Delante
de la puerta de los García-Campanero había un felpudo viejo, asqueroso, maloliente,
que como todos los felpudos servía para limpiarse el calzado antes de entrar en
casa.
Nadie
sabía exactamente cuántos años llevaba aquel felpudo allí, ni siquiera de dónde
había salido, pero resistía, resistía, aunque fuese a costa de acumular porquería.
La
señora de la limpieza, doña Leo, no quería saber nada de él cuando limpiaba el pasillo
de fuera.
Solo
lo movía para un lado empujándolo con la escoba y eso era todo.
Qué
asco le daba…
Probablemente
habrían pasado todavía lustros sin novedades en el pasillo, hasta que el
felpudo se hubiera deshecho a cachos de puro viejo.
Pero
no fue así.
Todo
empezó de repente un día, cuando doña Leo iba a mover con la escoba el felpudo,
pero este se movió solo antes de que ella lo tocase.
Se
había movido solo unos centímetros, pero bastó para que doña Leo no llegase a
tocar el felpudo.
La
mujer pensó que, tal vez, se trataba de su imaginación, de manera que volvió a acercar
la escoba al felpudo.
Y
nuevamente el felpudo se movió unos centímetros antes que ella lo tocase.
¿Cómo
era posible?
La
mujer pensó que se trataba de una broma de los dueños de la casa, seguro que
había un hilo de nailon con el que movían el felpudo.
Un
tanto indignada, llamó al timbre de la casa de los García-Campanero, porque no estaba
dispuesta a soportar chanzas de los habitantes de aquella casa, ¡faltaría más!
Abrió
la señora García-Campanero, con cara de haberse levantado de la cama unos
segundos antes, seguramente despertada por el timbre.
–
Buenos días, doña Leo, ¿ha pasado algo?
–
¿Que si ha pasado?
Y
doña Leo empezó a protestar delante de la señora García-Campanero de las bromas
de sus hijos, que se reían de su probo trabajo de limpiadora y bla, bla, bla…
La
señora García-Campanero tardó un rato en reaccionar.
Sus
hijos no estaban en casa, era fin de semana y se habían ido a pasarlo donde los
abuelos, por tanto ellos no podían haber organizado nada por el estilo, aunque
fuesen bien capaces de hacer trastadas como la que decía doña Leo o incluso
peores.
Tal
vez podían haber dejado activado un dispositivo de control remoto que hiciera
moverse el felpudo –¡eran bien capaces de eso!–, pero aparentemente no había
aparato alguno escondido detrás de la puerta de casa.
La
señora García-Campanero quiso comprobar la veracidad del relato, para lo cual doña
Leo puso la escoba al lado del felpudo y este, enseguida, se alejó.
–
Qué extraño... –dijo la señora García-Campanero, que estaba verdaderamente alucinada.
Y
tal como estaba, en bata, se subió al felpudo de un saltito.
Entonces
sí que ocurrió algo aún más extraño.
El
felpudo empezó a moverse por el suelo del pasillo exterior, lentamente, como si
fuera un vehículo.
–
¡¡Pare, señora, pare!! –gritaba doña Leo.
–
¡¡No puedo, no sé conducir esto!!
Qué
desastre…
Por
suerte, el felpudo solo daba vueltas por el pasillo, en círculo, de modo que cuando
la señora García-Campanero estuvo a la altura de doña Leo, saltó a sus brazos, aunque
la velocidad era mínima, pero viajar sobre un felpudo es algo que realmente
asusta y, si no, haced vosotros la prueba.
Cuando
la señora García-Campanero consiguió descender del felpudo, este se detuvo.
Doña
Leo, amenazando con la escoba, consiguió obligarlo a moverse a su lugar de
partida.
Aquello
sí que era un misterio.
–
Esto, en vez de una alfombra mágica, hasta parece un felpudo mágico –afirmó doña
Leo.
–
Pero las alfombras mágicas vuelan, ¿no?
–
Sí, pero los felpudos, por ser más pequeños, debe ser que solo se arrastran…
–
Tiene que ser eso, sí –reconoció la señora García-Campanero–, pero a mí esta cosa
me da miedo, y además apesta…
–
Qué me va a contar a mí. Ya hace años que tengo que aguantarla. Si fuese por mí,
ya estaría en la basura hace años.
–
Tiene razón. Espere, voy por una bolsa de basura grande de plástico donde meter
el felpudo.
Pero
no tuvo ni tiempo de moverse.
Justo
en ese momento, la puerta de al lado se abría y el señor Gutapercha tiraba de su
chihuahua para que saliera a la calle para hacer pipí y lo que hiciera falta.
El chihuahua del señor Gutapercha era un perro perezoso como pocos, incapaz de
caminar más de seis pasos antes de hacer una pausa para tomar aliento.
Y
coincidió que, cando el señor Gutapercha tiraba de él, el perro se quedó justo
encima del felpudo.
El
felpudo, en cuanto sintió peso encima de sí, empezó a flotar.
Sí,
flotaba a medio metro, porque la señora García-Campanero pesaba diez veces más que
el can, o lo mismo hasta quince.
Todos
se quedaron de piedra, contemplando la escena en que el chihuahua flotaba subido
al felpudo.
Sin
embargo, el perro parecía encontrarse de maravilla allí encima, no parecía darle
medo, agitaba el rabo todo contento.
–
¡¡Guau, guau!!
–
Parece que le agrada –se atrevió a afirmar doña Leo.
–
Eso parece, sí –dijo el señor Gutapercha.
–
Oiga, muévase hacia la salida, tirando de la correa del perro –propuso la
señora García-Campanero.
El
señor Gutapercha hizo como le indicaron.
La
intuición de la señora García-Campanero funcionaba: el felpudo se iba detrás
del señor Gutapercha con el perro encima, que estaba encantado de poder salir a
pasear sin tener que caminar.
–
Señor Gutapercha –llamó doña Leo–, si lo ven salir así a la calle, quizás tenga
problemas.
El
señor Gutapercha se giró, se rascó la cabeza y dijo:
–
¿Sabe qué? Que me da igual. No hago mal a nadie y consigo que mi perro salga a
dar una vuelta. Si este felpudo es mágico, mejor para mí… A propósito, señora
García-Campanero, le compro el felpudo.
–
No se preocupe, señor Gutapercha, se lo regalo. Ya me compraré yo uno nuevo.
Espero que no sea mágico. Estoy contenta de que, por lo menos, a usted le sirva
de algo.
Y
muy satisfecho, el señor Gutapercha siguió su camino hacia el portal de la casa.
Por
fin iba a poder pasear tranquilo con el perro.
Aunque
fuera encima de un felpudo mágico.
© Frantz Ferentz, 2012
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