lunes, 25 de noviembre de 2013

CUANDO LIDIA FUE UN PAQUETE DE CORREOS

Lidia posó los codos en el mostrador de correos y dijo toda seria a la señora que se encargaba de poner sellos, pesar cartas, certificar cartas, descartar cartas y echar cartas en el cajón. 

— Buenos días, ¿cuánto costaría enviarme hasta mi casa? 

La señora de correos, que se llamaba Camila, no tenía ni pizca de sentido del humor. Pensó que Lidia estaba de guasa, de modo que le dijo: 

— Depende de lo que le cueste un taxi. 

— Pero es que yo no tengo dinero para un taxi, ni para el bus ni para el tren, ni para nada. Solo tengo dinero para un sello. 

Camila, que no había tenido muy buen día, casi echó chispas por la nariz. Lo mismo había sido un dragón en su vida anterior y algo de eso le había quedado. 

— Mire, señorita, váyase por donde ha venido y no moleste más. 

— A ver —intentó razonar Lidia—, correos es un servicio público, ¿no? 

— Sí. 

— Por tanto, si yo llevo un sello pagado, con una dirección escrita bien clarito, puedo ser enviada como un paquete, ¿verdad? 

— Sí. 

— Pues quiero que me envíen a mi casa por correo. 

Camila se quedó boquiabierta. El argumento de Lidia era impecable, tenía toda la razón. Además, ella podía ser muy geniuda y tener muy mal carácter, pero era la tipa más cumplidora de todos los correos del mundo mundial. Y si alguien tenía razón en cuanto al servicio, ella se lo iba a reconocer, así que dijo: 

— Pase por aquí. 

Lidia pasó. A continuación, Camila la envolvió en papel de embalaje, pero tuvo mucho cuidado de dejarle el rostro descubierto para que pudiera respirar. 

— ¿Cuál es su dirección? 

— Calle de las Amapolas 7 —dijo Lidia. 

Camila escribió la dirección con mucho cuidado sobre el papel de embalaje, escribió con letras mayúsculas. Después se dio cuenta de que para ponerle el sello, tenía que pesarla. 

— Alipio, ayúdame a subir esta señora paquete a la pesa.

Alipio no daba crédito a lo que veía, pero no estaba dispuesto a llevarse un gruñido de Camila, así que la ayudó a alzar a Lidia. Bastó con sentarla en la pesa. 

— No diga mi peso en alto —pidió Lidia. 

Camila no lo dijo. Ella era muy profesional. Tecleó en la maquinita e imprimió un sello. 

— Cinco euros y sesenta céntimos. 

— ¿No ve como es lo más barato? —dijo Lidia. 

— Tiene razón... Pero va a tener que esperar hasta el servicio de mañana. 

Ahí Lidia cambió de expresión y preguntó: 

— ¿Y no pueden enviarme hoy? Es que mi hijo va a llegar de la escuela y no va a tener la merenda hecha. ¿Usted no tiene hijos? 

— No, yo tengo una perra que es como si fuera mi hija. La quiero muchísimo. 

— Pues imagínese a su perra sola en casa, esperándola a usted. 

El corazón de la Camila se hacía trizas solo de pensar en ello. 

— Alipio, servicio exprés. ¡Agarra el carrito y llévate a esta señora-paquete a su domicilio! 

Alipio dio un salto en el asiento. Nunca le había pasado algo así. Pero, como estaba a prueba en correos, no replicó. Colocó a Lidia en el troley, la cargó como pudo en la trasera de la vespa y la llevó a su domicilio tiesa como un palo. Parecía un pararrayos en la trasera de la moto. 

— Pare, pare, que es ahí —chilló Lidia cuando se percató de que ya estaban delante de su portal y que estaban a punto de sobrepasarlo. 

Alipio detuvo la vespa, posó a Lidia en el suelo, saludó con la mano y se marchó en su moto, deseando no tener que hacer encargos como aquel nunca más. 

Sin embargo, Lidia se quedó embalada al lado de su portal. Pobre. Qué desastre de servicio el de correos. Tendría que protestar. Además, la gente que pasaba por allí, no le hacía ni caso. La pobre Lidia se fue dando saltitos hasta el portal, que por suerte estaba abierto, abrió como pudo el ascensor, apretó el botón de su piso con la nariz y subió. Después llamó al timbre también con la nariz. 

Abrió su marido. Cuando vio aquel embalaje allí, le chilló a su hijo: 

— ¡Anda, David, buenas noticias! Tus deseos se han hecho realidad. ¡Te envían la nueva madre que habías pedido!

Frantz Ferentz, 2013

sábado, 2 de noviembre de 2013

LA ODISEA DE UNA PELOTA DE BÉISBOL

Aquel día, Carl iba a batear una pelota de béisbol por primera vez en su vida. En el equipo todos se reían de él, porque pensaban que era muy flojo y que para que Carl le acertara a la pelota era preciso que se produjera una alineación planetaria o incluso algo aún más serio. El lanzador era otro chaval de su edad, once años, cuya fama ya era enorme en todo el Estado de Dakota. Lanzó la pelota con todas sus fuerzas en la dirección del Carl. Y Carl la bateó en ella. La bateó a la primera. El bate se rompió en dos, pero la pelota ascendió hacia los cielos y se perdió de vista. No cayó al suelo, aunque durante una hora estuvieron esperando la caída de la pelota en alguna parte. 

Diez años después, Carl se había convertido en un jugador mediocre de un equipo de béisbol en Misuri. El episodio de aquella pelota lanzada a los aires y perdida en las alturas era ya un vago recuerdo en el fondo de su cerebro. Sin embargo, tal vez aquella fuera el partido más importante de su vida. Solo tal vez. Si su equipo no ganaba aquel partido, él y todos los demás ya se podrían dedicar a cualquier otra cosa que no fuera el béisbol. 

El equipo contrario ganaba por un punto. Si hacían la última carrera, llevarían la victoria y todo el esfuerzo del equipo del Carl no habría servido para nada. El lanzador del equipa de Carl dirigió la pelota contra el bateador del equipo adversario. Aquel la bateó como había bateado años atrás el propio Carl, haciendo subir la pelota hasta las nubes, hasta perderse de vista. En el estadio un grito de victoria surgió en las gradas. El equipo del Carl estaba vencido. 

Pero no. De repente se sintió un zumbido en el cielo. Enseguida todos pudieron comprobar que era una pelota. Mientras el bateador corría tranquilamente, sin prisas, por el estadio, celebrando la victoria, Carl levantó su brazo izquierdo y recogió aquella pelota que, por algún extraño motivo, no caía como si fuera un proyectil. Carl la atrapó y el estadio enmudeció de repente. 

El equipo del Carl había vencido. El propio Carl observó aquella pelota. No era la que había bateado el adversario hacía unos minutos, sino la misma pelota que él mismo había lanzado a los aires diez años atrás. 

Inexplicablemente le había caído a él justo allí y entonces. No había explicación para aquello. 

Espontáneamente sus colegas levantaron a Carl por los aires, mientras él se preguntaba cómo había llegado hasta él aquella pelota diez años después, si era cosa de los ángeles, o de quién. 

Y mientras, a varios centenares de kilómetros por encima de la atmósfera de la Tierra, un ET le decía la otro dentro de su nave invisible a los telescopios y a los radares: 

"Pero bueno, ¿ya has vuelto a inmiscuirte en los asuntos de los terrícolas?" 

"Solo un poco", dijo el segundo. "Me encanta ver la cara de pánfilos que ponen los humanos cuando suceden cosas para las que no encuentran explicación racional..." 

Y a continuación, metió aquella pelota de béisbol en un cajón donde coleccionaba objetos curiosos de los humanos. Tal vez dentro de unos años volviese a gastar una broma con ella. Tal vez.


Frantz Ferentz, 2013