Trabajó con ellos
durante dos años día y noche.
Los entrenó muy bien.
Hasta que los tuvo
preparados para actuar como un ser humano.
Cuando los metía en el
disfraz de hombre, nadie se enteraba de que eran tres animales.
Los animales habían
aprendido a comunicarse entre sí.
Daban conferencias.
Hacían planos de
grandes terrenos y puentes.
Escribían manuales de
economía, filosofía y bricolaje.
Hasta que se volvieron
inmensamente ricos.
Pero siempre, cada
noche, volvían a dormir a casa de su amo.
– ¿Y por qué no se
independizaban de él? –se preguntará algún curioso lector.
Muy sencillo: porque el
chimpancé era la inteligencia y los movimientos; el papagayo ponía
la voz –aunque algo aflautada–; y el grillo era la consciencia,
que siempre los hacía volver a casa...
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