sábado, 28 de abril de 2012

EL CAZADOR Y LA LIEBRE



El cazador, bien equipado con una escopeta de dos cañones, se agazapó tras una roca y se dispuso a disparar a la liebre que, tranquilamente, mordisqueaba unas hierbas a 50 metros de él.

Poco a poco fue apretando el gatillo, hasta que, de repente, notó aquel "clic" previo al disparo.

Pero no hubo disparo.

No.

Disparo no, hubo otra cosa. Una cosa difícil de definir, pero vamos a intentarlo. Lo que ocurrió realmente es que el cazador, a ir a apretar el gatillo, no llegó a disparar, sino que, de repente, vio sus papeles cambiados con la liebre.

Él mordisqueaba unas hierbas —cómo podían comer aquella porquería las liebres, puaj, qué asco—, mientras que la liebre lo apuntaba a él con la escopeta de dos cañones. El cazador estaba seguro de que aquel animal le iba a disparar, seguro que se vengaría por todos los ejemplares de su especie que él había cazado a lo largo de los años.

Pero ahí se equivocó. La liebre, por medio de gestos, obligó a avanzar al hombre amenazándolo con la escopeta hasta el corazón del bosque, allí donde nunca llegaba ser humano alguno (al menos de momento, aunque alguien ya se construirá por allí un chalecito). El hombre llegó a un claro del bosque donde había una asamblea de animales. De repente, como por arte de magia, el hombre entendió el lenguaje de los animales.

Una tortuga grande como un autobús salió de entre la multitud y le dijo al cazador:

— Ya veo que la liebre te ha fichado para correr contra mí, ¿eh? Dice que soy una tramposa, pero es que ella tiene mal perder. A ver cómo te portas, humano... Hala, desnúdate y descálzate para correr.

Y a su alrededor, el cazador oyó el estruendo de los animales gritando sus apuestas.


© Frantz Ferentz, 2012

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