viernes, 24 de febrero de 2012

EL FELPUDO MÁGICO




Delante de la puerta de los García-Campanero había un felpudo viejo, asqueroso, maloliente, que como todos los felpudos servía para limpiarse el calzado antes de entrar en casa.

Nadie sabía exactamente cuántos años llevaba aquel felpudo allí, ni siquiera de dónde había salido, pero resistía, resistía, aunque fuese a costa de acumular porquería.

La señora de la limpieza, doña Leo, no quería saber nada de él cuando limpiaba el pasillo de fuera.

Solo lo movía para un lado empujándolo con la escoba y eso era todo.

Qué asco le daba…

Probablemente habrían pasado todavía lustros sin novedades en el pasillo, hasta que el felpudo se hubiera deshecho a cachos de puro viejo.

Pero no fue así.

Todo empezó de repente un día, cuando doña Leo iba a mover con la escoba el felpudo, pero este se movió solo antes de que ella lo tocase.

Se había movido solo unos centímetros, pero bastó para que doña Leo no llegase a tocar el felpudo.

La mujer pensó que, tal vez, se trataba de su imaginación, de manera que volvió a acercar la escoba al felpudo.

Y nuevamente el felpudo se movió unos centímetros antes que ella lo tocase.

¿Cómo era posible?

La mujer pensó que se trataba de una broma de los dueños de la casa, seguro que había un hilo de nailon con el que movían el felpudo.

Un tanto indignada, llamó al timbre de la casa de los García-Campanero, porque no estaba dispuesta a soportar chanzas de los habitantes de aquella casa, ¡faltaría más!

Abrió la señora García-Campanero, con cara de haberse levantado de la cama unos segundos antes, seguramente despertada por el timbre.

– Buenos días, doña Leo, ¿ha pasado algo?

– ¿Que si ha pasado?

Y doña Leo empezó a protestar delante de la señora García-Campanero de las bromas de sus hijos, que se reían de su probo trabajo de limpiadora y bla, bla, bla…

La señora García-Campanero tardó un rato en reaccionar.

Sus hijos no estaban en casa, era fin de semana y se habían ido a pasarlo donde los abuelos, por tanto ellos no podían haber organizado nada por el estilo, aunque fuesen bien capaces de hacer trastadas como la que decía doña Leo o incluso peores.

Tal vez podían haber dejado activado un dispositivo de control remoto que hiciera moverse el felpudo –¡eran bien capaces de eso!–, pero aparentemente no había aparato alguno escondido detrás de la puerta de casa.

La señora García-Campanero quiso comprobar la veracidad del relato, para lo cual doña Leo puso la escoba al lado del felpudo y este, enseguida, se alejó.

– Qué extraño... –dijo la señora García-Campanero, que estaba verdaderamente alucinada.

Y tal como estaba, en bata, se subió al felpudo de un saltito.

Entonces sí que ocurrió algo aún más extraño.

El felpudo empezó a moverse por el suelo del pasillo exterior, lentamente, como si fuera un vehículo.

– ¡¡Pare, señora, pare!! –gritaba doña Leo.

– ¡¡No puedo, no sé conducir esto!!

Qué desastre…

Por suerte, el felpudo solo daba vueltas por el pasillo, en círculo, de modo que cuando la señora García-Campanero estuvo a la altura de doña Leo, saltó a sus brazos, aunque la velocidad era mínima, pero viajar sobre un felpudo es algo que realmente asusta y, si no, haced vosotros la prueba.

Cuando la señora García-Campanero consiguió descender del felpudo, este se detuvo.

Doña Leo, amenazando con la escoba, consiguió obligarlo a moverse a su lugar de partida.

Aquello sí que era un misterio.

– Esto, en vez de una alfombra mágica, hasta parece un felpudo mágico –afirmó doña Leo.

– Pero las alfombras mágicas vuelan, ¿no?

– Sí, pero los felpudos, por ser más pequeños, debe ser que solo se arrastran…

– Tiene que ser eso, sí –reconoció la señora García-Campanero–, pero a mí esta cosa me da miedo, y además apesta…

– Qué me va a contar a mí. Ya hace años que tengo que aguantarla. Si fuese por mí, ya estaría en la basura hace años.

– Tiene razón. Espere, voy por una bolsa de basura grande de plástico donde meter el felpudo.

Pero no tuvo ni tiempo de moverse.

Justo en ese momento, la puerta de al lado se abría y el señor Gutapercha tiraba de su chihuahua para que saliera a la calle para hacer pipí y lo que hiciera falta.

El chihuahua del señor Gutapercha era un perro perezoso como pocos, incapaz de caminar más de seis pasos antes de hacer una pausa para tomar aliento.

Y coincidió que, cando el señor Gutapercha tiraba de él, el perro se quedó justo encima del felpudo.

El felpudo, en cuanto sintió peso encima de sí, empezó a flotar.

Sí, flotaba a medio metro, porque la señora García-Campanero pesaba diez veces más que el can, o lo mismo hasta quince.

Todos se quedaron de piedra, contemplando la escena en que el chihuahua flotaba subido al felpudo.

Sin embargo, el perro parecía encontrarse de maravilla allí encima, no parecía darle medo, agitaba el rabo todo contento.

– ¡¡Guau, guau!!

– Parece que le agrada –se atrevió a afirmar doña Leo.

– Eso parece, sí –dijo el señor Gutapercha.

– Oiga, muévase hacia la salida, tirando de la correa del perro –propuso la señora García-Campanero.

El señor Gutapercha hizo como le indicaron.

La intuición de la señora García-Campanero funcionaba: el felpudo se iba detrás del señor Gutapercha con el perro encima, que estaba encantado de poder salir a pasear sin tener que caminar.

– Señor Gutapercha –llamó doña Leo–, si lo ven salir así a la calle, quizás tenga problemas.

El señor Gutapercha se giró, se rascó la cabeza y dijo:

– ¿Sabe qué? Que me da igual. No hago mal a nadie y consigo que mi perro salga a dar una vuelta. Si este felpudo es mágico, mejor para mí… A propósito, señora García-Campanero, le compro el felpudo.

– No se preocupe, señor Gutapercha, se lo regalo. Ya me compraré yo uno nuevo. Espero que no sea mágico. Estoy contenta de que, por lo menos, a usted le sirva de algo.

Y muy satisfecho, el señor Gutapercha siguió su camino hacia el portal de la casa.

Por fin iba a poder pasear tranquilo con el perro.

Aunque fuera encima de un felpudo mágico.


© Frantz Ferentz, 2012


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