miércoles, 7 de noviembre de 2012

ALICIA Y EL ENDOCRINO DEL BIGOTE MUY FINO


Cada vez que Alicia tiene que ir al endocrino, tiene miedo. 

Le da miedo porque es un tipo muy serio que cuando dice: "Solo has perdido cien gramos en una semana, esto no va", parece que en realidad le está diciendo: "Has perdido cien gramos en una semana, vas a sufrir como nunca, pequeña, prepárate a ser deportada a un campo de concentración y adelgazamento". 

Y claro, como el endocrino, un señor muy serio con bigote muy fino y rostro en que nunca se dibuja una sonrisa, cobra un dineral por el tratamiento, los padres de Alicia le echan la bronca a la niña. 

¿Qué culpa tiene ella de solo haber perdido cien gramos? 

Ella no es una pelota de baloncesto, solo está algo rellenita, pero eso no es tan malo, ¿no? 

Sin embargo, los padres de la niña no lo ven así. 

Opinan que la niña no puede parecer un planeta. 

Exagerados... 

Pero las cosas van a cambiar del todo un día en que, paseando por la calle, aparece un dragón. 

¿Que qué hacía un dragón en medio de la calle un sábado a las tres de la tarde? 

Ni idea, pero la cuestión es que estaba allí. 

No era un dragón de esos que queman todo, no; tal vez supiera abrasar con su aliento, pero, en cualquiera caso, aquel era un dragón hambriento, porque según avanzaba por la calle, devoraba a la gente que se encontraba. 

Además, le gustaba comer humanos, no comía árboles, perros o setas, no, comía humanos... 

Por suerte para la gente, no los masticaba, simplemente los devoraba, como si fueran chuches. 

Y Alicia no se libró. 

Cuando quiso reaccionar, se encontró en la boca de aquella bestia (y madre mía, es que no le habría enseñado su madre a lavarse los dientes después de cada comida, aunque si no paraba de comer todo el día, no sabría cuándo tocaba lavarse los dientes...) y cayendo hacia la garganta del monstruo... 

Pero no pasó. 

Se quedó encajada en la garganta. 

Como un tapón. 

El dragón se detuvo. 

Notó que algo no iba cuando sintió que no era capaz de devorar y que los humanos se le acumulaban en la boca. 

Alicia, allí encajada, observó que otra de las víctimas del apetito del dragón era, precisamente, su endocrino. 

El pobrecito, debido a la muchedumbre que allí había, se había quedado pegado a uno de los grandes dientes del dragón y se había raspado en la cabeza con aquel diente afilado. 

Le había quedado una fea herida en forma de W... 

Pero como la entrada al estómago del dragón estaba taponada por Alicia, ya nadie podía caer. 

El dragón comenzó a llorar, pero nadie lo consoló, por si acaso... 

Sin embargo, la gente empezó a salir de la boca y huir. 

Y Alicia, aún allí encajada, vio como todos se marchaban... 

¿Qué sería de ella? 

Y entonces despertó. 

Todo había sido un sueño, más bien una pesadilla. 

Pero la pesadilla aún no había acabado.

No, porque esa misma mañana, después de la ducha, del desayuno y de un viaje en bus, tendría que ir a ver al endocrino del bigote muy fino. 

Qué pánico. 

Pero cuando entran en la consulta, la cosa no es tan horrible como otras veces. 

El endocrino no dice las cosas tan feas de costumbre. 

Sin embargo, Alicia nota que el endocrino lleva un sombrero todo el tiempo. 

Que extraño... 

— Bueno, Alicia, esta semana no has perdido nada, pero no importa... —dice en un tono suave, aunque no sonríe. 

El bigote de él se arquea levemente, que es lo más parecido a una sonrisa. 

Los padres de la niña se exasperan: 

— Doctor, ¿cómo que no importa que la niña no haya perdido cien gramos esta semana? 

El endocrino se encoge de hombros y no dice ni mu.

Qué extraño. 

Entonces entra la enfermera. 

Y mientras está la puerta abierta, hay una corriente de aire, que hace volar el sombrero del doctor. 

Y entonces Alicia ve la cabeza del endocrino del bigote muy fino. 

Tiene una cicatriz. 

En forma de W. 

En la cabeza. 

Ahí comprende todo. 

Alicia pregunta: 

— Entonces, ¿ya no estoy gorda? 

— Solo un pelín redonda, nada grave. Tú intenta ser feliz como eres. 

Y sin decir nada más, Alicia le plana un beso en la mejilla al endocrino del bigote muy fino y sale de la consulta, mientras sus padres la contemplan asombrados sin comprender nada de nada.

Frantz Ferentz, 2012

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