaje…
Solo de pensarlo a uno se le pone piel de gallina…
Las brujas malvadas y los brujos malvados se la dieron a probar al voluntario, un jugador de rugbi retaco que quería crecer muchísimo.
Necesitaba hacerse tres veces más grande de lo que ya era.





     El jugador de rugbi se la bebió.
Le entró hipo.
Una, dos, tres, cuatro veces…
Luego hizo «shoooooooooooof»
Surgió una nube donde estaba.
Después nada.
O mejor dicho, sí, algo.
En su sitio no había un jugador de rugbi pequeñajo.
En su sitio había una rana vestida de jugador de rugbi.



     Eva se quedó de piedra.
También el resto de los brujos y brujas de la reunión
¿Cómo era posible?
Agarró la escoba, se montó en ella y salió a toda velocidad por la ventana.
Por suerte, por los aires no había guardas dispuestos a poner multas de tráfico aéreo.
Tenía que averiguar lo que había pasado con la poción de su madre.



Cuando Eva llega a casa, se encuentra otro desastre.

Su hijo está transformado en lechuga.
– Mamá –explica el niño–, yo solo le pedí a la abuela que me diese algo para desayunar y no sé lo que me ha preparado…
– Le he dado caspa de profesor de astrología con bostezos de alumno perezoso, como siempre –explicó la abuela…
La abuela nunca en la vida había fallado con sus pociones.
Pero ese día,  algo sí había fallado.
¿Pero el qué?


     Entonces, Eva se quedó mirando a los ojos de su madre.
Se veían muy grandes, y se veían perfectamente.
Normalmente, tras los anteojos, los ojos de la abuela no se veían nada.
Había un mar de nubes tras ellos.
Sin embargo, aquel día no era así.
Y de repente lo comprendió todo:
– Ataulfo José –preguntó a su hijo lechuga–, ¿has hecho tú algo con los anteojos de la abuela?
Y Ataulfo José explicó lo que había hecho con ellos con la mejor de las intenciones…



– Ya entiendo –dijo Eva–, lo que pasa es que la abuela hace las cosas bien cuando no ve bien.
Aquello sonaba la mar de raro.
Pero era así.
Eva cogió su escoba, le quitó los anteojos a su madre y los ensució hasta dejarlos hechos un asco.
La abuela se puso los anteojos otra vez.
– Anda, pues es verdad, ahora sí que veo bien –exclamó la abuela, aunque en realidad, la abuela había dejado de ver bien.
E desde entonces, volvió a preparar sus pociones fantásticas, porque nunca acertaba con los verdaderos ingredientes.
Y es que para ella, era una suerte ser tan cegata.

© Frantz Ferentz, 2011

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