La princesa Clodina, recién maquillada, muy mona ella, se acercó a la charca y empezó a echar un vistazo a las ranas que había alrededor. Buscaba una grande y gorda, la mayor de toda la charca. Por fin la encontró tomando el sol tranquilamente en una roca en la orilla.
— Hola, rana. Hoy tengo que hacer una buena acción. Me lo ha dicho mi consejero espiritual. Dijo que vivo como una princesa... ji, ji, ji, ji... —y ahí se rió por lo bajo—, pero el tonto de él no se ha debido dar cuenta que soy una princesa...
La rana gorda la contemplaba mientras movía el papo arriba y abajo, que es lo que hacen las ranas cuando están tomando el sol, siempre inmóvil.
— Así que —prosiguió la princesa Clodina— yo me dije que mi consejero espiritual tenía razón, que tengo que preocuparme más del resto de las criaturas, pero como en el palacio nadie quiere que lo ayude, todos me ignoran, dicen que soy tonta, pues decidí dar un beso a una rana para convertirla en príncipe. Por lo visto las princesas tenemos ese don. Yo nunca lo he probado, pero creo que sí, ji, ji, ji, ji...
La rana seguía inmóvil mirando a la princesa, sin siquiera mover un párpado, como si escuchara las sandeces de la princesa atentamente. Si por casualidad tenía capacidad de entender, la rana pensaría que la pobre princesa era verdaderamente tonta.
— ¡Así que te voy a besar para convertirte en un príncipe!
Y clavó sus labios recién pintados, todo rojos, en los labios de la rana, quien, efectivamente, ante los asombrados ojos de la princesa, se convirtió, previo paso por una nubecita de humo, en un ser humano... pero no en un príncipe, sino en otra princesa.
— ¡Hombre, vaya! —exclamó la princesa Clodina—. Tú no eres un príncipe.
Y la princesa rana dijo:
— Efectivamente. Es que como no has mirado nada, has besado a un sapo hembra, porque soy una hembra. Y ni siquiera soy una rana, soy un sapo...
— Puagh, qué asco.
— Asco es lo que me dio a mí cuando me besaste.
— Ay, no —se indignó la princesa Clodina, toda herida en su orgullo—, a mí nadie me habla así, porque mando que le corten la cabeza...
— A ver, a ver —insistió la princesa sapo—. Yo quiero recuperar mi forma normal, con que vete pensando en cómo devolverme a mi forma de sapo, que yo vivía muy feliz en mi charca.
— ¡Qué desconsiderada eres! —protestó Clodina—. ¡Voy a llamar los guardias para que te decapiten! ¡Guardias, guardias, a mí!
Enseguida acudieron cuatro guardias armados.
— ¡Decapitad a esa princesa!
Los guardias se quedaron paralizados.
— Princesa Clodina, ¿estáis segura? —preguntó el capitán de los guardias—. Si parece que sois vos misma.
— Sí, decapitadla.
Era cierto, la princesa sapo, al convertirse en humana, parecía una hermana gemela de la princesa Clodina.
— Ella es la impostora —dijo entonces la princesa sapo.
La princesa sapo sonrió, puso carita de niña buena, se les acercó y dio un beso a cada uno de ellos en los labios. De repente, los cuatro guardias se quedaron convertidos en sapos y corrieron a la charca en busca de moscas, porque les estaba entrando hambre.
—¿Pero qué has hecho?
— Ya lo has visto —respondió la princesa sapo—. Oye, ¿sabes qué? Que me está gustando esto. No voy a volver a la charca, voy a quedarme de princesa.
— ¡Ay, no, aquí la única princesa hay soy yo! ¡Voy a llamar a más guardias...!
— Los voy a convertir en sapos también. Pero voy a hacer algo por ti...
Y sin más, la princesa sapo le dio un beso en los labios a la princesa Clodina, la cual se convirtió en una preciosa sapita, que mantuvo toda su realeza incluso convertida en sapo, de manera que todos los sapos machos de la charca cayeron rendidos a sus pies. Y la princesa se quedó encantada, porque como sapo le hacían más caso que como humana.
Y por su parte, la princesa sapo abandonó los jardines y se dirigió al palacio para ir a tomar el almuerzo. Por alguna extraña razón, tenía capricho de pastel de moscas...
Frantz Ferentz, 2014
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