lunes, 19 de agosto de 2013

COLOMA Y SU HERPES BERNARDINO



Coloma se levantó por la mañana como todos los días, saludó a su gato, a su conejo y, por la ventana de su habitación, al aprendiz de superhéroe de la casa de enfrente que se había quedado dormido en el tendedero sobre el patio al intentar entrar en casa por la ventana, pero como se había enredado allí, se quedó dormido entre las cuerdas. 

Notó que tenía un extraño picor en el labio. Fue al baño a ver de qué se trataba. Cuando vio aquel bulto en el labio, se asustó. Era como una canica que le colgaba del labio inferior, en la parte izquierda. ¡Qué horror!

Inmediatamente pidió hora en el dermatólogo, pero, claro, la hora se la daban para dentro de un mes. Pero Coloma sabía que no podía dejar aquello allí sin atención, si hasta parecía que crecía por momentos, como una especie de alien. Coloma sintió miedo. Por eso, decidió ir a urgencias.

Urgencias. Por suerte había allí un podólogo que algo entendía. Le dijo:

— Huy, eso es un herpes. Tiene muy mala pinta.

— ¿Y qué puedo hacer con él, doctor?

— Mimarlo.

— ¿Mimarlo? —preguntó Coloma.

El doctor había querido decir que debía dejarlo en paz, que se curaría solo, nada de maltratarlo, ni tocarlo. Quería haberle explicado que con una pomada de aloe vera se curaría solo, pero es que ya enseguida la enfermera dijo: “Siguiente” y Coloma tuvo que salir, porque en urgencias solo daban tres minutos por paciente y el podólogo haciendo de dermatólogo ya estaba llegando a los cuatro. Imperdonable.

De ese modo, Coloma se dedicó a cuidar a su herpes, a mimarlo. Y así fue como decidió llamarlo Bernardino. De pequeña había tenido un amigo invisible que se llamaba así y que era un poco molesto. Por eso, decidió homenajear a aquel amigo de la infancia (¿qué habría sido de él después de tantos años?).

Lo cierto es que Coloma, desde aquel día, dejó de sentirse tan sola. No es que el conejo y el gato no le hiciesen compañía, que se la hacían, pero con Bernardino tenía una cierta complicidad. 

Seguía creciendo un poquito cada día. Al cabo de una semana, el herpes del labio de Coloma ya tenía el tamaño de una pelota de fútbol. Pero lo importante no era eso, sino cómo compartían las comidas. Así, cuando Coloma preparaba caldo de verduras, Bernardino se agitaba porque no le gustaba, el muy pillín, pero daba saltitos de contento cuando Coloma se comía un helado, aunque, para eso, Coloma tenía que sujetarlo con las manos, porque podía perder el equilibrio.

Por las noches veían juntos películas. Cuando Coloma se emocionaba con una comedia romántica y lloraba, Bernardino también lloraba, pero lo disimulaba, se ponía mimoso. 

Si no fuera porque Bernardino, al cabo de dos semanas, ya era tan grande como la cabeza de la propia Coloma, se diría que ella era feliz.

Hasta aquella mañana.

Aquella mañana, cuando Coloma se despertó y fue a palparse el herpes para decirle buenos días, se encontró con que ya no estaba. ¡Había desaparecido!

¿Cómo era posible? Lo buscó entre las sábanas. Miró incluso entre los dientes del gato, por si se lo había comido. Coloma comenzó a sentirse muy triste. Bernardino...

— ¡Bernardino! —llamó desesperada.

Y repitió:

— ¡Bernardino!

Y, de repente, oyó una voz a sus pies que decía:

— Aquí estoy.

Coloma se quedó mirando al ser que se había colocado ante sus pies. Era una especie de gnomo que caminaba a saltitos por el suelo.

— ¿Tú eres Bernardino? —preguntó sorprendidísima Coloma.

— Sí.

— Pero...

— Verás, he nacido de ti en mitosis, ya sabes, como las células que se separan. Soy una especie de clon tuyo, pequeñito y feo, pero un clon...

Coloma no sabía si saltar de alegría o llorar. Por un lado, era bonito tener compañía en el piso. Por el otro, Bernardino había salido bastante feo. Tenía orejas picudas, como los elfos, y, además, si lo vieran los vecinos, avisarían a las Fuerzas Armadas por posible avistamiento de alienígenas.

Bernardino pareció barruntar el dilema de Colomba:

— Te prometo que no cambiará nada, todo será como antes... Además, ahora podré ofrecerte mi hombro para que llores cuando veas una película sensible.

Lo malo es que el hombro de Bernardino le quedaba a Coloma un poco bajo, pero subiéndolo en varios cojines, quizás...

Pero Coloma aceptó. Dejó a Bernardino, su clon imperfecto, vivir en casa. Y hubieran vivido felices, con Bernardino haciéndose pasar por una cacatúa en una jaula cada vez que tenían visita, de no haber sido porque, un día, al levantarse, Coloma descubrió que una verruga de la barbilla empezaba a crecerle desmesuradamente y enseguida se dijo: “¿Y ahora qué...?”

Frantz Ferentz, 2013

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