sábado, 30 de marzo de 2013

EN UN PUEBLO AL SUR DE ITALIA

Durante una de las excursiones que hicimos aquellas vacaiones por el sur de Italia, pasamos por una pequeña villa pesquera llamada Leiocca. Era un lugar tranquilo donde el tiempo parecía ir a otro ritmo. Yo, por entonces, viajaba con mis padres y mi hermana Ermelinda, que tiene nombre de queso y que, cuando habla, me recuerda a un mamut. 

Fuimos a un pequeño restaurante, porque ya era la hora de almorzar. Nos pusieron el menú delante y vi que casi todos los platos eran de pasta. Para mí genial, pero para la tonta de mi hermana no, Ermelinda decía que no quería pasta, ¿cómo iba ella a comer pasta? ¿Será boba? ¿Hay alguien a quien no le guste la pasta en este planeta, aparte de a mi hermana extraterrestre? 

Mis padres pusieron paz entre nosotros. Mi hermana se comería una tortilla de jamón. Arreglado. El camarero estaba asombrado con que alguien se comiera una tortilla de jamón, de hecho dudo que supiera de qué se trataba. Deseaba ver qué le traían. 

Y allí llegó, mi plato de espirales a la boloñesa. Ni siquiera recuerdo lo que pidieron mis padres. Yo solo reparé en aquel plato. Pero alto, a pesar del aroma que salía de él, me pareció una porción minúscula. Necesitaría cinco como aquella para hartarme. Me quejé a mis padres, como no podía ser de otro modo.
  
"El niño tiene razón", asintió mi padre. "Mucho plato, pero poco contenido. Es el plato más extraño que he visto en vida, mira qué alto es..." 

Y sin más, alzó la mano y llamó al camarero, que acudió todo diligente. 

"Non piace ai signori la pasta?", preguntó todo adulador. Luego me fijé en los mostachos del camarero, que eran largos y finos, como los de los camareros italianos de las películas y su voz sonaba a violín. 

"No, el problema es que la porción es muy pequeña", le replicó mi padre. 

"¿Pequeña?", inquirió el camarero. 

"Piccola", se entrometió Ermelinda que estaba más guapa callada. ¿Pero es que no le bastabta con su tortilla de jamón? 

"Ma non è così", respondió el camarero todo sonriente. "Il piatto è molto fondo, la porzione è grande".
  
Aquello sí lo entendimos, pero lo que era discutible era que la porción fuese grande, para mí no lo era, yo soy de verdad una máquina devoradora de pasta y para mí aquella era una porción más bien escasa, casi un tercio de porción. Sin embargo, seguí comiéndome mi pasta en aquel plato extraño que, por lo visto, era típico de Italia o de parte de ella, no sé, tendría que consultarlo en la Wikipedia. 

"¿Sabéis como hacen en esta villa para controlar que el tráfico sea muy lento y los coches no corran por la carretera, que es la calle principal?", interrumpió de pronto mi hermana la armonía de la ingestión de espirales a la boloñesa. 

No es que ella lo supiera todo, simplemente es que se leía todo lo que le caía en las manos. Enseguida había pillado un folleto turístico en inglés (ja, fíjate, sabía inglés... e italiano y alemán y catalán, ¡qué asco de inteligencia tenia la tía!) 

"Pues es muy curioso", siguió explicando ella. "Resulta que contratan a varios pensionistas para pasearse todo el día con la bicicleta por la calle principal, en un sentido y en el otro. Como la calle es estrecha y no se puede adelantar, obligan a los conductores a ir despacio, porque no pueden pasarlos. Los pensionistas están felices porque hacen algo que les gusta, que es montar en bicicleta y al mismo tiempo se ganan algún dinero aparte. Y al Ayuntamiento le sale esto más económico que poner guardias y radares". 

Mientras mis padres comentaban con mi hermana, el mamut, las maravillas de la medida para el control del tráfico en Leiocca, yo ya estaba haciendo descender el nivel de pasta. Estaba a punto de llegar a la parte estrecha y honda. Y ahí, justo ahí, comenzaron mis problemas. El tenedor no conseguía pinchar los últimos espirales. Yo lo intentaba e intentaba mil veces, pero ellos escapaban. Habría jurado que aquellos espirales tenían vida propia, que se habían cubierto de grasa y que evitaban así que yo los capturara. 

Mi lucha a vida o muerte no pasó desapercibida para aquel monstruo de hermana que me ha tocado en suerte. Enseguida vino su ataque feroz: 

"Venga, que no se diga que unos miserables espirales van a vencer al campeón mundial de ingesta de pasta..." 

No entendí si lo de ingesta era algo bueno o malo, pero mi hermana me estaba haciendo burla. Hasta ahí podíamos llegar. Dejé el tenedor en la mesa y metí la mano en aquel estrecho espacio. 

"¿Pero qué haces? ¡No seas cerdo!", chilló mi madre. Si entonces ella pretendía que yo no atrajera la atención de las otras personas que comían en el restaurante, consiguió justo lo contrario. Las diez o doce cabezas que estaban allí se volvieron todas hacia nosotros. 

"Que vergüenza nos estás haciendo pasar...", masculló mi madre mientras se mordía el labio inferior.

Sin embargo, aquello ya era una cuestión de vida o muerte. Por una parte, no iba a permitir que mi hermana se riera de mí; por la otra, aquellos malditos espirales no iban a quedarse sin castigo por su osadía. En conclusión, saqué la mano, que ya vi que era igual de inútil que el tenedor para aquellos menesteres y volqué el plato en la mesa. La fuerza da gravedad hizo el resto. Los últimos espirales se cayeron en la mesa. Me lancé sobre ellos con todas mis ganas, ante la mirada atónita de mis padres y de mi hermana, que estaban convencidos de que yo había perdido el juicio. Pero no, era una cuestión de orgullo. Yo estaba todo contento, me sentía como Julio César tras conquistar la Galia. Mis padres y mi hermana, sin embargo, querían esconderse debajo de la mesa porque toda, absolutamente toda la gente del restaurante, tenía los ojos puestos en nosotros y, naturalmente, cuchicheaban. 

Y luego vino el camarero que se nos quedó también mirando. 

"Bravo, il ragazzino è stato bravissimo e ha mangiato tutto il contenuto del piatto", dijo. 

Yo lo contemplaba con una media sonrisa de satisfacción. 

"Quindi, secondo la nostra tradizione, hai guadagnato anche il piatto come premio...", siguió explicando el camarero. 

Ahí todos nos quedamos boquiabiertos sin entender. El camarero se estiró aún más los bigotes finísimos por las puntas, se acercó la mí, cogió el plato, verificó que estaba vacío del todo y me lo puso en la cabeza. 

Yo no reaccioné ni tampoco mis padres. Pero el camarero siguió explicando: 

"Il premio è: chi mangia tutto si porta il piatto via. Questi nostri piatti di Leiacco servono anche come cappelli contro la pioggia" 

Y con el plato en la cabeza como un sombrero, salí de allí acompañado de mis padres, ante la admiración de todas las personas del restaurante y yo con la cabeza aun más erguida para demostrar mi orgullo. De hecho, algunos de los presentes hasta aplaudieron timidamente. No iba a permitir que nadie me arrebatara aquel plato-sombrero que con tanto esfuerzo me había ganado, era mío e iba a disfrutar de él pesara la quien pesara. 

Aún hoy, después de tantos años, conservo el plato-sombrero que es ideal para la lluvia, pero puedo juraros que no he vuelto nunca a comer pasta en él.

Frantz Ferentz, 2013

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