domingo, 26 de agosto de 2012

Y DE REPENTE SE FUE LA LUZ... DE LA LUNA


En el reino de Lendataria estaban todos desesperados.

La luna había desaparecido del cielo.

¡No se veía nada de noche!

Y claro, así era siempre luna nueva, nunca había luna llena.

A los hombres lobo les encantaba aquella situación, pero al resto de la gente no.

Por eso, el rey Migajo III mandó poner un anuncio por todo el reino:

«Búscase mago que sepa devolver la luz a la luna».

Y se quedó tan contento.

Pero su consejero Amuletus le dijo:

— Majestad, nadie hace nada gratis. Ofreced una recompensa.

— Tienes razón —reconoció el rey.

El monarca mandó añadir:

«Quien lo consiga, no perderá la cabeza».

El consejero Amuletus tuvo que participar otra vez:

— No, majestad. Se trata de otorgar una recompensa a quien consiga resolver el problema.

— ¿Qué problema? —preguntó el rey, que de hecho era un poco bobo y se pasaba la noche roncando como un oso, por eso ni se había enterado de que la luna de noche no brillaba.

— La que nos ha caído con la luna...

— Mira, esto ya me aburre —respondió el rey en tono cansado—. Escribe tú lo que quieras, que eres muy espabilado.

Y así fue, el consejero Amuletus hizo un anuncio como Dios manda, donde ofrecía a quien fuese capaz de devolver la luz a la luna cien monedas de oro, tres mil de chocolate, un diccionario mágico español-jabaleño (quién sabe lo que puede decir un jabalí en medio del monte) y una silla de montar elefantes (también muy útil para no caerse de la cerviz de un elefante, en caso de que se tuviera uno).

Y así, fueron llegando magos —porque, quién si no un mago, podía resolver ese problema, ya que antiguamente aún no había astronautas.

El primer mago, vestido con túnica morada y capirote a juego, dijo llamarse Indalecio y ser, además, geógrafo.

Por eso, explicó que la solución al problema de no ver la luz de la luna era muy simple:

— Por lo visto —empezó a explicar—, aquí no veis la luz de la luna, pero doscientos kilómetros hacia el este, quizás ya se vea. Solución, moved el país doscientos kilómetros hacia el este.

— ¿Y eso como se hace? —le preguntaron.

— Ni idea —respondió Indalecio—. Vosotros queríais saber cómo hacer para ver la luz de la luna, no me comentasteis nada de mover países.

Lo echaron de allí a patadas.

Después del tal Indalecio, llegó un mago envuelto en una capa negra que lo cubría por entero.

No se le veía siquiera el rostro.

Daba miedo.

Explicó:

— La receta es muy simple: poned tres kilos de manzanas a hervir al baño maría. Mientras tanto, id pelando otros tres kilos de melocotones y empezad a moler la harina...

Lo interrumpieron:

— ¿Eso es una fórmula para recuperar la luz de la luna?

— No, es una receta para hacer tarta de manzana...

— ¡Pero si nosotros necesitamos un método para encender de nuevo la luna!

— Huy, perdonen, pensé que esto era un concurso de pasteleros, disculpen, disculpen...

Y se fue por donde había venido aquel tipo siniestro, que resultó ser un pastelero, mirad por dónde.

Pero la gente estaba muy desesperada.

Iban a pasarse otra noche más sin luz de luna.

Que penita...

Bueno, como ya dije, para los hombres lobo no.

Todos se fueron a la cama.

Muy tristes.

Y al día seguinte, nada de nada, porque no hubo ningún otro mago que apareciese por allí.

Y otra noche más, pero, de repente, un hombre vestido normal, provisto de una vara con fuego en un extremo, alzó la vara hacia la luna y la luna se dejó ver por el horizonte ya brillando.

¿Cómo era posible?

Todo el país estaba feliz, organizaron fiestas por todo el reino.

Bueno, no todos estaban contentos, los hombres lobo ya no.

Y el rey ni se enteró, porque dormía.

Todos se preguntaron cómo habría ocurrido el milagro.

El hombre les contó que solo había encendido la luz de la luna con su vara.

— Entonces, tú eres un gran mago...

Y no le dejaron explicar ni contar nada, solo quisieron agasajarlo en el palacio real.

Y él los dejó hacer.

Total, cómo iba a explicarles que él no era ningún mago, sino un humilde farolero que se había percatado de que se había apagado la mecha de la luna y por eso se había quedado sin luz.

Lo único que él hizo fue extender la vara prendida y encender de nuevo la luz de la luna, como encendía todas las farolas de su barrio todos los atardeceres.

Pero eso no lo contó, porque nadie, bien lo sabía él, se lo iba a creer por mucho que lo explicara.

La gente, entusiasmada, quería hacerlo consejero de algo, o, por lo menos, jefe de algo importante, porque decían que era un mago poderoso.

Pero él no quiso.

Quería vivir tranquilo.
       

Simplemente, por la mañana, se fue de puntillas del palacio real y volvió a su casa, a su barrio, donde siguió encendiendo y apagando farolas con su vara de alumbrar, pero siempre atento a la luz de la luna, no fuera a ser que volviera a apagarse.

Y nunca nadie supo realmente quién era.



© Texto: Frantz Ferentz, 2012
© Ilustración: Enrique Carballeira

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