Elisa iba a conocer la casa de su novio Liborio,
por lo cual estaba muy emocionada. Quería conocer a la madre de él porque,
desde hacía algún tiempo salían juntos. Y era una relación tan bonita... Liborio le había dicho a su novia que
había fijado una cita con la madre de él para almorzar, que la relación iba viento
en popa y que se lo querían tomar muy formalmente. Elisa estaba emocionada,
enseguida aceptó ir a conocer la madre de Liborio.
Así, el día escogido, Liborio acudió muy temprano
a recoger a su chica. Era un día emocionante para ellos, iban a hacer oficial
su compromiso, la madre de él iba a ver como su hijo era ya un tipo serio que
se tomaba las relaciones como algo propio de gente mayor.
Liborio llegó muy temprano, pero Elisa ya estaba
preparada desde hacía tres horas. Qué nervios, qué emoción, qué temblores... Por
fin, la feliz pareja se montó en la vespa de él, con el casco, y atravesaron la
ciudad en dirección a la casa del chico.
Como era domingo, había poco tráfico, así que el
viaje duró muy poco. El día estaba espléndido, con sol, así que todo auguraba
que las cosas irían muy bien, sin complicaciones.
Pero no todo podía salir bien. Algo salió mal. El
ascensor del edificio de Liborio no funcionaba.
— Que contrariedad... —se lamentó Liborio—.
Tendremos que subir a pie.
— ¿Y son muchos pisos?
— Veintidós...
«Horror», pensó Elisa, pero no dijo nada. Pero por
suerte tenían mucho tiempo. Antes de llegar a casa, Liborio le había dicho a su
novia que la madre llegaría justo para la hora del almuerzo, porque volvía de
casa de su hermana, la tía de Liborio. Menos mal, así tendrían tiempo para
recuperarse de la subida de escaleras, que iba a ser brutal.
Y lo fue. Los veintidós pisos parecían cuarenta y
cuatro. Pero después de mucho subir y subir, alcanzaron aquel lugar elevado
justo por debajo del cielo. Liborio metió la llave en la puerta y ambos
entraron casi como reptiles, o sea, arrastrándose, y también como réptiles, más
bien saurios, necesitaban agua.
— ¿Puedo lavarme antes de que venga tu madre?
Estoy toda sudada y no quiero que me vea así —dijo Elisa.
— Claro...
El chaval acompañó a la chica hasta el baño y le
dio una toalla. Ella comenzó a lavarse, disfrutando del agua tibia que la iba
refrescando después de la subida por las escaleras —empezaba a hacerse una idea
de cómo se sentían los escaladores que llegaban hasta el Everest.
Cuando acabó de lavarse, se quiso enjugar la
cara. Cogió la toalla que le había pasado Liborio y se enjugó con energía la
cara. Raspaba aquella maldita toalla, ¿es que no sabía la madre de Liborio que
existían los suavizantes? Era muy sencillo, bastaba con... Pero alto, cuando
retiró la toalla del rostro, Elisa notó que no veía nada, estaba envuelta en
una oscuridad total. Quiso entonces chillar para llamar a su novio, para
preguntarle si se había marchado la luz. Pero no le salió palabra alguna de la
boca. ¿Qué le pasaba? Elisa empezó a asustarse, tuvo miedo.
A tientas alcanzó la puerta del baño y la abrió.
Después, siempre palpando, tocando las paredes del pasillo, se dirigió hacia el
salón, que era donde había dejado a su novio. Recordaba que el salón estaba a
la izquierda según se salía. Sin embargo, antes de llegar, Elisa sintió un
grito desgarrador que casi le hace caerse de culo al suelo.
— ¡¡¡¡¡¡¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhh!!!!!!!!!!
Aquel grito debió escucharse hasta en Estambul y
más allá. ¿Que habría pasado? Elisa estaba muy asustada, comenzaba a sospechar
que aquella oscuridad no era cosa de fuera, sino de dentro. Y, además, ¿por qué
no podía hablar?
— ¡¡Un monstruo, un monstruo!!
Aquellos eran gritos de Liborio. Elisa intentó
explicarle que era ella, pero no le salía la voz. Qué agobio, porque ni
siquiera le salía un “hmmm” o cosa parecida. Seguía sin salirle un hilillo de
voz.
Elisa tropezó entonces con una silla y se cayó al
suelo. Se hizo daño en la rodilla y quiso llorar del dolor, pero no le salía nada.
Se quedó tirada en el suelo.
— Elisa, ¿eres tú? —preguntó de pronto la voz de
Liborio.
Elisa asintió con la cabeza, ya que no podía
pronunciar una palabra. Enseguida notó que su novio se acercaba a ella y le
pasaba a mano por el rostro.
— ¿Cómo es posible? ¡Parece que te hayan borrado
la cara!
¿Que le habían borrado la cara? ¿Qué broma era
esa? Sin embargo, Liborio siguió explicando:
— Sí, verás, es como si alguien te hubiera pasado
una goma gigante por el rostro y te hubiera borrado la boca, los ojos y las
cejas. Te queda la nariz, menos mal, porque puedes respirar...
¿Qué pesadilla era aquella? A pesar de todo,
Elisa se iba calmando y su mente comenzaba a comprender que aquel borrado del
rostro había sido causado por la toalla, ¿pero cómo se lo explicar a Liborio si
no podía ni ver ni hablar? Por lo menos podía respirar sin problemas y su
audición estaba intacta.
Pero antes de que ella pudiera reaccionar, ya él se
había puesto a chillar de nuevo.
— ¡Mi madre! ¡Mi madre está a punto de llegar! No
puede verte así, ¿cómo le voy yo explicar que mi novia es una mujer sin rostro?
¿Y eso era todo lo que le preocupaba, lo que
diría su madre? Elisa no se esperaba aquella reacción de su novio, solo le
faltaba eso.
— Escucha —comenzó a explicar él—. No puedo dejar
que mi madre te vea así. Por tanto, con tu permiso, te voy a pintar un rostro.
Ya sabes que yo soy muy habilidoso, creo que voy a saberte dibujar los ojos muy
fielmente...
Elisa estaba horrorizada con la que se le venía encima,
pero no podía protestar. Solo notó que él la ayudaba a incorporarse del suelo y
la sentaba en un sofá. Después se marchó del salón. Ella sentía como él se
movía por algún lado de la casa buscando los instrumentos precisos para su
operación pintura de cara. Se sentía como un lienzo que iba a ser usado para
hacer un cuadro, pero no sería ella, no, sería eso, un cuadro.
Lo que Elisa no podía imaginarse era que Liborio
se vino con todo su instrumental de pintor. Notó la pintura al óleo y como él
le pasaba el pincel por el rostro. Pintaba rápido, tal vez por las prisas de
que su madre viniera en cualquier momento. Elisa sentía, mientras tanto, una
mezcla de indignación y de desesperación.
Al cabo de unos minutos, él suspiró y dijo en un
tono que no disimulaba su satisfacción:
— Es una obra de arte. Hasta voy a sacarle una
foto para...
Sin embargo, en ese justo instante sonó la llave
en la puerta de la calle. La madre estaba entrando.
Elisa notó cómo Liborio le daba una patada a
todos sus instrumentos de pintura. Probablemente irían todos para debajo del
sofá, para quitarlos de la vista de su madre a la máxima velocidad.
— Tú, quieta aquí y no digas nada —ordenó Liborio
a la joven.
«¿Que no diga nada...? Este tío es tonto», pensó
ella.
La madre entró. Su voz, en cuanto empezó a hablar, le sonó a Elisa
como la de esas actrices de teatro que solo saben expresarse a gritos, como si
la vida fuera una representación de teatro.
— ¿Pero a quién tenemos aquí...? —chilló la madre
de Liborio.
Y en ese momento, una mano tiró del brazo de Elisa
hasta ponerla de pie. A continuación, sintió cómo un par de labios le clavaban
un beso en la mejilla y después vino un comentario dirigido a ella:
— Cariño, ¿no has abusado del maquillaje?
¿Maquillaje? Si ella nunca usaba maquillaje... Vaya,
a lo que se refería la buena mujer era a la pintura al óleo que llevaba en la
cara. Sin embargo, luego intervino Liborio que empujó a Elisa hasta hacerla
sentar en una silla, pero ya delante de la mesa.
— Pues qué bien que al final nos conocemos, ¿no?
Eres muy guapa... —dijo la madre.
Elisa debería haber respondido justo entonces,
pero no podía, no tenía ni boca, ¿cómo iba a pronunciar una palabra? Por suerte
para ella, fue Liborio el que dijo algo:
— Mamá, has de disculpar a Elisa, porque está
ronca. No puede hablar, el médico se lo ha prohibido.
— Pobre, pues nada, nada, que se cuida la
garganta... Sin embargo, ¿qué problema tiene en los ojos? No pestañea nunca, ¿no
se le van a irritar?
Liborio no había pensado en eso. Rápidamente sacó
un par de gafas de sol y se las colocó a Elisa, para enseguida explicar:
— Ay, que descuidada es esta mi chica. Tiene
también conjuntivitis y tiene que llevar gafas de sol... Menos mal que tenía
este par aquí yo...
Elisa estaba asombraba. Sin embargo, la madre de
Liborio empezaba a pensar que aquella muchacha era bien extraña, no entendía cómo
su hijo se había buscado una joven con tantos defectos “de fabricación”.
— Bueno, me voy a la cocina y meto el almuerzo en
el microondas. Estará en un par de minutos. Lo había dejado preparada antes de
salir. Después es solo cuestión de comérselo —explicó ella.
La señora abandonó el salón y fue, por tanto, a
la cocina. Allí se pasó un rato, el ruido de los cacharros se sentía
perfectamente desde el salón. Mientras, Elisa deseaba echarle una buena bronca a
Liborio, pero no podía. Liborio, por su parte, comenzó la susurrarle:
— Mi madre es un encanto de mujer, es algo
anticuada, tiene sus manías, claro, pero cuando la conozcas, verás cómo...
Pero Elisa no escuchaba. Solo quería levantarse y
volver al baño. Sabía que su rostro se había quedado pegado en aquella toalla
horrorosa. Pero ni siquiera podía explicarle al joven que quería ir al baño.
Sin embargo, tal vez bastaría con levantarse y dirigirse hacia allá, de alguna
manera lo acabaría encontrando...
En ese instante llegó el almuerzo. Olía a pollo
asado. Ni siquiera era nada del otro mundo, parecía un pollo de encargo recalentado
en el microondas... Enseguida la madre comenzó a partirlo y puso buenas
porciones en los platos.
— ¿No comes? —preguntó la madre de Liborio cuando
vio que la joven no atacaba el pollo.
Liborio tuvo que intervenir de nuevo:
— ¡Huy, qué tonto soy! Debí haberte dicho que,
además de ronca, tiene un problema con las muelas del juicio y no puede tomar
más que líquidos...
La madre se reafirmó en sus creencias anteriores
sobre la chica. Decididamente, su hijo había hecho una mala elección. Con todo,
ella quería ser amable:
— Precisamente tengo unos batidos en el frigo, de
esos ideales para adelgazar... y no quiero decir que tú estés gorda, cuidado,
pero son nutritivos y por lo menos podrás almorzar... Tengo incluso una pajita,
voy por él.
— No, mamá, mamá, que es alérgica a esas cosas, tú
no te apures, nosotros comemos y ella mira cómo comemos.
La madre no daba crédito. Elisa le habría roto un
plato en la cabeza a Liborio si hubiera sabido exactamente dónde estaba. Sin
embargo, su emergencia era ir al baño, sí, al baño... Estaba dispuesta a levantarse
e ir sola, pero, de repente, su mano que se movía inconscientemente por la mesa
encontró un vaso. Sí, era un vaso. ¿Tendría agua? Lo agitó.
— ¿Agua? ¿Quieres agua? —preguntó la madre—. Sírvele,
hijo.
— No, que no quiere.
— Cómo no va a querer.
— Que te digo yo que no quiere.
Pero Elisa estaba viendo en aquel vaso de agua su
tabla de salvación, así que golpeó con el vaso en la mesa.
— ¿Ves como sí que quiere? —afirmó la madre,
quien además estaba teniendo una opinión cada vez peor de la joven, que carecía
totalmente de modales.
Liborio, al final, sirvió agua en el vaso. Luego,
Elisa se llevó el vaso a los labios y, al no tener boca, derramó toda el agua
en la falda.
Por suerte, la madre reparó en el agua derramada
y no en los labios deshechos a causa del agua, porque justo entonces se habría dado
cuenta de que la cara de Elisa parecía un cuadro de Picasso, porque tenía la
boca toda desplazada a la izquierda y con la sonrisa para arriba.
— Huy, pobre... ¡Liborio, acompáñala al baño!
«Por fin», pensó la muchacha. Liborio la cogió de
la mano y la acompañó al baño.
— ¿Necesitas ayuda? —preguntó él.
Ella movió la cabeza de izquierda la derecha.
Entró en él y cerró la puerta. A tientas procuró la toalla. No recordaba lo que
había hecho con ella después de enjugarse la cara. Quizás la había dejado caer al
suelo. Sí, en el suelo, por allí debía andar. Tocó algo arrugado, pero no,
parecía el tapete para salir de la ducha. Siguió palpando por todo el suelo.
Hasta que encontró la maldita toalla.
Ya iba a ponérsela en la cara de nuevo, cuando le
asaltó una duda. ¿Y si se la colocaba mal y los ojos le quedaban donde la barbilla
y la boca en la cabeza? No podía pedirle ayuda a Liborio, ni siquiera sabía si
estaba fuera. Con sumo cuidado, recorrió con el dedo la toalla. Nada, aquel era
el lado que no había usado. Le dio la vuelta. Enseguida comenzó a notar algo.
Allí había algo húmedo... sí, y al lado otra cosa húmeda. Serían los ojos. Bajó
y tocó algo duro. Hm, un diente a lo mejor.
Calculó cuidadosamente donde estaban los ojos y
la boca y se colocó la toalla sobre el rostro. Luego presionó con todas sus
fuerzas. Después, despacio, retiró la toalla. No se atrevía ni a abrir los
ojos... Pero, un momento, si ella tenía los ojos abiertos.
¡Seguía sin ver nada! Todo daba a entender que no
había recuperado su rostro.
Pero, de repente, oyó los gritos de la madre de
Liborio que le chillaba al hijo:
— Bichito mío, han saltado los plomos. ¡Vete a
ver, que nos hemos quedado sin luz!
Elisa contuvo la respiración. Al cabo de unos
segundos sonó un “clench” y la luz volvió.
Ella veía, sí, veía. Se había colocado bien el
rostro. Fue a mirarse en el espejo. Sí, ella era. Pero ahora tenía un lunar en
la mejilla que antes no tenía; además, la boca que le había pintado Liborio y
que se le había movido con el agua seguía allí, pero felizmente se marchó con
una poca de agua.
Elisa respiró tranquila. Todo había sido culpa de
aquella toalla. ¿Pero cómo era posible? Su curiosidad era mucha, por eso cogió
aquella extraña toalla y se la metió en la mochila —por suerte no se había
desprendido de ella en todo el tiempo. Después, salió del baño.
Y se dio de morros con la madre de Liborio.
— ¡¡Una ladrona!! ¡¡Se ha colado una ladra en el
apartamento!! —comenzó a chillar.
Lógicamente, la buena señora no había reconocido a
la Elisa real, porque el rostro que le había pintado el hijo era el de una
famosa modelo de fama internacional; sin embargo, la verdadera Elisa era una
mujer bien normalita.
La madre de Liborio la amenazó con un cuchillo de
carnicero, así que la joven no se lo pensó dos veces. Ya veía y podría
encontrar la salida, cosa que no dudó en hacer. Corrió hacia la puerta de la
calle y se escapó.
A partir de aquel día, Elisa no quiso saber nada más
ni de Liborio ni de su madre, cosa que alegró mucho a la madre. Liborio intentó
contactar con ella, pero ella rehusó mantener cualquier conversación con él. Aun
así, él se consoló enseguida cuando conoció a una tragadora de sables que
trabajaba en un circo, aunque aquella le gustó aún menos a la madre del joven.
Elisa conservó aquella misteriosa toalla. Sin
llegar a saber por qué tenía aquellas propiedades, la usó primero con su jefe,
un tipo despreciable que debía ser la reencarnación de Atila, con cuerpo de
gorila y manos de de dinosaurio, porque no se cortaba las uñas. Cuando se quedó
sin rostro un día que fue enjugar en la oficina —previamente Elisa había dejado
estratégicamente allí su toalla—, ella misma le colocó en la cara una foto de
un amoroso koala, lo cual provocó todo tipo de «oooh, que tierno» entre el personal
de la oficina. Quedaba muy bien aquel jefe fiero, auténtica bestia sanguinaria,
apareciendo con una cara de koala. Ya nadie le tuvo miedo después de aquello.
Y lo que sucedió después con aquella toalla
misteriosa que borraba rostros es otra historia que ya os contaré en otra
ocasión, pero primero tengo que encontrar mi cabeza, que la he dejado por aquí
en alguna parte para que durmiera una siesta mientras yo os contaba esta
historia y ahora no la encuentro.
Frantz Ferentz, 2012
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