sábado, 30 de marzo de 2013

EN UN PUEBLO AL SUR DE ITALIA

Durante una de las excursiones que hicimos aquellas vacaiones por el sur de Italia, pasamos por una pequeña villa pesquera llamada Leiocca. Era un lugar tranquilo donde el tiempo parecía ir a otro ritmo. Yo, por entonces, viajaba con mis padres y mi hermana Ermelinda, que tiene nombre de queso y que, cuando habla, me recuerda a un mamut. 

Fuimos a un pequeño restaurante, porque ya era la hora de almorzar. Nos pusieron el menú delante y vi que casi todos los platos eran de pasta. Para mí genial, pero para la tonta de mi hermana no, Ermelinda decía que no quería pasta, ¿cómo iba ella a comer pasta? ¿Será boba? ¿Hay alguien a quien no le guste la pasta en este planeta, aparte de a mi hermana extraterrestre? 

Mis padres pusieron paz entre nosotros. Mi hermana se comería una tortilla de jamón. Arreglado. El camarero estaba asombrado con que alguien se comiera una tortilla de jamón, de hecho dudo que supiera de qué se trataba. Deseaba ver qué le traían. 

Y allí llegó, mi plato de espirales a la boloñesa. Ni siquiera recuerdo lo que pidieron mis padres. Yo solo reparé en aquel plato. Pero alto, a pesar del aroma que salía de él, me pareció una porción minúscula. Necesitaría cinco como aquella para hartarme. Me quejé a mis padres, como no podía ser de otro modo.
  
"El niño tiene razón", asintió mi padre. "Mucho plato, pero poco contenido. Es el plato más extraño que he visto en vida, mira qué alto es..." 

Y sin más, alzó la mano y llamó al camarero, que acudió todo diligente. 

"Non piace ai signori la pasta?", preguntó todo adulador. Luego me fijé en los mostachos del camarero, que eran largos y finos, como los de los camareros italianos de las películas y su voz sonaba a violín. 

"No, el problema es que la porción es muy pequeña", le replicó mi padre. 

"¿Pequeña?", inquirió el camarero. 

"Piccola", se entrometió Ermelinda que estaba más guapa callada. ¿Pero es que no le bastabta con su tortilla de jamón? 

"Ma non è così", respondió el camarero todo sonriente. "Il piatto è molto fondo, la porzione è grande".
  
Aquello sí lo entendimos, pero lo que era discutible era que la porción fuese grande, para mí no lo era, yo soy de verdad una máquina devoradora de pasta y para mí aquella era una porción más bien escasa, casi un tercio de porción. Sin embargo, seguí comiéndome mi pasta en aquel plato extraño que, por lo visto, era típico de Italia o de parte de ella, no sé, tendría que consultarlo en la Wikipedia. 

"¿Sabéis como hacen en esta villa para controlar que el tráfico sea muy lento y los coches no corran por la carretera, que es la calle principal?", interrumpió de pronto mi hermana la armonía de la ingestión de espirales a la boloñesa. 

No es que ella lo supiera todo, simplemente es que se leía todo lo que le caía en las manos. Enseguida había pillado un folleto turístico en inglés (ja, fíjate, sabía inglés... e italiano y alemán y catalán, ¡qué asco de inteligencia tenia la tía!) 

"Pues es muy curioso", siguió explicando ella. "Resulta que contratan a varios pensionistas para pasearse todo el día con la bicicleta por la calle principal, en un sentido y en el otro. Como la calle es estrecha y no se puede adelantar, obligan a los conductores a ir despacio, porque no pueden pasarlos. Los pensionistas están felices porque hacen algo que les gusta, que es montar en bicicleta y al mismo tiempo se ganan algún dinero aparte. Y al Ayuntamiento le sale esto más económico que poner guardias y radares". 

Mientras mis padres comentaban con mi hermana, el mamut, las maravillas de la medida para el control del tráfico en Leiocca, yo ya estaba haciendo descender el nivel de pasta. Estaba a punto de llegar a la parte estrecha y honda. Y ahí, justo ahí, comenzaron mis problemas. El tenedor no conseguía pinchar los últimos espirales. Yo lo intentaba e intentaba mil veces, pero ellos escapaban. Habría jurado que aquellos espirales tenían vida propia, que se habían cubierto de grasa y que evitaban así que yo los capturara. 

Mi lucha a vida o muerte no pasó desapercibida para aquel monstruo de hermana que me ha tocado en suerte. Enseguida vino su ataque feroz: 

"Venga, que no se diga que unos miserables espirales van a vencer al campeón mundial de ingesta de pasta..." 

No entendí si lo de ingesta era algo bueno o malo, pero mi hermana me estaba haciendo burla. Hasta ahí podíamos llegar. Dejé el tenedor en la mesa y metí la mano en aquel estrecho espacio. 

"¿Pero qué haces? ¡No seas cerdo!", chilló mi madre. Si entonces ella pretendía que yo no atrajera la atención de las otras personas que comían en el restaurante, consiguió justo lo contrario. Las diez o doce cabezas que estaban allí se volvieron todas hacia nosotros. 

"Que vergüenza nos estás haciendo pasar...", masculló mi madre mientras se mordía el labio inferior.

Sin embargo, aquello ya era una cuestión de vida o muerte. Por una parte, no iba a permitir que mi hermana se riera de mí; por la otra, aquellos malditos espirales no iban a quedarse sin castigo por su osadía. En conclusión, saqué la mano, que ya vi que era igual de inútil que el tenedor para aquellos menesteres y volqué el plato en la mesa. La fuerza da gravedad hizo el resto. Los últimos espirales se cayeron en la mesa. Me lancé sobre ellos con todas mis ganas, ante la mirada atónita de mis padres y de mi hermana, que estaban convencidos de que yo había perdido el juicio. Pero no, era una cuestión de orgullo. Yo estaba todo contento, me sentía como Julio César tras conquistar la Galia. Mis padres y mi hermana, sin embargo, querían esconderse debajo de la mesa porque toda, absolutamente toda la gente del restaurante, tenía los ojos puestos en nosotros y, naturalmente, cuchicheaban. 

Y luego vino el camarero que se nos quedó también mirando. 

"Bravo, il ragazzino è stato bravissimo e ha mangiato tutto il contenuto del piatto", dijo. 

Yo lo contemplaba con una media sonrisa de satisfacción. 

"Quindi, secondo la nostra tradizione, hai guadagnato anche il piatto come premio...", siguió explicando el camarero. 

Ahí todos nos quedamos boquiabiertos sin entender. El camarero se estiró aún más los bigotes finísimos por las puntas, se acercó la mí, cogió el plato, verificó que estaba vacío del todo y me lo puso en la cabeza. 

Yo no reaccioné ni tampoco mis padres. Pero el camarero siguió explicando: 

"Il premio è: chi mangia tutto si porta il piatto via. Questi nostri piatti di Leiacco servono anche come cappelli contro la pioggia" 

Y con el plato en la cabeza como un sombrero, salí de allí acompañado de mis padres, ante la admiración de todas las personas del restaurante y yo con la cabeza aun más erguida para demostrar mi orgullo. De hecho, algunos de los presentes hasta aplaudieron timidamente. No iba a permitir que nadie me arrebatara aquel plato-sombrero que con tanto esfuerzo me había ganado, era mío e iba a disfrutar de él pesara la quien pesara. 

Aún hoy, después de tantos años, conservo el plato-sombrero que es ideal para la lluvia, pero puedo juraros que no he vuelto nunca a comer pasta en él.

Frantz Ferentz, 2013

viernes, 29 de marzo de 2013

LAS TRES CEREZAS



Hace muchos años, cuando todos los viajes se hacían por tierra o por agua, un campesino joven llamado Daisuke tuvo que abandonar su país y su familia, porque se había negado a servir como soldado al emperador. Vivía en una aldea pequeña desde donde se podía ver el Monte Fuji, la montaña sagrada del Japón. 

Antes de la partida, con lágrimas en los ojos, su abuela, una ciega anciana con más de 90 años, le dijo: 

─ Querido nieto, acuérdate siempre de dónde vienes. Tú eres nuestra semilla. Nunca te olvides de las flores de cerezo que se ven desde nuestras ventanas en primavera. Por esta razón, solo puedo darte algo pequeño para el viaje. Pero has de hacer un buen uso de esto, hijo, de lo contrario no llegarás a ser nadie, porque te habrás olvidado de nuestra tierra. 

La abuela dio a su nieto un pequeño paquete que Daisuke no abrió hasta quedarse solo. El paquete no tenía casi nada, solo una simple caja, hecha de papel, en que había colocadas tres cerezas, todas rojas, lindas, deliciosas. El muchacho sabía que su abuela era una mujer sabia, y que esas tres cerezas tenían algún significado. Él se guardó el paquete y comenzó a caminar en dirección al sur, a Kioto. Como era un desertor, pues sus creencias le impedían odiar y atacar a otro ser humano, el viaje fue muy cauteloso para no ser descubierto por los soldados. Fue un camino complicado, obligándolo a esconderse durante el día en charcos de barro y a caminar en el oscuro de la noche. La poca comida que había traído de casa se agotó enseguida, forzándolo a alimentarse de frutas que encontraba por el campo a lo largo del camino, o a recoger basura que otras personas tiraban por los caminos. 

Todas las noches pensaba el muchacho en los cerezos al pie del Monte Fuji y recordaba la voz de su abuela contándole historias, con aquella voz dulce que lo había acompañado durante toda su infancia, la misma voz que le había hablado el día de partida. 

─ Tú eres mi único nieto vivo ─dijo la anciana en una noche estrellada─. El emperador se me ha llevado a todos los otros. Yo no quiero perderte también. Corre, corre, corre pues, yo prefiero que estés muy lejos, pero vivo, antes que muerto y enterrado aquí en casa. 

Y así fue cómo Daisuke decidió partir. 

Cuando llegó a Kioto, se disfrazó de mujer, pues era la única manera de no ser detenido por la calle. El ejército no recluta mujeres, porque las considera seres inferiores útiles solo para cuidar de los asuntos domésticos. Con esa estrategia, Daisuke fue capaz de embarcarse en un navío que navegaba hacia el este, a un nuevo país que estaba surgiendo. El último dinero que había traído de casa lo usó para pagarse el pasaje. A lo largo viaje que duró más de un mes, siempre vio la puesta de sol reflejada en el mar. Y él siempre se acordaba de los cerezos al pie del Monte Fuji, pero con el pasar de los días se alejaba de ellos más y más. Sin embargo, cumplió la promesa hecha a su abuela de mantener esa imagen en su corazón y no se olvidaba de donde procedía. Finalmente, llegó a otro continente, a otro país. La ciudad donde cayó se llamaba San Francisco y era muy grande. Por suerte, no era allí el único japonés, ni siquiera el único asiático. Lo cierto es que vio personas de todas las razas, pero una en particular le resultó totalmente desconocida, se trataba de hombres y mujeres con la piel marrón y el cabello todo lleno de caracoles. 

Desde entonces, y sabiendo que ya era libre de la tirania del Emperador, Daisuke volvió a vestirse de hombre, pero no sabía hacia dónde ir o qué hacer. No conocía el idioma del nuevo país, pero no pasó mucho tiempo antes de que emepezara a aprenderlo. Visto que aquel era un país de oportunidades, inmediatamente encontró un empleo en la construcción del ferrocarril. Ese trabajo le permitió ir hacia el, atravesando el inmenso país. Trabajó sin descanso durante muchos meses como un esclavo, ganando poco, pero al final, estaba feliz de ver todos los días la puesta de sol en el horizonte y se acordaba de los cerezos al pie del Monte Fuji. 

Hasta aquel día. 

Aquel día, por casualidad, vio el Monte Fuji en medio de una llanura, en Arizona, en medio del desierto. La montaña surgía orgullosa, muy lejos. Daisuke entonces decidió abandonar el trabajo esclavo e ir hacia el norte en dirección a la visión del Monte Fuji. Así fue como, de noche, mientras todos dormían en el campamento, Daisuke se marchó caminando de puntillas, mientras los coyotes pasaban aullando muy cerca de él. Tal era el deseo de alcanzar la montaña que su propio miedo se le pegó como una sombra. 

Calculó que para la montaña, tan parecida al Monte Fuji, aún tenían que quedar a tres o cuatro jornadas de distancia. No tenía agua, por tanto, ¿cómo podría llegar hasta aquella montaña sin agua? Y si por casualidad llegaba allí, ¿qué haría después? Dicen que aquellos que entran en el desierto sin agua y sin comida, como él, acaban muriendo. Pero a Daisuke no parecía importarle, solo quería aproximarse a aquella montaña, de modo que la visión de la misma le dio la fuerza necesaria para seguir avanzando. 

Y al segundo día, bajo el sol abrasador y sin agua, Daisuke se desmayó. La mente de Daisuke voló más allá del horizonte, del mar y llegó a la llanuras al pie del Monte Fuji, donde los cerezos ya habían florecido para cubrir todo el aire de pétalos. Pensó que estaba a punto de irse al otro mundo, para reencontrarse con sus hermanos, que habían muerto sirviendo al emperador. En vez de eso, cuando abrió los ojos, vio el rostro de una mujer hermosa, con la piel de color cobre y negros cabellos largos. Era una joven india, que le había salvado la vida. Ella lo había encontrado casi muerto, se lo había traído a su campamento con la ayuda de algunos guerreros y lo había curado. 

Infelizmente, no conseguían entenderse, porque ella ni siquiera hablaba inglés. Una vez recuperado, el muchacho quiso irse para continuar su viaje en dirección a la montaña. En el momento de despedirse de ella, Daisuke se llevó la mano al bolsillo y cogió el paquete que siempre lo acompañaba. Lo abrió y sacó una de las cerezas. Se habían mantenido frescas como el primer día, como cuando su abuela se las había dado. Era su manera de agradecerle que le hubiera salvado la vida. Ella, la joven india, nunca había visto una cereza, pero le gustó su color rojo oscuro y se la comió con placer, cerrando los ojos. Daisuke pensó que era la mejor manera de usar una de aquellas cerezas que su abuela le había dado para el viaje. 

La joven india le dijo: 

─ Mara. 

Ese era su nombre. Y una lágrima descendió por su rostro bonito mientras ella contemplaba la partida de Daisuke. 

Dos días después, el joven japonés llegaba al pie de la montaña. Su forma era, sí, como a de el Monte Fuji, pero todo él estaba desierto. Había solo piedras y serpientes. Sin embargo, algo dentro de él le decía que aquel era el lugar donde el destino lo había conducido. Pero, ¿qué iba a hacer él allí solo? 

Empezó a construir una pequeña cabaña, pero no tenía herramientas, solo un cuchillo grande. Al cabo de una semana, había adecentado un mínimo espacio donde vivir. Felizmente se había encontrado cerca un arroyo que nacía en la montaña. Había por lo menos algo de agua y nada más. 

Todos las tardes contemplaba la puesta de sol. Él sabía que el sol, después de abandonar aquellas latitudes, corría hacia Japón. Cuando para él llegaba la noche, en su aldea amanecía. El sol era su único contacto con su tierra natal. Se sentía triste, solo en la compañía de los coyotes, que eran los únicos seres vivos que vivían cerca de él. 

De repente, una mañana, justo después de levantarse, vio una figura caminar entre él y el sol. Parecía el “espíritu de la mañana”, o tal vez fuera algún antepasado. La figura le resultó irreconocible durante algunos minutos, hasta que el sol estuvo muy por encima del horizonte. Entonces Daisuke reconoció a Mara. Ella había abandonado a los suyos y había seguido la llamada de su corazón. 

Daisuke se sentía muy feliz. Él la abrazó. Enseguida, le ofreció otra cereza. Ella la cogió y se la comió con mucho placer, cerrando los ojos y sintiendo su sabor perfumado invadir todos sus sentidos. Mara esperó que él se comiese la última. Él también lo habría hecho con placer, pero en vez de comérsela, Daisuke cogió la mano de Mara y juntos se alejaron un centenar de metros de la cabaña. No muy lejos del arroyo, enterraron la cereza. 

A la primavera siguiente, un pequeño brote de cereza se dejó ver. Daisuke y Mara lo contemplaron como si fuera su propio hijo. Daisuke pensó que al cabo de algunas primaveras aquel valle sería como las llanura que se extienden a los pies del Monte Fuji, con los cerezos en flor. Finalmente había sido capaz de usar adecuadamente las tres cerezas que su abuela le había dado. En verdad, toda su historia, su vida, había viajado con él y así su estirpe continuaría viva a miles de kilómetros de distancia de donde había nacido. 

Pero no me preguntéis dónde queda este valle, o lo que pasó después con Daisuke. Aún hoy un trozo de vida del Japón vive en el desierto de Arizona y, cada primavera, el cielo se llena de nubes de pétalos de flores de cerezo.



*    *    *




Molti anni fa, quando tutti i viaggi si facevano via terra o sull’acqua, un contadino chiamato Daisuke dovette abbandonare il suo paese e la sua famiglia perché si era rifiutato di servire come soldato all’imperatore. Viveva in un paesetto da cui si vedeva il monte Fuji, il monte sacro dei giapponesi.

Prima della partenza, con le lacrime agli occhi, sua nonna, un’anziana cieca di più di novant’anni gli disse:

“Caro nipote, ricordati sempre da dove vieni. Tu sei il nostro seme. Non dimenticare mai i ciliegi in fiore che si vedono dalle nostre finestre in primavera. Per questo motivo, solo ti posso dare una cosa per il tuo viaggio. Se saprai usare bene questo regalo, trionferai, altrimenti, non sarai nessuno, perché avrai dimenticato la nostra terra”.

La nonna diede al nipote un piccolo pacchetto che Daisuke non aprì finché fu solo. Il pacchetto non aveva altro che una semplice scatolina, fatta di carta, all’interno della quale erano collocate tre ciliegie, tutte rosse, belle, deliziose. Il contadino sapeva che sua nonna era una donna saggia e che quelle tre ciliegie avevano qualche significato. Mise in tasca il pacchetto e cominciò a camminare verso sud, verso Kyoto. Essendo egli un disertore, poiché la sua fede gli impediva di odiare e di aggredire un altro essere umano, nel cammino faceva molta attenzione per non essere scoperto dai soldati. Fu un percorso complicato, obbligandolo a nascondersi di giorno, fra i maiali, nel fango, e camminando al buio della notte. Il poco cibo che aveva portato da casa finì subito, costringendolo quindi a nutrirsi con i frutti che trovava nei campi lungo il cammino, oppure raccogliendo i rifiuti che altre persone buttavano.

Tutte le notti pensava ai ciliegi ai piedi del monte Fuji e ricordava la voce della nonna raccontandogli storie, era quella la dolce voce che l’aveva accompagnato per tutta la sua infanzia, la stessa voce che alla fine l’aveva salutato al momento della partenza. 

“Sei il mio unico nipote vivo”, gli disse l’anziana in una notte stellata, “L’imperatore mi ha portato via tutti gli altri. Non voglio perdere anche te. Vattene, fuggi, preferisco che tu sia lontano, ma vivo, che morto e seppellito qui, a casa”.

E fu così che Daisuke decise di andarsene.

Quando arrivò a Kyoto si travestì come una donna, era l’unica forma per non essere fermato. L’esercito infatti non cercava le donne, considerandole esseri inferiori utili solamente per occuparsi delle faccende di casa. Grazie a questa strategia, Daisuke riuscì a imbarcarsi in una nave che salpava verso est, verso un paese che stava nascendo. Gli ultimi soldi che aveva preso da casa li usò per pagarsi il biglietto. Nel lungo viaggio che durò più di un mese vide sempre il tramonto del sole, specchiandosi nel mare. E ricordò sempre i ciliegi ai piedi del monte Fuji, ma ogni giorno che passava se ne allontanava ancora di più. Manteneva però la promessa fatta a sua nonna di tenere sempre quell’immagine nel cuore e di non dimenticare da dove veniva. Finalmente arrivò in un altro continente, e in un altro paese. La città dove sbarcò si chiamava San Francisco, ed era grandissima. Per fortuna non era l’unico giapponese, nemmeno l’unico asiatico che era lì. Infatti vide persone di tutte le razze, però una in particolare era assolutamente sconosciuta per lui, si trattava di uomini e donne con la pelle marrone e i capelli tutti lisci.

Da quel momento, e sapendosi libero dalla tirannia dell’imperatore, Daisuke tornò a vestirsi come un uomo, ma non sapeva dove andare, né che cosa fare. Non sapeva la lingua del nuovo paese, ma non passò troppo tempo che incominciò ad impararla. Ed essendo quello un paese di nuove opportunità, trovò subito un lavoro nella costruzione della ferrovia. Quel lavoro gli permise di spostarsi verso est, attraversando quell’immenso paese. Lavorò per tanti mesi come uno schiavo, guadagnando poco, ma nel fondo si sentiva felice di vedere, ogni giorno, il tramonto, l’orizzonte, e ricordare i ciliegi ai piedi del monte Fuji. Fino a “quel” giorno.

Quel giorno, per caso, rivide il monte Fuji in mezzo a una pianura, nell’Arizona, in mezzo al deserto. Il monte si alzava orgoglioso, molto lontano. Daisuke decise allora di abbandonare quel lavoro da schiavo decidendo di andare verso nord, verso quella visione del monte Fuji. Fu così, che, di notte, mentre tutti dormivano nell’accampamento, Daisuke se ne andò camminando in punta di piedi, mentre i coyote ululavano molto vicino a lui. Tanto era il desiderio di raggiungere il monte che la sua propria paura, lasciò che lo accompagnasse come un’ombra.

Calcolò che la montagna, simile al monte Fuji, doveva essere ancora a tre o quattro giorni di distanza. Non aveva acqua con sé, come avrebbe potuto raggiungere quel monte senza acqua? E se per caso ci arrivava, cosa avrebbe fatto dopo? Dicono che coloro che entrano nel deserto senza acqua e viveri, come lui, muoiono. Ma a Daisuke sembrava non importare nulla, soltanto vedere quel monte così simile a quello suo gli dava la forza per andare avanti.

E il secondo giorno, per il sole cocente e senza acqua, Daisuke svenne. La mente di Daisuke volò sull’orizzonte, sul mare, e arrivò alle pianure ai piedi del monte Fuji, dove i ciliegi fiorivano fino a coprire tutta l’aria di petali. Pensò che stava per passare all’altro mondo, rincontrandosi con i suoi fratelli, che erano morti servendo l’imperatore. Invece, aprì gli occhi e vide un bellissimo volto di donna, con la pelle colore di rame e con lunghissimi capelli neri. Si trattava di una giovane indiana, che gli aveva salvato la vita. L’aveva trovato quasi morto, l’aveva portato all’accampamento con l’aiuto di alcuni guerrieri e l’aveva guarito.

Purtroppo non potevano capirsi, perché lei non parlava nemmeno inglese. Una volta ripresosi, volle andarsene per continuare il suo cammino verso la montagna. Al momento di accomiatarsi da lei, Daisuke cercò nella sua tasca quel pacchetto che sempre l’aveva accompagnato. L’aprì e prese una delle ciliegie. Si erano conservate freschissime, come il primo giorno, come quando sua nonna gliele aveva consegnate. Era il suo modo di ringraziarla per avergli salvato la vita. Lei, la giovane indiana, non aveva mai visto una ciliegia, ma il suo colore rosso intenso le piacque e la mangiò con piacere, chiudendo gli occhi. Daisuke pensò che era il miglior modo di usare una di quelle ciliege che sua nonna gli aveva dato per il viaggio.

La giovane indiana disse allora: 

“Mara”. 

Quello era il suo nome. E una lacrima scese nel suo bellissimo volto mentre vedeva Daisuke partire.

Due giorni più tardi, il giovane giapponese arrivò ai piedi della montagna. La forma era, sì, come quella del monte Fuji, ma tutto intorno era deserto. Solo c’erano pietre e serpenti. Però, qualcosa dentro di sé disse a Daisuke che quello era il posto dove il destino l’aveva guidato. Ma cosa avrebbe fatto, lui, lì da solo?

Cominciò così a costruire una piccola capanna. Non aveva strumenti, soltanto un grande coltello. In una settimana preparò uno spazio per abitarci. Per fortuna aveva trovato un ruscello che nasceva da quel monte. Quindi un po’ di acqua ce n’era, ma nient’altro.

Tutte le notti guardava il tramonto. Sapeva che il sole, quando se ne andava da quel posto, arrivava subito in Giappone. Quando per lui arrivava la notte, nel suo paesetto natale arrivava il giorno. Solo il sole era il suo contatto con la terra d’origine. Si sentì triste, in compagnia solamente dei coyote, che erano gli unici esseri viventi accanto a lui.

All’improvviso, una mattina, quando si alzò, vide una sagoma fra lui ed il sole. Sembrava lo “spirito del mattino”, o forse si trattava di qualche antenato. La sagoma rimase immobile alcuni minuti, finché il sole si alzò dall’orizzonte. Quindi Daisuke riconobbe Mara. Aveva abbandonato i suoi e aveva dato ascolto al suo cuore.

Daisuke si sentì molto contento. L’abbracciò. Poi le offrì un’altra ciliegia. Lei la prese e la mangiò con grande piacere, chiudendo gli occhi e sentendo il suo sapore profumato invadere tutti i suoi sensi. Mara aspettava che lui mangiasse l’ultima rimasta. Lui l’avrebbe fatto molto volentieri, ma invece di mangiarla, Daisuke prese la mano di Mara e insieme si allontanarono un centinaio di passi dalla capanna. Non lontano dal ruscello seppellì la ciliegia.

La primavera successiva, un piccolo germoglio di ciliegio si lasciò vedere. Daisuke e Mara lo guardarono insieme come un figlio. E Daisuke pensò che fra alcune primavere, quella sarebbe stata come la valle del monte Fuji, con i ciliegi fioriti. Finalmente aveva saputo usare correttamente le tre ciliege che sua nonna gli aveva regalato. Infatti, tutta la sua storia, la sua vita, era venuta con lui, e la stirpe avrebbe cosi continuato a migliaia di chilometri di distanza.Ma non chiedermi dov’è questa valle, né che cosa è capitato a Daisuke. Ancora oggi un pezzettino del Giappone vive nel deserto dell’Arizona e tutte le primavere il cielo si copre di nuvole di petali di fiori di ciliegio.

Frantz Ferentz, 2012







martes, 26 de marzo de 2013

LA BRUJA QUE PREPARABA EL MEJOR CHOCOLATE DEL MUNDO


Érase hace mucho tiempo una aldea donde vivía una bruja.
Y como en la mayoría de los casos, los vecinos quisieron quemar a la bruja.
Es que antaño tenían la fea costumbre de quemar brujas.
La bruja, cuando vio que venían por ella con teas y cara de pocos amigos se asustó.
Pero tuvo una idea:
Vecinos, os convido a todos a una taza de chocolate caliente.
Los vecinos desconfiaron.
Pensaron que echaría algo en el chocolate, algún conjuro para convertirlos en sapos y galápagos.
No temáis, yo lo probaré primero -se ofreció la bruja.
Ella ya había preparado una marmita toda llena de chocolate.
El aroma invadió la nariz de todos y cada uno de los vecinos.
Todos, al final, cataron aquel chocolate.
Estaba tan bueno...
Por eso, al final, se olvidaron de quemar a la bruja.
Desde entonces, la bruja los convidó todos los años a tomar chocolate caliente en invierno.
Lo que los vecinos no sabían es que aquel chocolate sí que estaba embrujado.
Pero estaba tan delicioso...
Por eso, aún hoy en esa aldea fabrican el mejor chocolate del mundo, pero nadie revela el secreto de la receta.

LOS ANIMALES INTELIGENTES


      Un hombre decidió entrenar a un chimpancé, un papagayo y un grillo.
Trabajó con ellos durante dos años día y noche.
Los entrenó muy bien.
Hasta que los tuvo preparados para actuar como un ser humano.
Cuando los metía en el disfraz de hombre, nadie se enteraba de que eran tres animales.
Los animales habían aprendido a comunicarse entre sí.
Daban conferencias.
Hacían planos de grandes terrenos y puentes.
Escribían manuales de economía, filosofía y bricolaje.
Hasta que se volvieron inmensamente ricos.
Pero siempre, cada noche, volvían a dormir a casa de su amo.
¿Y por qué no se independizaban de él? –se preguntará algún curioso lector.
Muy sencillo: porque el chimpancé era la inteligencia y los movimientos; el papagayo ponía la voz –aunque algo aflautada–; y el grillo era la consciencia, que siempre los hacía volver a casa...
 

EL VENDEDOR DE MOSCAS


Un hombre puso un puesto en el mercado para vender moscas.
Los clientes no salían de su asombro.
¿Cómo se podían vender moscas?
Y el hombre explicó que las moscas que vendía no eran moscas corrientes.
Eran moscas entrenadas.
Si alguien a su lado tiene malas intenciones, ellas lo saben.
»Si alguien les quiere vender comida en mal estado, ellas lo saben.
»Si alguien los insulta a sus espaldas, ellas lo saben.
»Si reciben un paquete lleno de odio, ellas lo saben...
Y enumeró tantas y tantas cosas que las sabias moscas descubrían...
Un cliente entonces le preguntó:
Eso está muy bien, pero si descubren algo de eso, ¿qué es lo que hacen?
Lo que hacen todas las moscas: posarse en la mierda.

LA VUELTA AL MUNDO


Magdalena era una niña muy emprendedora.
Había decidido que quería dar la vuelta al mundo.
Aprovechó para eso unas vacaciones de verano.
Ella creía que en dos meses podría llegar muy lejos.
Salió por la mañana muy temprano.
Decidió que para que no la detuviesen en las fronteras, cerraría los ojos.
Así no vería las fronteras.
Empezó a caminar nada más salir de su casa.
Siempre con los ojos cerrados.
Caminó y caminó.
Horas y horas.
Caminó como nunca en su vida había caminado.
Caminaba muy deprisa, casi corriendo.
Caminó hasta que comenzó a sentir frío.
El sol ya bajaba.
Y entonces Magdalena sintió clarísimamente la voz de su madre:
Magdalena, entra ya que es hora de cenar...
Y Magdalena abrió los ojos.
Y vio que caminar, sí que había caminado, pero siempre dando vueltas alrededor de su propia casa. 

EL DINOSAURIO MASCOTA


       Ludwig, el biólogo, le regaló a su mujer una cría de dinosaurio por su cumpleaños.
El biólogo Ludwig la había creado a partir de un huevo de lagartija, pero después creció mucho.
A la mujer del biólogo, que se llamaba Irina, le encantaban los bichos.
Salió a la calle para pasear con la cría de dinosaurio, que de hecho era tan grande como una ternera.
Tenía una ventaja aquella cría de dinosaurio respecto a los perros:
No se paraba en cada farola de la calle o en cada árbol para hacer pipí.
Al contrario, toda la gente con la que se cruzaba se cambiaba de acera.
¡Les daba tanto miedo!
Irina sonreía pero no comentaba nada.
Era tan adorable su pequeño dinosaurio...
Y tenía aún otra ventaja:
Cuando Irina iba a comprar algo con su pequeño dinosaurio, toda la gente le cedía su puesto en la cola...
Tenían tanto miedo de que se los comiese...
Pero Irina no les confesaba que su marido había tenido mucho cuidado de que el dinosaurio clonado fuera vegetariano.