Aquel día, Carl iba a batear una pelota de béisbol por primera vez en su vida. En el equipo todos se reían de él, porque pensaban que era muy flojo y que para que Carl le acertara a la pelota era preciso que se produjera una alineación planetaria o incluso algo aún más serio. El lanzador era otro chaval de su edad, once años, cuya fama ya era enorme en todo el Estado de Dakota. Lanzó la pelota con todas sus fuerzas en la dirección del Carl. Y Carl la bateó en ella. La bateó a la primera. El bate se rompió en dos, pero la pelota ascendió hacia los cielos y se perdió de vista. No cayó al suelo, aunque durante una hora estuvieron esperando la caída de la pelota en alguna parte.
Diez años después, Carl se había convertido en un jugador mediocre de un equipo de béisbol en Misuri. El episodio de aquella pelota lanzada a los aires y perdida en las alturas era ya un vago recuerdo en el fondo de su cerebro. Sin embargo, tal vez aquella fuera el partido más importante de su vida. Solo tal vez. Si su equipo no ganaba aquel partido, él y todos los demás ya se podrían dedicar a cualquier otra cosa que no fuera el béisbol.
El equipo contrario ganaba por un punto. Si hacían la última carrera, llevarían la victoria y todo el esfuerzo del equipo del Carl no habría servido para nada. El lanzador del equipa de Carl dirigió la pelota contra el bateador del equipo adversario. Aquel la bateó como había bateado años atrás el propio Carl, haciendo subir la pelota hasta las nubes, hasta perderse de vista. En el estadio un grito de victoria surgió en las gradas. El equipo del Carl estaba vencido.
Pero no. De repente se sintió un zumbido en el cielo. Enseguida todos pudieron comprobar que era una pelota. Mientras el bateador corría tranquilamente, sin prisas, por el estadio, celebrando la victoria, Carl levantó su brazo izquierdo y recogió aquella pelota que, por algún extraño motivo, no caía como si fuera un proyectil. Carl la atrapó y el estadio enmudeció de repente.
El equipo del Carl había vencido. El propio Carl observó aquella pelota. No era la que había bateado el adversario hacía unos minutos, sino la misma pelota que él mismo había lanzado a los aires diez años atrás.
Inexplicablemente le había caído a él justo allí y entonces. No había explicación para aquello.
Espontáneamente sus colegas levantaron a Carl por los aires, mientras él se preguntaba cómo había llegado hasta él aquella pelota diez años después, si era cosa de los ángeles, o de quién.
Y mientras, a varios centenares de kilómetros por encima de la atmósfera de la Tierra, un ET le decía la otro dentro de su nave invisible a los telescopios y a los radares:
"Pero bueno, ¿ya has vuelto a inmiscuirte en los asuntos de los terrícolas?"
"Solo un poco", dijo el segundo. "Me encanta ver la cara de pánfilos que ponen los humanos cuando suceden cosas para las que no encuentran explicación racional..."
Y a continuación, metió aquella pelota de béisbol en un cajón donde coleccionaba objetos curiosos de los humanos. Tal vez dentro de unos años volviese a gastar una broma con ella. Tal vez.
Frantz Ferentz, 2013
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