El señor Martínez acudió, como siempre, al garaje de debajo de su casa. Como siempre, abrió la puerta del coche y, como siempre, metió la llave de contacto para arrancarlo. Y como siempre, el coche rugió y rugió, pero tardó diez minutos en arrancar, porque en invierno siempre hacía lo mismo, a pesar de dormir a cubierto. Como siempre, el señor Martínez soltó una ristra de juramentos, todos ellos claramente dirigidos al viejo coche, el fiel compañero de fatigas que lo había visto progresar desde que había entrado en la empresa como un simple oficinista recadero hasta entonces, quince años después, en que el señor Martínez se había convertido en gerente de proyectos a terceros, un cargo no muy claro, pero que sonaba la mar de bien.
El señor Martínez repetía aquel ritual todos los días, con insultos claramente dirigidos a su coche, sin acabar de entender que la máquina, como los humanos, se había vuelto vieja y que necesitaba cierto mimo y hasta comprensión. Pero el señor Martínez le gritaba al coche todo lo que no chillaba en la empresa, donde lo tenían por un señor serio y muy educado. De hecho, el señor Martínez solo chillaba en unos pocos sitios, concretamente en dos: en los partidos de fútbol que veía en el estadio y en el garaje de casa cuando iba a arrancar el coche. Aparte de eso, era un hombre ejemplar.
Pero aquella vez iba ocurrir algo extraordinario. Era algo que no sucedía todos los días, ni todas las semanas, ni todos los meses ni siquiera todos los años. Aquella vez, justo después de la última riestra de despropósitos que el señor Martínez le largó a su coche, en la penumbra del garaje, fuera de la vista de cualquier vecino que entonces pudiera aparecer por allí, un ser pequeñito, del tamaño de una libélula, que emitía una claridad muy intensa alrededor de sí, se apareció ante el rostro asombrado del señor Martínez y le dijo:
– Yo soy el hada Nektar y vengo observando tu crueldad para con este coche. Para que entiendas cómo se siente por tu modo de tratarlo, a través de tu móvil podrás escuchar su voz...
Dicho y hecho. El hada dirigió su varita hacia el móvil del señor Martínez, que brilló durante unos segundos en el bolsillo de la chaqueta. El señor Martínez se llevó enseguida allí la mano para cogerlo y se encontró con que el móvil parecía estar en orden, pero el hada, no obstante, ya se había volatilizado.
– Menos mal –pensó él, preocupado sobre todo por su móvil, que era carísimo.
Como no vio al hada, pensó que quizá había sido todo una alunación. Arrancó el coche por fin y corrió hacia el despacho, porque ya era tarde. Pero por el camino, el coche iba muy lento, tal vez a causa del frío. El señor Martínez le largó una ristra de palabrotas bien escogidas para la ocasión cuando le sonó el móvil.
– Tal vez sea el jefe –pensó–, pero aún es temprano...
El señor Martínez conectó el móvil gracias al manos libres y sintió una voz metálica, pero con un toque de anciano que le decía:
– Siempre te fui de lo más fiel... ¿Por qué ahora me tratas así? No ves que no puedo correr, que me duelen los cilindros y el cigüeñal me tira como se tuviera reúma? ¿Acaso no entiendes que mis bujías ya no se encienden alegremente como cuando yo era un coche joven? Recuerda los buenos tiempos que pasamos juntos, cuando te llevaba a recoger a la que ahora es tu esposa, y cómo te conduje fielmente al hospital con tu mujer a punto de parir...
El señor Martínez apagó el móvil. Por nada del mundo iba a llegar tarde al trabajo, no estaba para sentimentalismos. Apretó el acelerador y el motor de su coche rugió en un prolongado lamento.
Probablemente el señor Martínez se habría olvidado toda la magi¬a acontecida aquella mañana porque era un hombre muy centrado en su trabajo, el resto de las cosas, salvo el fútbol los domingos, le importaba bastante poco. Por eso, se sobresaltó cuándo sintió que su móvil sonaba mientras realizaba unas importantes operaciones en el ordenador. En la pantalla decía "identidad oculta". Si se trataba de uno vendedor de esos inoportunos, alguien que le ofrecía un crédito por el que le daban 2000 euros pero al final devolvía 5000, iba a dejarlo sordo del grito que le iba a dar (lo haría en el cuarto de baño, para que los otros empleados no lo escuchasen, pues él tenía una reputación que mantener...).
– ¿Sí?
– Soy yo, tu coche. Te estoy esperando fielmente a la puerta de la empresa, cubierto ya por la nieve, pero feliz de servirte...
El señor Martínez retiró el teléfono de la oreja. Valoró el precio del teléfono. Era muy caro, adquirido con el programa de puntos después de tres años de espera. Pero, por otro lado, pensó en el coche. Muy viejo ya, debía jubilarlo. Sin embargo, aquel teléfono, por culpa de un hada cotilla, estaba ligado al coche. Por tanto, se levantó de la silla, abrió la ventana de su despacho y lanzó el teléfono al río que pasaba por debajo. Después llamó al servicio de retirada de coches abandonados del ayuntamiento para que lo liberaran de una vez de aquel pedazo de chatarra.
Y justo entonces, sucedió algo que nadie se esperaría, salvo el señor Martínez. El hada, toda enfadada, se apareció ante sus narices. Pero antes de que pudiera decir lo que pensaba, el señor Martínez ya la había cazado por las alas, metido en un sobre acolchado y dejado allí encerrada. Después, él mismo la echó al correo, comprobando por última vez que tenía sellos de sobra para llegar a Nueva Zelanda.
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