domingo, 25 de mayo de 2014

LA MANO DE LA PRINCESA


El viejo rey Albino II andaba preocupado porque su única hija, la princesa Camomila, no se casaba y estaba a punto de entrar en una edad en la que, creía él, sería complicado que ella encontrara un esposo. 
    El monarca pensaba que la princesa debería tener un hijo para asegurar la continuidad de la estirpe real. Siempre había creído que sería bueno para la institución monárquica y para el país que el heredero fuera un hombre, pero como solo tenía una hija, tendría que conformarse con lo que la naturaleza le había dado. Aun así, ¿por qué no se casaba y tenía hijos para perpetuar la dinastía? 
    Albino II encontró una disculpa estupenda cuando en el reino se instaló un dragón flamígero como pocos. Echaba fuego por la nariz, incluso sin querer. Incluso cuando dormía le salían chispas por las narices, de manera que tenía que dormir siempre en lugares rodeados de rocas para no quemarse él mismo. Y después dicen que la vida de los dragones es fácil. 
    La cuestión es que aquel dragón estaba causando estragos por todo el país. A aquel ritmo, en dos años habría arrasado todo el reino. Por eso, el rey emitió un bando que decía: 

Quien derrote al dragón que el reino arrasa 
ganará algo mejor que una enorme calabaza, 
mas deberá demostrarnos que tiene sangre azul 
aunque venga de muy lejos, acaso de Kabul. 
La recompensa la mano de mi hija será 
pues de otro modo su vida quizás perderá. 

                                       Firmado: Rey Albino II 
                                       amado por todo el mundo 

    El bando iba en verso porque el rey era muy aficionado a la poesía, pero, francamente, era un poeta muy malo.
    Cuando Camomila leyó aquello, se enfadó como nunca en su vida, pero no fue porque el bando estuviese escrito en verso, con una rima horrorosa, sino porque su padre había ofrecido su mano a quien venciera al dragón. 
    — ¿Cómo osas ofrecer mi mano que es mía? —preguntó la hija indignada—. ¡Yo quiero decidir con quién me caso y tú, padre, no lo puedes decidir por mí! 
    — Hija, yo soy el rey y todo el peso del Estado recae sobre mis hombros. Es una responsabilidad enorme la que he de soportar... Tendrás que sacrificarte por el reino. Además, ya has visto que es condición que quien se enfrente al dragón tenga la sangre azul. 
    La princesa Camomila dio un portazo con todas sus fuerzas y se retiró a sus aposentos, donde comenzó a trazar un plan para evitar que su padre se saliera con la suya. Hasta ahí podía ella llegar... 
Apenas había comenzado la noticia de la recompensa de la mano de la princesa a expandirse por el reino y por los reinos vecinos, cuando ya docenas de candidatos se presentaron en la capital del reino para ir a luchar contra el dragón flamígero. Sin embargo, todos los candidatos tenían que pasar una prueba muy sencilla: habían de permitir que les clavasen una aguja en un dedo para así ver de qué color tenían la sangre. 
    Muchos candidatos rechazaron el pinchazo en el dedo porque les causaba terror... terror una aguja en el dedo, pero no las llamas del dragón. Sin embargo, entre los que se sometieron a la prueba de la aguja, casi todos los candidatos fueron eliminados y se les impidió, por tanto, ir a luchar contra el dragón, porque no tenían la sangre azul, sino roja. Hubo un caso inexplicable de un candidato que resultó tener la sangre amarilla, pero aquello, aunque fuera muy extraño, no permitía que el tipo fuera a luchar contra el dragón. 
    Al final no quedaron más que seis candidatos de sangre azul, ya fuera algo más clarita o más oscura, pero azul al fin y al cabo, pues es bien sabido que los nobles tienen la sangre azul, a diferencia del resto de los mortales. 
    Los seis candidatos de sangre azul, entre los que había un príncipe, dos duques, un marqués y dos condes fueron derrotados uno tras otro. Sin embargo, a la hora de quedar asados como pollos, olían igual que la gente normal, la de sangre roja. De hecho, parecía que la sangre azul no los protegía de ninguna manera. 
    El rey Albino II se quedó de piedra cuando vio que los seis candidatos de sangre azul que iban a luchar contra el dragón flamígero habían quedado fuera de combate. ¿Qué iba a hacer él? Con un poco de mala suerte, se quedaría sin reino, porque el dragón iba a acabar consumiéndolo entre llamas. ¡Qué desgracia! Pero entonces apareció inesperadamente un nuevo candidato. 
    Era un tipo menudito a quien el traje de caballero le caía grande. Montaba un poni, porque a un caballo normal solo podría llegar con una escalera. Qué horror. Llevaba una armadura de hojalata que hizo reír a todos los presentes en la corte. 
    — Vengo a luchar contra el dragón —dijo y su voz sonó como la voz de un chavalillo. 
    — Te vamos a pinchar en un dedo para ver si eres de sangre azul —exigió el notario mayor del reino, quien, además de notario, se dedicaba a organizar carreras de caracoles ilegales por todo el reino. 
    — Pincha. 
    Y el notario mayor del reino pinchó. Y vio que la sangre que salía del dedo del candidato era azul. 
    — Buena suerte... —despidió el notario al caballero pequeñito—. En caso de que os suceda algo... ojalá que no, ¿queréis que enviemos vuestras cenizas a alguien? 
    Pero el caballero pequeñito no respondió. Clavó las espuelas en el poni y este corrió hacia las montañas donde había sido visto el dragón aquella misma mañana. 
    Dos horas más tarde, el caballero pequeñito estaba de vuelta con el dragón. Y lo traía atado con una cuerda como si fuera un perro mansito. Todo el mundo se alejaba por miedo a arder, pero por las narices del dragón solo salían humaredas pequeñas como cuando se extingue un fuego. 
    — Notario, aquí traigo al dragón flamígero. Ya no arrasará más nada. 
    — ¿Y eso? ¿Cómo lo habéis hecho? 
    — Muy sencillo, le hice tragar gaseosa hasta que lo llené de gas y, de paso, apagué todo el fuego que tenía dentro. Y como la gaseosa es tan dulce, el dragón no pudo resistirse y bebió y bebió hasta hartarse. 
    Los ciudadanos que había alrededor soltaron un “oooohhhh” de admiración que quizás aún hoy resuene en la plaza mayor de la capital del reino. 
    — Y ahora, cumplan con lo pactado. Quiero la mano de la princesa. 
    El notario mandó llamar a la princesa y al rey. Ambos llegaron a la plaza mayor solemnemente. El rey Albino II saludaba a todos sus súbditos, mientras la princesa Camomila sonreía maliciosamente. 
    El caballero pequeñito se inclinó ante el rey, sin soltar el dragón, y dijo: 
    — Majestad, aquí tenéis el dragón. Ya no causará más daño en vuestro reino —y lo señaló con el dedo, pero el bicho tenía muy mala cara, como quien anda de resaca, aunque fuera de gaseosa—. Y ahora, majestad, cumplid vuestra palabra y concededme la mano de vuestra hija —concluyó el caballero con su voz de chavalillo. 
    — Yo siempre cumplo mis promesas —dijo el rey todo solemne delante de su pueblo—, pero quítate el casco, que quiero ver tu aspecto. Muy joven me pareces para ser un caballero capaz de vencer a un dragón. 
    El caballero pequeñito se quitó el casco y dejó a la vista una larga melena rubia que levantó un “ooooooohhhhhhhhhhhh” aún más fuerte que el anterior, cuando entró en la plaza con el dragón. 
    — ¿Qué broma es esta? —chilló el rey—. ¡Tú eres una mujer! 
    — Sois muy observador, majestad. Soy la princesa Verdeté del reino vecino. Pero como vos habéis dicho que siempre cumplís vuestras promesas, concededme la mano de la princesa, vuestra hija. 
    El rey se quedó con la boca abierta sin saber qué decir. Ni tampoco el notario mayor del reino y aún menos toda la gente que había en la plaza, excepto un niño de cinco años que tiraba de las faldas de su madre y le decía entre murmullos que tenía que hacer pipí. 
    El caballero pequeñito, más bien la caballera, o sea, la otra princesa, no esperó ninguna reacción. Simplemente avanzó hasta la princesa Camomila, la cogió de la mano y juntas se fueron hasta el caballo de Verdeté. Camomila tan solo le dijo a la caballera:
    — Gracias por haber respondido a mi llamada. Llevaba días esperándote.
    Y sin decir una palabra más, ambas montaron en el caballo y se marcharon al galope de la plaza antes de que la gente reaccionara. 
    Sin embargo, si el rey pensó que por lo menos había liberado al reino de las llamas del dragón, tenía razón, pero nadie le había explicado que la cola del dragón podía ser aún más letal que su aliento flamígero y que el monstruo estaba comenzando a recuperarse de la ingestión brutal de burbujas de gaseosa. Era cuestión de minutos que comenzara a golpear con ella por la plaza y arrasar la ciudad entera, pero si lo hizo o no, eso ya es otra historia.

Frantz Ferentz, 2014

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