Imaginaos que una perdiz va caminando por el monte con sus perdigones, protegida por las hierbas altas del verano, ya amarillas
Imaginaos que caminan deprisa, que a veces la mamá perdiz evita algún paso porque sospecha que pueda haber cualquier fiera al acecho.
Imaginaos que, después de muchas horas, la perdiz y sus perdigones llegan hasta una estructura que forma una red, pero que está hecha de metal y no permite el paso.
Imaginaos la frustración de la madre. Ella, quizás, podría pasar volando por encima de esa alambrada, ¿pero qué iba a hacer con los hijos? Ellos aún no saben volar. Imaginaos qué tristeza...
Imaginaos lo que se imagina la madre: aquello es cosa de los hombres. Y tiene razón: lo que se alza allí ante sus ojos es lo que los humanos llaman una frontera.
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La madre perdiz había pasado por allí, en la dirección contraria, solo tres días antes, también con sus perdigones. Luego, allí no había aquella alambrada, había culebras, raposas y lagartos que acechaban para capturar a cualquier hijo de la perdiz, pero eso era lo normal allí, eran habitantes del monte, como ella.
Pero alambradas... Eso era nuevo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos pasos velocísimos. La madre perdiz estiró el cuello en la dirección de la que procedían. Se trataba de una liebre que huía a toda la velocidad que le permitían sus patas.
La perdiz fue testigo de cómo la liebre se golpeaba contra la alambrada y salía rebotada. Enseguida oyó también los ladridos de los perros de caza que iban tras ella. Temió por sus hijos. Los llamó y los obligó a correr a toda la velocidad que les permitían sus cortas patitas en la dirección contraria, pero siempre paralelos a la alambrada.
Los perros pasaron cerca, pero estaban concentrados en la persecución de la liebre. Más tarde, las voces de los humanos también se dejaron sentir.
Aquellos tipos no respetaban ni siquiera la época de veda de la caza.
Humanos que no respetaban leyes humanas. Qué poco originales.
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Si creéis que la alambrada que casi de un día para otro fue alzada allí en medio del monte fastidió no solo a la perdiz con su familia, sino también al resto de animales que por allí pululaban, no os equivocáis, pues, la verdad, docenas y docenas de animales se toparon con aquella barrera que les impedía el paso.
Ocurrió que una raposa que, ya por la noche, iba siguiendo el rastro de algún conejo, se dio de morros con la alambrada. Se quedó un rato viendo las estrellas, porque se había llevado un buen golpe. No recordaba haber visto aquella alambrada allí.
Aulló. A pocos metros otra raposa le respondió. Pero la otra raposa estaba al otro lado de la red.
Cuando los hocicos de las dos raposas ya estuvieron oliéndose, la segunda raposa se mostró tan sorprendida como la primera por aquel obstáculo inesperado.
Ambos animales se quedaron un buen rato oliéndose, sin entender qué pintaba allí aquella alambrada que los mantenía separados.
La primera raposa, enfurecida, huyó de allí a toda la velocidad que le permitían sus pies.
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No obstante, no solo los humanos se quedaron sorprendidos ante aquella red. Un par de cazadores llegaron hasta la barrera mientras iban tras la pista de cualquiera bicho que caminara, reptara o volara para disparar contra él. Iban acompañados, claro, de dos perros que tras toda una vida al lado de aquellos cazadores pensaban de alguna manera como ellos, siéndoles totalmente fieles.
Al llegar a la red, el primer cazador agarró la red y empezó a agitarla con todas sus fuerzas, mientras soltaba improperios.
— ¿Tú has visto? —le dijo a su colega—. En aquella parte del monte están las mejores piezas.
El otro solo asentía encogiendo los hombros.
De repente, un disparo surgido de un rifle a mucha distancia caía en el suelo a pocos centímetros de los pies del segundo cazador.
Era un aviso de un vigilante de la frontera.
Los cazadores, soltando insultos ambos, escaparon de allí a toda prisa, seguidos por sus perros que ladraban para expresar su nerviosismo.
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Pocas horas después, y también por la misma zona, uno viejo iba cargado con un cesto de mimbre. Solo intentaba recoger setas siguiendo un antiguo camino que conocía desde su infancia. Y fue así que se dio de morros también él con la alambrada.
El anciano se golpeó con ella, sin entender qué hacía allí aquella estructura metálica que le impedía pasar para aquella parte del monte donde siempre se había movido en libertad. Justo en ese momento, un soldado hacía guardia al otro lado de la frontera. No consideró al viejo una amenaza, pero no bajó la guardia por si acaso, por eso mantuvo el arma preparada.
— ¿Por que han puesto esta alamabrada aquí? –preguntó el viejo en su dialecto, que era perfectamente comprensible para el soldado, natural también de la zona.
— Porque mi gobierno quiere que ustedes no entren en nuestro país sin permiso.
— Pero si nosotros siempre entramos, nunca hubo aquí un vallado. Si hasta tú podrías ser uno de mis sobrinos–nietos.
El soldado se encogió de hombros. Él solo sabía una respuesta, no se dedicaba a dar explicaciones, solo a guardar la frontera.
El soldado siguió su ronda, mirando aún hacia el viejo de reojo, que seguía allí de pie haciéndose tantas y tantas preguntas.
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Los animales del monte no fueron los únicos incapaces de habituarse a la alambrada que les impedía el paso hacia el otro lado.
Por supuesto no podían entender que los humanos se querían poner barreras que les complicaran o impidieran el paso, cosas tan absurdas ellos no hacían.
Solo las aves y los topos podían pasar de un lado al otro.
Sin embargo, alguien pensó que tal vez aquella situación podía tener su lado bueno, porque una parte de los conflictos entre animales y humanos podían ser resueltos (bueno, de hecho los animales no tenían conflictos con los humanos, eran los humanos los que se buscaban conflictos con los animales cuando los iban a cazar).
Y aquella noche de luna llena, al lado de la alambrada, ocurrió algo que muy pocas veces tiene lugar en la naturaleza, algo de lo que nunca ningún humano ha sido testigo: una asamblea de animales.
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Las asambleas de animales suceden muy pocas veces y, generalmente, son convocadas ante una amenaza humana. En aquella ocasión, había sido una lechuza la que había convocado la asamblea, un animal respetado por todos y tenido por sabio.
Ante una masa de animales de todo tipo, con pelo, con plumas, con picos, con hocicos, con dientes, sin ellos, con garras, con uñas, carnívoros, herbívoros, que dejaron de lado sus diferencias ante la amenaza común, la lechuza dijo:
— Los humanos, como siempre, están poniendo barreras entre ellos. Por eso, como los de aquel lado de la barrera no quieren que los de este ocupen aquel espacio de ellos, he pensado que podemos aprovechar esta situación para, por lo menos, liberarnos de los cazadores de este lado de la red que nos hacen tan difícil la vida.
— ¿Y que propones? —preguntó una liebre a la que le faltaba un trozo de oreja debido a una persecución de perros de caza.
— Propongo abrir un agujero en el alambre y hacer que los humanos cazadores de este lado pasen hacia el otro…
Y siguió explicando su plan, que fue escuchado con mucha atención por la asamblea de animales.
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De ese modo, todos los animales se pusieron de acuerdo en un plan que permitiría deshacerse de los cazadores.
En la primera fase, las dos liebres más rápidas fueron enviadas hasta los mismos cazadores con el fin de atraerlos hasta los alambres. Mientras tanto, varios topos se pondrían a excavar un agujero inmenso, gigante, por debajo de la alambrada que permitiría el paso de los humanos por debajo de ella, solo arrastrándose como reptiles.
Por si acaso aquello no bastase, también todos los roedores se concentrarían en hacer un agujero en el alambre a fuerza de roerlo.
En la segunda fase, varias raposas deberían causar un estruendo terrible que atrajera la atención de los guardias de la frontera y los condujera hasta donde estaban los cazadores.
Y si todo salía bien, los guardias de la frontera detendrían a los cazadores, porque, conociendo la lógica humana, la invasión del territorio ajeno se iba a pagar con el encierro.
Así, tal vez los cazadores entenderían lo que es estar en una jaula, como hacían ellos con algunas aves y mamíferos, que los dejaban allí encerrados hasta morir, normalmente de tristeza.
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Los animales, sabedores de los momentos en que los cazadores solían salir todos juntos de caza, pusieron su operación en marcha.
Era noche de luna llena, cuando el campo se quedÓ totalmente iluminado. Fue entonces cuando las dos liebres se dejaron sentir cerca de la aldea humana. Los perros ladraron, los humanos cogieron las espingardas y comenzó la carrera por el monte en dirección al agujero en la alambrada.
Los ladridos de los perros indicaban la posición de toda la tropa de cazadores, armados hasta los dientes. Y tal como había previsto la lechuza en la asamblea, los cazadores atravesaron la red de alambres y pasaron al otro lado.
Las raposas recibieron la señal de los búhos de que ya debían llamar la atención de los guardias de la frontera. Les bastó con volcar unos cubos fuera la cabaña donde estos estaban y hacerlos salir.
No hizo falta nada más, porque ya los cazadores disparaban como locos. Los guardias se apresuraron en ir a detenerlos y acusarlos de invasión armada de su país.
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Sin embargo, aquello no iba a acabar ahí.
Las autoridades del país de los cazadores pidieron ya su liberación, pero fue en vano, porque los cazadores fueron acusados de invasores.
Aquello provocó una guerra entre humanos. Soldados de los dos países comenzaron a dispararse, la alambrada se cayó en muchos puntos, pero la vida de los animales fue aún peor, porque no había manera de poder vivir entre disparos. Ni las aves estaban a salvo.
En medio de una pausa durante la noche, se volvió a celebrar una asamblea de animales. Si ya una asamblea era algo excepcional, una segunda, después de tan poco tiempo, era algo de lo que no se tenía constancia.
Con mucho miedo y rodeados de olor a pólvora, los animales volvieron a reunirse convocados nuevamente por la lechuza.
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Normalmente los animales no interfieren en las brutalidades de los humanos, pero sí en aquella ocasión. La propuesta de la lechuza fue inutilizar las armas de todos los soldados, para lo cual todos los animales, durante la siguiente noche, tendrían que actuar, cada uno según sus posibilidades. Solo podrían arruinar los fusiles y las pistolas, pero con eso bastaría.
A la noche siguiente, amparados en la oscuridad y sin hacer el menor ruido, todos los animales se distribuyeron por entre los soldados de los dos ejércitos. Participaron todos, absolutamente todos, desde las avispas que picaban en las manos a los soldados para que estos no pudieran disparar hasta los ratones que roían los gatillos de las armas, siguiendo con las aves que cubrieron de caca los depósitos de armas para que estos quedasen inservibles, aunque los cuervos prefirieron simplemente robar todas las armas que pudieron.
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Al día siguiente, no hubo combates. O los soldados no podían disparar, o no tenían con qué hacerlo.
De hecho desertaron todos, los de un lado y los del otro, porque aquella guerra no iba con ellos. Era absurda, de frente a veces tenían a sus primos, con los que tantas veces se habían sido de fiesta.
El monte se quedó vacío. Los animales habían triunfado. Por eso, la alambrada se acabó cayendo.
Los humanos de un lado y del otro volvieron a cruzar aquella frontera como siempre habían hecho, a pie y silbando.
Y así, un año después, la perdiz con sus nuevos perdigones, pudo recorrer la llanura sin interrupciones, huyendo solo de la raposa o de la culebra que acechaban a sus pequeños.
Sin embargo, ¿creéis que acaba aquí esta historia?
Por desgracia, no.
Quedaron los cazadores.
Esos siguen ahí, siempre, al acecho. Tal vez haya habido alguna otra asamblea de animales, pero eso es algo que ya no se cuenta aquí y que posiblemente sea parte de otra historia.
© Frantz Ferentz, 2011
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