miércoles, 14 de septiembre de 2011

EL MISTERIO DE LOS CUERNOS DEL TORO DESCORNADO




El viejo Argimiro contemplaba a su viejo toro con pena. Habían sido compañeros desde hacía muchos años, pero ya por entonces él era un viejo con boina y algo encorvado, mientras que el toro, fuerte y fiero en su juventud, no era sino una caricatura de lo que había sido, pues hasta había perdido los cuernos. Las moscas lo atacaban sin piedad, pero lo peor no era eso, lo peor era que los mozos de la aldea, sabedores de lo que había sido el toro y de lo que era entonces, se burlaban de él con muy mala idea.
Su amo, Argimiro, movía la cabeza a derecha e izquierda cada vez que alguno de los jóvenes de la aldea pasaba por delante del vallado y hacía burla al toro, que simplemente se quedaba mirando al humano cobarde que años atrás no se habría atrevido ni acercarse a inscluso desde detrás del vallado.
Sí, le daba mucha pena a Argimiro su viejo toro.
Muchos en la aldea le habían dicho que lo mejor era ya sacrificar al animal, que era demasiado viejo, que solo ocupaba espacio en las cuadras y que no valía la pena malgastar un euro más en hierba. Sin embargo, el viejo Argimiro era un hombre de palabra, un ganadero que era siempre fiel a sus animales y quería que el toro se marchara cuando le hubiera llegado la hora.
Con todo, reconocía que daba mucha pena verlo allí, de pie, solo agitando la cola, porque el resto del animal ya ni respondía, blanco de las bromas.
Y entonces llegó el carnaval. En la aldea todos se prepararon para celebrar la fiesta por todo el alto, como merecía. Argimiro se mantenía ajeno la aquellas fiestas, era cosa de jóvenes, a él ya no le iba tanto jaleo, prefería irse temprano a la cama.
Sin embargo, en la primera noche, justo después del atardecer, cuando Argimiro ya dormía, varios mozos borrachos pasaron al lado de la casa del anciano. Lógicamente iban disfrazados y olían a alcohol a kilómetros, hasta el punto de que habría sido peligroso encender una cerilla a su lado.
Uno de ellos, vestido de vikingo, sintió una imperiosa necesidad de orinar. Se buscó una rincón oscuro donde nadie lo viera. Sin enterarse —dificilmente podía saber dónde iba—, entró en la cuadra de Argimiro y allí dejó el casco por algún sitio, porque con tanto peso en la cabeza no se podía concentrar en la micción. Después, entre que la memoria le fallaba y que no se veía nada, el mozo salió de allí sin el casco.



✂    ✂    ✂


A la mañana siguiente, cuando Argimiro abrió la puerta del establo para dejar suelto a su toro, descubrió que su querido compañero había recuperado los cuernos. Parecía un milagro, pero la vista del animal, ya con aquellos cuernos, le devolvía una dignidad perdida había muchos años. Hasta las moscas se le acercaban con mucho más respeto.
Entre la gente de la aldea enseguida corrió la voz de que al toro de Argimiro le habían vuelto a crecer los cuernos, ¿cómo era posible? Lo cierto es aquel casco vikingo que un joven bebido había dejado por descuido en la cabeza del toro en una noche de borrachera causó un efecto inesperado. Fuera como fuera, el casco encajó perfectamente en la cabeza del toro y habría hecho falta acercarse muchísmo para comprobar que era un casco y que no se trataba de unos cuernos naturales.
El mozo, por su parte, solo tenía recuerdos vidriosos de aquella noche de carnaval, por eso, no podía recordar haber dejado un casco vikingo en cabeza de un viejo toro.
Para Argimiro aquel fue un gran regalo. Los mozos de la aldea dejaron de hacer bromas y burlas al toro por si acaso. En cualquiera caso, nadie se iba a acercar lo suficiente al toro como para comprobar si aquellos cuernos eran verdaderos o postizos, por si acaso...


© Frantz Ferentz, 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario