viernes, 31 de agosto de 2012

LAS PALABRAS RESBALADIZAS

— Papá, ¿cómo se dice barco en inglés? —preguntó Adalberto, de ocho años, a su padre que navegaba por internet con calma buscando nuevas oportunidades para mejorar sus operaciones financieras. 

Su padre separó los ojos de la pantalla un instante y le dijo al niño: 

— Adalbertito, hijo, ¿es que no tienes un diccionario? 

— Sí que tengo.

— Pues busca bien, anda, que está ahí. 

Adalberto volvió a procurar la palabra en el diccionario. Qué fastidio le suponía tener que hacer las tareas escolares él solo. Nada más quería un pelín de ayuda con el inglés... 

Al rato volvió el chaval junto al padre. 

— No lo encuentro... 

Para su padre aquello era una pesadez. Vaya hombre, qué hijo tan poco hábil tenía. Seguro que era solo una excusa para que él le hiciera algo de caso. 

— A ver, déjame ver el diccionario — pidió el padre girándose en la silla delante del ordenador. 

El crío se lo dio. Su padre comenzó la búsqueda, pasó de la A a la B, alfabetizado BA, luego BAR, luego BARC... Y no, no estaba. La palabra barco no estaba en el diccionario de su hijo. Estaba barca, pero no barco. Lo que se podría considerar como un error de los autores del diccionario no parecía tal, pues justo en el espacio donde debería venir la palabra barco, había una línea en blanco. Es decir, parecía que hubieran borrado la palabra de su lugar en el diccionario. 

Pero enseguida reparó en que no se trataba simplemente de un espacio vacío. Notó además una fina línea negra que se alejaba, como si la entrada en el diccionario se hubiera marchado dejando un rastro. Aquello parecía una locura. Pero el padre no tenía tiempo para juegos. Cerró el diccionario y dijo a Adalberto mientras se lo devolvía: 

— A ver, barco en inglés se dice ship. 

— Como se escribe? 

— Ese, hache, i, pe. 

Y el padre siguió buscando por la red, mientras el hijo volvía a a sus tareas de inglés. De todas formas, el padre tenía la sospecha de que el hijo volvería a molestarlo de nuevo, era una sensación, por eso de que el niño requería mucha atención, ya se lo había dicho la psicóloga de la escuela: «Adalberto necesita que le hagan mucho caso, porque es un niño muy sensible». Qué sabrá la psicóloga, pensó el padre. 

No obstante, durante el resto de la mañana de aquel sábado, el padre pudo seguir trabajando tranquilamente delante del ordenador, mientras el niño estudiaba — o trasteaba — en su cuarto. Almorzaron pizza que el padre mandó traer a casa y después el padre se echó una buena siesta. La siesta de los sábados era algo sagrado para el padre, pues solo durante los fines de semana era cuando él podía dormir siestas de tres horas, acostado en la cama, una de sus mayores pasiones en la vida. 

Cuando se levantó, enseguida encendió el ordenador y siguió con el trabajo de la mañana. Con toda seguridad se habría olvidado el incidente del diccionario, de no ser porque el Adalberto volvió junto a él para preguntarle nuevamente: 

— Papá, ¿cómo se dice naufragio en inglés? 

Ya era demasiado. ¿Es que el dichoso niño era incapaz procurar nada él solo? ¿Es que tenía que interrumpirlo justo cuando acababa de iniciar una búsqueda por la red? Vaya tela. El padre no estaba de muy bueno humor. 

— ¿Es que no lo encuentras en el diccionario? —preguntó el padre. 

— Es que no viene —respondió Adalberto todo serio. 

— Una vez, pase, pero dos, no. Trae acá el diccionario. 

El padre agarró el libro y busco la palabra. Y de nuevo volvió a encontrar el hueco, el espacio vacío donde debería estar la palabra española junto con su equivalente inglesa. También otra vez encontró una especie de rastro, como si la línea o líneas que debían estar allí se hubieran marchado. ¿Cómo era posible? ¿Qué porquería de diccionarios eran aquellos que no valían para nada? Cuando tuviera tiempo, iba a comprarle un diccionario nuevo al hijo, mucho mejor que ese, pero ahora tenía que trabajar, estaba muy ocupado. 

El padre tuvo que hacer de diccionario viviente otra vez: 

— Se dice wreck, hijo, y deja ya de preguntar, que tengo mucho trabajo. 

— Pero, papá, si no aparecen las palabras en el diccionario y tengo que hacer deberes, ¿cómo lo hago? Si no es a ti, ¿a quién recurro? Ponme aquí en este papel cómo se escribe eso en inglés, que suena muy complicado... 

El argumento de que él fuera su única ayuda era bastante bueno, sí, había que reconocerlo, pero el padre no estaba por la labor de ocuparse todo el tiempo del hijo, así que se giró en su silla y volvió al trabajo delante del ordenador. 

Adalberto volvió a su cuarto. Pero no por mucho tiempo. Apenas habían pasado diez minutos, cuando ya volvía con otra pregunta para su padre: 

— Papá, ¿cómo se dice océano en inglés? 

El padre dio un bote en la silla. Ya era demasiado. Así no había manera de trabajar. Si no fuera por la psicóloga de la escuela y sus consejos, ya habría mandado al niño a cualquier lugar lejano, como por ejemplo, a casa del vecino de abajo, que ya estaba suficientemente lejos. Y hasta podría quedarse allí a cenar. 

Sin embargo, se llenó de paciencia, cogió el diccionario de las manos del niño (ya ni siquiera le había preguntado si lo había consultado correctamente, porque sabía la respuesta) y comenzó a hojearlo... y sus sospechas se confirmaron: la palabra océano no estaba en el diccionario. Se repetía, además, la historia del hueco en la página con el rastro de tinta. 

Llegados a aquel punto, el interés del padre por su trabajo decayó. Sí, finalmente acontecía algo a su alrededor que lo obligaba a detener su trabajo. Aquel era un misterio indescifrable que iba a requerir de todo su talento y aún más. Hasta tres veces parecía que las palabras que el hijo buscaba desaparecían. Daba incluso la sensación de que el hecho de que el hijo preguntara por ellas provocaba que estas desaparecieran, como se quisieran evitar ser encontradas. Era todo un misterio. 

— Papá, que cómo se dice océano... —porfió Adalberto. 

Pero el padre no lo escuchaba. Se dirigió a los anaqueles que tenía enfrente, cogió un libro bastante grueso y se puso a hojearlo. No dijo una palabra. Después se acercó a su hijo con el libraco en la mano y le dijo: 

— Búsqueda aquí la palabra isla. 

El chaval tuvo problemas para sostener aquel libro. Pesaba una tonelada. Tuvo que posarlo en el suelo para poder abrirlo y buscar la palabra. No le llevó mucho tiempo alcanzar la I, después IS, después ISL... 

— No está... —dijo sorprendido Adalberto. 

El padre se agachó para mirar. Efectivamente, la palabra isla no figuraba en aquel diccionario enciclopédico. Pero lo más misterioso de todo aquel asunto era que, unos segundos antes, él mismo había verificado que la palabra sí estaba. En su lugar, nuevamente aparecía un espacio vacío con un reguero de tinta a modo de rastro que se perdía por el borde de la página. 

— Y ahora —continuó el padre—, busca la palabra chocolate. 

— ¿Chocolate? 

— Sí. 

— ¿Chocolate, chocolate? 

— Claro, ¿qué va a ser? 

Adalberto obedeció. Repitió la misma operación, siempre con el libro en el suelo. Y al cabo de unos momentos, le dijo al padre lo que el padre ya se esperaba: 

— No está. 

El padre no sabía si reír o llorar. Por un lado, acababa de demostrar que las palabras desaparecían cuando su hijo las buscaba, pero, por otro, aquello era tremendo. Si se ponía a buscar cosas en los libros, las palabras, tal vez los párrafos, incluso las páginas, desaparecerían. 

Y entonces tuvo un pensamiento tremendo. El padre se echó a temblar de miedo. ¿Y si el hijo se dedicaba a buscar cosas en el ordenador? ¿También desaparecerían? Por si acaso, no lo iba a probar. No quería ni imaginarse que un día usara el ordenador de la casa, el único que había en el hogar, y busca que te busca cualquier cosa cancelara megas y megas de información en su disco duro o hasta en la propia internet. Sería una tragedia... 

Pero la cosa no iba a acabar allí. De repente, los pensamientos del padre fueron interrumpidos por el hijo cuando este le preguntó: 

— Papá, ¿te gusta hacerte tatuajes en la frente? 

— ¿Qué dices? ¿Qué disparate es ese? 

El niño no dijo nada más, se limitó a señalar con un dedo a la frente de su padre. Este ya había llegado a la conclusión de que aquel día podría suceder cualquier cosa. Por eso, se levantó con cierta prisa, fue al baño y se miró en el espejo. Su sopresa fue mayúscula cuando vio que en la frente tenía una serie de dibujos, como un tatuaje. Se trataba de un barco de vela que se hundía delante de una isla... Pero lo peor de todo es que, en cuanto el barco se hundía, a continuación volvía a su posición inicial para volver a hundirse... ¡Nunca había visto un tatuaje con movimientos! Abrió el grifo, mojó una toalla e intentó limpiarse la frente, pero el barco seguía allí, tranquilamente, hundiéndose una y otra vez, casi como en un anuncio de neón de los antiguos. 

Cuando el padre volvió al salón, el hijo lo miraba con ojos como platos, aún sentado en el suelo. El padre pensó que tenía que dar una sensación de normalidad, por nada del mundo quería asustar a su hijo. 

— Bueno, entonces, ¿tienes aún tareas? —preguntó. 

— Ya casi he acabado la composición de inglés. Una o dos líneas más, y ya está... Pero si tengo alguna duda, ¿puedo usar el ordenador para buscar en algún diccionario en línea? 

— ¡¡¡¡Noooo!!!! —exclamó el padre aterrizado—. No, no, mira, hacemos una cosa. Tú haz la composición y yo me siento a tu lado y así puedes preguntarme las palabras que no sepas... 

— Qué bien, vas a sentarte a mi lado mientras hago los deberes... —exclamó el hijo todo contento. 

— Y luego vamos a tomarnos un helado, ¿te parece bien? 

— ¿De dos bolas? 

— O de cinco... 

— No seas tan irresponsable, papá, que después me pongo enfermo. ¿Y que harás con tu cabeza? 

— Tú, tranquilo, me pongo un sombrero y así esto se queda escondido... 

Adalberto sonrió satisfecho. Siguió con sus deberes de la composición de inglés, pero no podía dejar de pensar en lo que le contaría de lunes, al volver al colegio, a su compañera Angélica, que era una bruja de verdad, no solo una chica a la que todos le llamaban bruja. 

Fue ella la que había ideado el plan para conseguir que las palabras del diccionario se escaparan y después aparecieran como imágenes en la frente del padre. Había sido un conjuro bastante facilito que le había regalado porque ella, Angélica, estaba medio enamorada de Adalberto. De hecho, él era el único niño de la clase que no la miraba mal por ir siempre de negro y tener como mascota una tarántula. 

— Toma —le había dicho ella durante un recreo dándole un trozo de papel bien doblado—. Cuando te hartes de que tu padre no te haga caso, lee esto delante de un espejo y ponte una esponja pequeña en la boca... 

— ¿Para qué la esponja? 

— Para que te suene la voz a cavernosa... Acentúa los efectos del conjuro. Pero no le digas a nadie que yo te he hecho esta fórmula. 

— Sin problemas. 

— Y después ya me cuentas si te ha funcionado el conjuro, porque, a lo mejor, habrá que introducir alguna modificación. 

— ¿Es cosa tuya? 

— Pues sí —respondió ella ruborizándose.

— Eres una tía genial. Has conseguido que mi padre no esté al ordenador cuando yo estoy en casa.

— ¿Lo ves? Para algo bueno ha de servir la magia...

Y ella quiso darle un beso, pero no se atrevió. Aunque fuera bruja, era muy tímida. Y él era tan majo, pensaba ella... Pero de lo que pasó con Adalberto y Angélica, ya os hablaré otro día.

© Frantz Ferentz, 2012

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