viernes, 17 de octubre de 2014

LA ALFOMBRA MÁGICA DE MANUEL

    Manuel comprobó con sorpresa que la alfombra donde su perro Felipe acostumbraba echarse la siesta era mágica. ¿Que cómo lo averiguó? Lo cierto es que no fue muy complicado. Le bastó contemplar cómo, durante las siestas de Felipe, la alfombra se elevaba unos milímetros del suelo.
    ¡Era genial!
  Manuel se quedó pensando: «Y si yo me montara en esa alfombra, ¿podría volar?»
    El chaval aprovechó cuando el perro había salido a hacer pis en la calle, porque la madre se lo había llevado de paseo, para subirse en la alfombra. Le dijo:
     – Vuela.
    Pero la alfombra no se movió. Manuel pensó que, tal vez, la alfombra era muy delicada y probó con fórmulas de cortesía, porque la profesora siempre decía que “por favor” era una palabra mágica.
    – Vuela, por favor... Por favor... Por favor... Por favor...
    Nada, aquello no era una palabra mágica por mucho que lo afirmase su profesora. Usó todas las fórmulas que se le ocurrieron, empezando por Abracadabra, pero todo fue inútil, la alfombra seguía allí inmóvil.
    Entonces volvió Felipe. Tras tanta carrera, quiso echarse en su alfombra. Había que reconocer que era un perro perezoso y que lo que más le gustaba en la vida era dormir en su alfombra durante casi todo el día.
    Así, el perro se quedó dormido enseguida, mientras Manuel miraba se lo quedaba mirando. A los pocos minutos, la alfombra empezó a flotar en el aire. El chaval se dio cuenta entonces de cómo funcionaba aquello: era el perro el que hacía flotar la alfombra.
    De alguna manera, el animal tenía la capacidad de activar los poderes mágicos de la alfombra, sin palabras. Lo hacía con su mente. Sí, tenía que ser así, con su mente.
    De repente, Manuel tuvo una idea. Como Felipe, cuando se dormía, tenía un sueño muy profundo, tal vez él pudiera viajar en la alfombra mágica montado en Felipe. Era evidente que no valía la pena echar de allí al perro, porque la alfombra no funcionaría, pero él, Manuel, podría sentarse encima del perro e intentar dirigir el vuelo a lomos del animal.
    Y probó. Aprovechó que la alfombra ya estaba unos centímetros en el aire para subirse en ella y sentarse a lomos del perro. Se sintió como un vaquero del Oeste americano, solo le faltó gritar como uno de ellos.
    El perro, es claro, ni se dio cuenta, siguió durmiendo tranquilamente. Hasta se podría decir que roncaba como el abuelo Carlos. 
    Y cuando ya estuvo encima del perro, Manuel ya no supo qué hacer. ¿Cómo se conducía un perro echado en una alfombra mágica? A lo mejor, funcionaba como con un caballo. Iba a probar. Golpeó suavemente con los talones en los costados del perro y susurró: 
    – Arre.
    Y el perro avanzó lentamente, siempre hacia delante, pero claro, sin cambiar de dirección, corrían el riesgo de pegarse contra la pared. De repente, Manuel tuvo una idea: hacer girar la cabeza del perro con las dos manos hacia la izquierda, en un acto instintivo. Y funcionó, sí, claro que funcionó, porque el perro giró a la izquierda en el último momento, antes de pegarse de morros contra la pared. 
Manuel se puso contento no solo porque podía volar, sino también porque ya empezaba a entender cómo podía dirigir al perro, para a su vez guiar la alfombra. Por tanto, durante varios días, durante las siestas de Felipe, hizo prácticas para guiar al perro echado en la alfombra mágica. Ya había descubierto que para girar a los lados sólo tenía que mover la cabeza del perro para el lado escogido y hasta podía hacerlo estirando suavemente la oreja. Después, para hacer que el perro subiera o descendiera, la clave estaba también en las orejas, estirando de ellas para arriba o para abajo también suavemente, pero estirando de ambas a la vez.
    Fue así como, tras varios días haciendo prácticas por el cuarto, Manuel decidió probar a hacer un pequeño vuelo por fuera. Para eso tenía que escoger un momento cuando sabía que el perro dormiría bastante tiempo, porque sabía que, si el perro se despertaba en el aire, la alfombra se caería al suelo desde una gran altura. De hecho, nadie podía verlo volar montado en un perro que, por su parte, iba echado encima de una alfombra.
    Por tanto, decidió volar de noche. Sabía que Felipe dormía ocho horas seguidas sin menear ni el hocico. Era una ventaja que fuera un perro tan perezoso, sinceramente, porque así podría pasarse algunas horas volando por encima de los tejados de la ciudad, sintiendo el aire fresco en el rostro. Sin embargo, Manuel siempre conducía despacio, por nada en el mundo quería ser descubierto. 
    Hasta aquella noche. Fue cuando Manuel empezó a oír un ruido de motor que se aproximaba de él. Entonces vio como un helicóptero de la policía se le acercaba, con un gran foco iluminando el gran bulto en el aire que formaban él, Felipe y la alfombra. Pero, de repente, Felipe se despertó. Tanto barullo no podía mantenerlo despierto más tiempo, hasta un perro tan perezoso como él tenía que despertarse a la fuerza con aquel ruido horrible, pues, además del motor del helicóptero, se oía a los policías berrear:
    – Les habla la policía. Identifíquense y aterricen lentamente.
    ¿Pero cómo iban a identificarse y aterrizar a la vez? Así no había manera de obedecer, porque al despertarse el perro, su mente dejaba de controlar la alfombra y esta caía en picado como un balón de plomo hacia el suelo...
    Y entonces Manuel se despertó. Felizmente todo había sido una pesadilla. No se había estrellado contra el suelo perseguido por la policía, pero debería estar más atento a sus salidas nocturnas con Felipe y la alfombra mágica. Si lo descubrían, iba a tener serios problemas, pues sí.
    Tras el desayuno, se fue ver al perro. Seguramente estaría durmiendo en su alfombra, todo comodón, después de desayunar y darse su paseo matinal, durante el cual solía regar con pipí todos los árboles del parque, sin dejar ninguno.
    El perro estaba, en efecto, en su rinconcito habitual durmiendo feliz. Bien, vale, todo estaba en orden... ¿O no? Manuel volvió a mirar para al rincón. Y entonces, lo que había notado inconscientemente pasó a ser una percepción consciente: ¡la vieja alfombra ya no estaba allí! El perro dormía encima de una alfombra nueva que, de hecho, era horrible, todo hecho a base de cuadritos a colores. ¡Y de muy mal gusto!
    Manuel se precipitó a la cocina.
    – Mamá, ¿donde está la alfombra vieja de Felipe? –preguntó a la madre, quien en ese momento estaba sentada en el suelo haciendo yoga.
    – En la basura –dijo ella sin alterarse y hasta se diría que sin haber movido los labios. ¿Se habría comunicado con el hijo por telepatía?–. Estaba ya toda deshilachada y daba asco, que ya no cabía más guarrería en ella, aunque la lavara cinco veces seguidas. Ahora el perro tiene una alfombra nueva, que es muy artística, ¿no te parece?
    Pero Manuel no estaba interesado en eso. Abrió el contenedor de la basura, pero la alfombra ya no estaba allá. Se precipitó a la calle, tal vez aún estuviera en la bolsa de basura. Sin embargo, solo pudo contemplar cómo el camión de recogida de basuras se alejaba después de haber vaciado el contenedor... Era inútil correr tras el camión, la alfombra estaba perdida para siempre.
    Qué desgracia. Manuel no pudo evitar que una lágrima se le cayera por la mejilla. ¡Había perdido una alfombra mágica! ¿Cuántas veces la gente encuentra en la vida una alfombra mágica? ¿Cuántas?
    El chaval se volvió todo triste para casa. Solo tenía ganas de llorar. Entró en su cuarto y se tiró en la cama. Al rato vino Felipe. Se había despertado muy pronto aquella mañana. Tal vez había notado que Manuel estaba triste. Saltó a la cama y se quedó a su lado hecho un ovillo. Manuel pensó que era una gran suerte tener un perro tan bueno, aunque se pasara la mayor parte del tiempo durmiendo. Y justo eso fue lo que hizo el perro: hacerse un ovillo y quedarse dormido en la cama de Manuel, bien cerquita de él.
    Enseguida el perro empezó a roncar. Y unos segundos después, la cama empezó a flotar en el aire. Manuel miró al suelo para comprobar que, efectivamente, la cama flotaba. No había duda. Y entonces comprendió algo: nunca había tenido una alfombra mágica, sino un perro volador. 
    En ese instante, Manuel dejó de llorar y alzó suavemente la oreja izquierda de Felipe y la cama se movió lentamente hacia...

Frantz Ferentz, 2014

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