sábado, 17 de marzo de 2012

CUANDO CARLOS QUISO TOCAR LAS NUBES




— Abuelo, abuelo, la semana pasada viajamos en avión y volamos por encima de las nubes...

— Qué bien, Carlos. Pero es muy caro eso de viajar en avión, ¿no? Se hace pocas veces.

— Sí, pero mola.

— ¿Y tocaste las nubes?

— ¡Nooooo, eso no se puede! El avión está cerrado y no se puede sacar la mano para tocar las nubes.

— Claro, porque las nubes no se tocan, te tocan ellas a ti.

— Tienes más fantasía que yo, abuelo.

— Pues a mí en la aldea sí que me tocan las nubes.

— Abuelo, que soy un niño, pero no soy tonto. Ni aunque te subas en una gallina vas tú a poder volar y surcar los cielos para tocar las nubes ni que te toquen. Venga, no me cuentes cuentos chinos.

— Carlos, estoy hablando completamente en serio. En la aldea muchas veces me tocan las nubes.

— ¡¡Que no me cuentes batallas!!

— No te cuento ninguna batalla. ¿Quieres que te lo demuestre?

— Sí.

— Pues les dices a tus padres que te traigan para el fin de semana...

Carlos pidió y pidió a los padres que lo llevaran a la aldea con el abuelo aquel mismo fin de semana. Sería complicado, porque el padre quería ir a jugar al golf y la madre quería ir a un desfile de modas. No tenían tiempo para llevar al niño a ningún lado. Por eso, Carlos pidió al chófer del padre que lo llevara a la aldea. Los padres ni lo iban a echar de menos, ni tampoco su hermana. El chófer, por su parte, no iba a decir nada, solo le pidió llevar también a su propio hijo Alberto, que nunca había salido de la ciudad.

A Carlos no le importó. Conocía a Alberto. Era un buen tipo, más o menos de su edad. El pobrecillo no viajaba nunca, eso era cierto, pero tenía una microconsola que sabía usar como un maestro. A veces, cuando el padre de Alberto estaba llevando al padre de Carlos por la ciudad, el chaval se quedaba en la casa de los jefes del padre y podían jugar juntos a la consola o navegar por la red. Eso había hecho que se conocieran y se llevaran bien.

A Carlos no es que le gustara ir a la aldea. Al contrario, le parecía un rollo. Hasta tenían bichos: gallinas ensuciando el suelo, cerdos revolcándose en el barros, burros rebuznando cuando les daba por ahí. Que asco de sitio. No entendía cómo el abuelo quería seguir viviendo allí. Podría vivir en la ciudad con ellos, que tenían un montón de dinero y mucho espacio. Hasta podría tener algún jilguero para hacerle compañía. Iban a la aldea de vez en cuando, bueno, de hecho iban una sola vez al año, solo un día, para celebrar el cumpleaños del abuelo. Y ya bastaba.

Pero en aquella ocasión, el abuelo había dicho algo que era absurdo. El pobre se estaba haciendo viejo. Le iba a demostrar que se equivocaba. Y así, a primera hora de la mañana del sábado —el viaje desde la ciudad duraba dos horas—, ya estaban en la aldea. El chófer tuvo que regresar, pero dijo que volvería al día siguiente a por ellos.

El abuelo se puso muy contento de ver al nieto y acogió también a su amigo Carlos. Les dio bizcochos para desayunar. Carlos nunca había probado aquello, él siempre comía unos cereales muy especiales rellenos de miel y cubiertos de chocolate carísimos que le traían del Reino Unido, por lo que los bizcochos le parecieron extraños, extraños pero buenos. Alberto, por su parte, se hinchó a comer bizcochos y hasta galletas caseras que tenía el abuelo en casa y que hacía la tía abuela Hermelina, de la cual Carlos había oído hablar, pero que no había visto en la vida. 

Gente de aldea, al fin y al cabo.

— Abuelo, vamos ya a tocar las nubes —exigió el chaval.

— No se puede.

— ¿Ves? Ya me parecía a mí. Me has hecho venir para nada.

— No es eso. Quería decir que no se puede ahora, que solo lo podremos hacer al alba.

— ¿Al alba?

— Sí, hay que partir muy temprano, antes de que el sol nazca e ir hasta el lugar adecuado.

— ¿Y en qué volaremos? —terció luego Alberto, quien ya se imaginaba a todos ellos volando a lomos de un águila o algo así, alto, muy alto, rozando las nubes con la cabeza.

— Cuánta fantasía —dijo el abuelo sonriendo—. Mañana ya veréis.

Se pasaron todo el día paseando por la aldea. Carlos y Alberto montaron en burro. Carlos ya había montado a caballo, por eso no le encontró mucha gracia a aquello, pero Alberto nunca había montado en nada que se moviera solo, por lo que le pareció estupendo. Hasta echaron una carrera de burros, lo cual ya era más divertido. 

Además, en la aldea había epidemia de gripe, por lo que desde las calles se oía perfectamente cómo la gente estornudaba y se sonaba las narices. Alberto tuvo la idea de ir grabando todos esos sonidos con su miniconsola y cuando volvieron a casa, se dedicó a combinar estornudos, sonadas de mocos y algún rebuzno disperso para montar una especie de composición musical que casi sonaba como un rap.

Y fue así cómo se pasó el día. Los chavales tuvieron que dormir en el sofá. Carlos no estaba acostumbrado a aquello, Alberto sí. Carlos no pudo dormir, no hacía más que escuchar todos los sonidos nocturnos de fuera, desde la lechuza hasta el viento silbando. Era tremendo. No tenía nada que ver con las bocinas de la ciudad. El abuelo tenía incluso un reloj de cuco que a cada hora salía y hacía "cucú".

Pero cuando ya estaba a punto de caer dormido, vencido por el cansancio, el abuelo los despertó.

— ¡¡Abuelo, que todavía es de noche aún!! —protestó Carlos.

— ¿Pero tú quieres tocar las nubes?

Carlos iba a mandar las nubes a freír espárragos, pero Alberto ya estaba tirando de él.

Así, después de un desayuno nuevamente con bizcochos, se encaminaron al monte. Estaba todo oscuro como la boca de un lobo, no se veía nada. Carlos no entendía cómo el abuelo podía moverse a oscuras, a lo mejor tenía visión de rayos infrarojos de serie. 

Caminaron durante horas, para Alberto durante días, para Carlos durante semanas. El abuelo se movía con más agilidad que ellos, parecía incluso un chaval. Todo el tiempo que caminaron subieron y subieron. Nadie podría pensar que hubiera montañas tan altas, parecía que habían llegado a los diez mil metros... o más.

Hasta que, de repente, el abuelo dijo:

— Aquí nos quedamos.

Los dos chavales venías sin aliento, con la lengua fuera. Se sentaron y comenzaron a recuperarse. De repente, Alberto dijo:

— ¡Estrellas!

Efectivamente, en el cielo había docenas, centenares, millares de estrellas. Se veían perfectamente.

— ¿Es que en la ciudad no veis las estrellas? —preguntó extrañado el 

abuelo.

— No —respondieron los dos chavales al mismo tiempo.

— Ah...

Y poco a poco por el este empezó a surgir un brillo anaranjado que despacio se fue extendiendo hacia el resto del cielo.

— Está a punto de amanecer.

Lentamente la luz iba llenándolo todo. Así, los dos chavales descubrieron que estaban en alto de un monte, en un pico, la mucha altura. Pero lo más 

fascinante es que por debajo de ellos no se veía nada, solo nubes.

— Abuelo, ¿a dónde nos has traído? —preguntó Carlos espantado.

El abuelo sonreía.

— Eso que ves ahí es niebla.

— Ah, menos mal, pensé que eran nubes.

— Pero, Carlos, la niebla son nubes bajas.

— ¿Estás de broma?

— No. Y verás, si esperamos un ratillo, la niebla subirá, en cuanto salga el sol. Y estaremos rodeados por ellas.

Efectivamente, cuando el sol salió, la niebla empezó a levantar y rodeó al abuelo y los dos chavales.

— No veo nada —dijo Carlos.

— Yo tampoco —admitió Alberto.

— Carlos, toca ahora las nubes...

— ¡Qué disparate, no puedo!

— Pero ellas sí te están tocando, ¿o no?

Carlos no dijo nada. Solo pensó. Al final reconoció que el abuelo tenía razón, que estando rodeado de nubes, estas sí lo tocaban.

Sin embargo, aquello no duró demasiado. Las nubes acabaron de levantar del todo y el sol se mostró. El valle abajo era perfectamente visible. Hasta se veía la aldea como una cagadita de mosca, allá, al fondo. Qué barbaridad, ¿cuántos kilómetros los había hecho subir el abuelo durante la noche?

— ¿Tenía o no tenía yo razón? —preguntó el abuelo con una sonrisa.

Carlos no quería reconocerlo.

— Dilo —insistió el abuelo.

— La tenías —acabó reconociendo Carlos.

— Está bien, pues ahora te digo que soy capaz de tocar los cuernos de la luna...

— Eso sí que no me lo creo...

— ¿Quieres comprobarlo?

— Y tanto, pero tendrá que ser durante el verano, cuando no tenga clases en la escuela.

— Muy bien, te lo demostraré.

Y el abuelo extendió la mano al nieto, quien la apretó con fuerza.

El chófer del padre de Carlos llegó puntual después del almuerzo. Recogió a los dos chavales y se dirigió sin tardanza a la ciudad, antes de que hubiera atasco en la autopista.

— ¿Y qué tal por la aldea? —preguntó el padre de Alberto.

— Bien, papá, me lo he pasado de miedo. Es una pena que no tengamos nosotros también una aldea donde ír.

— Pues sí... —reconoció el padre.

— ¿Y sabes una cosa? He recogido un trozo de nubes —dijo Alberto.

Ahí Carlos ya no pudo seguir callado y dijo:

— No digas bobadas, eres peor que mi abuelo.

— ¿Quieres verlo?

— Pues claro.

Alberto se metió la mano en el bolsillo y sacó un frasquito de plástico 

transparente con una tapa azul. Se lo enseñó a su amigo:

— Mira.

Carlos lo miró desde todos los ángulos, pero el interior parecía completamente vacío.

— Ahí dentro no hay nada.

— Mira que eres cabezota —le respondió Alberto—. Puede que no se vea, pero ahí dentro guardé yo un trozo de nubes, o de niebla, cuando estábamos allí en alto. Y si no quieres créertelo, es cosa tuya. Tampoco se ven las estrellas en la ciudad y, sin embargo, ahí arriba están.

Y sin más, el coche siguió el camino de regreso a la ciudad, a la gran ciudad.


© Frantz Ferentz, 2012


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