lunes, 20 de octubre de 2014

EL EXTRAÑO CASO DE LA OBESIDAD CRECIENTE DE OBDULIO GARCÍA

Obdulio García era un caso único en Villanueva de Aldeavieja. Era la única persona obesa que vivía allí. Pero eso no era lo curioso del caso, su obesidad, sino que estuviese obeso cuando solo se alimentaba de semillas de girasol, arroz cocido y fresas cuando llegó la estación de las mismas. Y para beber solo agua.
La gente de Villanueva de Aldeavieja, buena gente en general, pero también extremadamente curiosa, especulaba sobre las causas de de aquella inexplicable gordura de Obdulio García. En su familia no había antecedentes de mega-sobrepeso, así que nadie se explicaba cómo aquel desgraciado podía tener una cintura tan enorme que si una diminuta mosca pasaba a su alrededor, se quedaba capturada por la fuerza de gravedad que surgía del cuerpo de Obdulio hasta convertirse en una especie de satélite alrededor de la cintura del hombre, incapaz de escapar de ella.
Así, la obesidad de Obdulio aumentaba día tras día. Algunos habitantes comenzaron a temer que Obdulio ocupase él solo la mitad de la ciudad y el resto de la gente de allí se viese obligada a vivir en la otra mitad, apretujada.
Como ya dije antes, los habitantes de la Villanueva de Aldeavieja eran en general buenas personas y querían ayudar a su vecino Obdulio. Por eso, se convocó asamblea ciudadana en el Ayuntamiento y se discutió cuál era la causa de aquella obesidad inexplicable.
– Debió absorber alguna toxina de pequeño –opinó doña Crisanta, la farmacéutica–. Se le quedó en el cuerpo y no la expulsó cuando llegó el momento.
– En mi opinión –opinaba dueña Fina, la dueña de una tienda de embutidos con denominación de origen–, la causa está en que no come jamón. Aunque digan que el jamón engorda, es falso. Mírenme a mí...
Era verdad, estaba hecha una sílfide.
– Creo que os equivocáis, queridos convecinos –dijo el concejal de la oposición, don Leocadio de Todos los Santos–, el problema de nuestro vecino es que no hace suficiente ejercicio, se mueve poco y mal...
En fin, había tantas opiniones como vecinos, o a lo mejor más, porque algunos vecinos tenían más de una opinión, pero en la asamblea solo se podía dar una sola causa de la obesidad de Obdulio.
El último vecino al que le tocó hablar, don Hegemonio, aún dijo:
– El problema de nuestro apreciado Obdulio es precisamente su nombre. Obdulio comienza con “ob-“ como “obeso”. Si se cambiase el nombre, desaparecería el problema.
Nada que hacer. Así era imposible encontrar una razón convincente. Entonces el alcalde de Villanueva de Adeavieja, dijo a la asamblea:
– Preguntemos a nuestro querido Obdulio qué es que él piensa.
– Ya, pero tendremos que salir al campo, porque él no entra por la puerta principal del ayuntamiento –explicó el cabo Rodríguez de la policía local, máxima autoridad armada de la villa, que siempre vestía un impecable uniforme azul con el escudo del ayuntamiento. 
El cabo Rodríguez hasta se había hecho confeccionar tres pijamas de algodón, los tres con la forma de su uniforme de policía, que podría usar para salir en mitad de la noche en caso de que hubiera cualquier emergencia, sin tener que perder el tiempo en vestirse su uniforme de cabo de la guardia urbana, pero, por suerte para él, Villanueva de Aldeavieja era un lugar muy tranquilo donde por la noche solo hacían barullo los ratones y a veces doña Ramona, que la pobre era sonámbula, pero siempre por la calle Mayor, mirando los escaparates de las cuatro tiendas que había en toda la villa, aunque por suerte a esas horas estaban cerradas y no podía gastar dinero en ellas.
Todos los vecinos que participaron en la asamblea corrieron a la vera del río, que era el lugar favorito de Obdulio García y donde se encontraba el parque municipal. Allí, acostado en la hierba, los vecinos hicieron un círculo alrededor de él. El alcalde, que por algo era la máxima autoridad municipal, le explicó que nadie se ponía de acuerdo sobre cuál era la causa de su obesidad creciente.
Él, Obdulio, echado en la hierba, comenzó a pensar. Lo cierto es que incluso él no se había preocupado nunca de eso. Sí, notaba que cada vez era más gordo, pero no parecía importarle mucho, sinceramente. Y lo dijo así:
– Queridos vecinos, es verdad que cada vez estoy más gordo, pero no me importa mucho, sinceramente. Soy un tipo verdaderamente inteligente, soy el tipo más brillante de toda la provincia... qué digo de la provincia, de todo el país. Deberíais estar orgullosos de que un genio como yo viva en Villanueva de Aldeavieja.
Todos los vecinos presentes en la asamblea, excepto doña María de los Juncos, que estaba absorta en la contemplación de una mariposa que se le había posado en la nariz y le hacía cosquillas, se quedaron asombrados con aquellas palabras.
Ahí el líder de la oposición municipal, no se sabe si por convencimiento o si por ganarse unos votos para las próximas elecciones, dijo:
– Caro Obdulio, es tremendo eso que estás diciendo. Nosotros, todos tus vecinos, no hacemos más que preocuparnos por ti...
Y Obdulio sonrió y replicó:
– No seas mentiroso. Lo que pasa es que a vosotros se os come la curiosidad... y la envidia.
Aquellas palabras irritaron a los vecinos, que enseguida comenzaron a murmurar. Pero aquel ambiente hostil no pareció incomodar Obdulio, él estaba disfrutando de la situación, con tanta gente pendiente de él.
En ese momento, de entre los vecinos, doña Levedad se acercó hasta Obdulio y lo pinchó con una aguja de hacer calceta. Y Obdulio, como cabe esperar, tuvo la única reacción normal: chillar.
–¡Ayyyy! Señora, ¿se ha vuelto loca o qué?
Y doña Levedad explicó que aún quería comprobar si el problema de Obdulio no era que estuviese hinchado de algo y pensó que con una aguja, pinchándolo, quizás se deshincharía, pero ya se vio que no.
Y así las cosas, los vecinos se fueron marchando del parque. Sin embargo, Ximena, una niña con pecas y trenzas, dijo a los vecinos:
– ¡Creo que sé por qué Obdulio no para de engordar!
Todos la contemplaron atónitos. ¿Cómo una niña tan pequeña iba a saber el motivo de la obesidad de aquel ilustre vecino de la villa? Ella no tenía experiencia ninguna de la vida como para entender de esas cosas.
– Me lo contó mi abuela –explicó Ximena sonriendo–. Me dijo que ella conoció, en sus años jóvenes, gente como Obdulio y que los motivos de su obesidad no son por comer mal, sino por otras cuestiones... ¡Y yo sé cómo ayudarlo!
Todos los vecinos presentes se quedaron boquiabiertos. ¿Cómo iban a hacer caso a una niña tan pequeñita con trenzas? Sin embargo, si Obdulio seguía engordando, acabaría ocupando toda la villa... Algo había que hacer. Al final, en otra asamblea, los vecinos aceptaron la propuesta de Ximena, que consistía, sencillamente, en un concurso de preguntas y respuestas, como los que echaban por televisión.
No fue difícil convencer Obdulio para participar en un concurso. En cuanto se enteró de la propuesta, dijo:
– Sí, sí, me gusta la idea. Voy a demostrar mi gran inteligencia y mi inmenso talento...
Y en cuanto dijo eso, engordó todavía algo más.
Montaron los platós del programa en el parque, al aire libre. Y el concursante que se iba a oponer al propio Obdulio no era otro que la propia Ximena. Se trajeron a un presentador muy conocido de la televisión, Johnnie John, también conocido como John al cuadrado, al cual, cada vez que sonría, le surgía un destello de entre los dientes, pero no porque le brillaran, sino porque tenía un pequeño dispositivo instalado encima de la encía que disparaba automáticamente los destellos.
Todos los habitantes de Villanueva de la Aldeavieja congregaron alrededor del parque municipal, en el plató habilitado para el efecto. Todos, excepto don Agamenón, que confundía la claustrofobia con la agorafobia; el pobrecillo estaba convencido que tenía pavor a los espacios abiertos, cuando en la realidad lo tenía a los espacios cerrados, así que se iba a perder aquella magnífica ocasión de ver cómo se grababa un programa de la televisión en su misma villa. Y todo por no consultar en el diccionario la enfermedad que sufría.
 Johnnie John empezó soltando un discurso sobre lo buen presentador que él era, lo cual irritó mucho a Obdulio, a quien no le gustaba nada que otros se exaltaran delante de él. Pero por suerte para Obdulio, una paloma que pasaba por allí dejó caer una cagarruta encima de Johnnie John y hubo que cortar la grabación para limpiarle el hombro de la chaqueta.
Una vez resuelto aquel penoso incidente, comenzó ya el concurso de preguntas y respuestas sin más prolegómenos. Para intentar resumir cómo fue el concurso, nos vamos a limitar a reproducir algunas de las preguntas y respuestas.
JOHN: Primera pregunta. ¿De qué color es la melancolía?
OBDULIO: Anaranjada...
JOHN: Incorrecto. Rebote
XIMENA: Del color contrario a los sueños.
JOHN: Correcto.
OBDULIO: ¿Y de qué color son los sueños?
JOHN: Eso aquí no se pregunta. Segunda pregunta. ¿Cómo harían para que los peatones caminen por la orilla y los coches por la calzada?
OBDULIO: Con una buena legislación y buenas multas, está claro...
JOHN: Incorrecto. Rebote.
XIMENA: Poniendo carteles que digan que la gente tiene que caminar por la calzada, mientras que las aceras quedan reservadas a los coches.
OBDULIO: ¿Y por qué es correcta esa respuesta?
XIMENA: Porque a la gente le gusta hacer lo contrario de lo que se le dice que haga.
(...)
JOHN: Décima y última pregunta. ¿Qué tienen en común un gato siamés y una gallina clueca?
OBDULIO: En que ambos son domésticos?
JOHN: Incorrecto. Rebote.
XIMENA: ¿En que el nombre de ambos comienza con ga–?
JOHN: ¡Correcto! Y la ganadora es...
Ahí sonó un redoble de tambor, pero era innecesario, porque ya todos sabían que la niña había ganado el concurso. Ella había respondido bien las diez preguntas, mientras que Obdulio había fallado en todas.
– La ganadora es... ¡Ximena!
Toda la villa aplaudió entusiasta, toda excepto Obdulio, que estaba rojo de ira porque lo habían humillado. Nadie reparó en él, pero se marchó de allí, se adentró en un bosque próximo donde se quedó a la sombra de una secuoya, donde no quiso ver a la gente. Sin embargo, por allí pasaban vecinos de vez en cuando, vecinos que corrían, llevaban al perro a pasear o montaban en bicicleta. Todos, muy atentos, lo saludaban:
– Buenos días, Obdulio.
– Buenos días, Obdulio.
– Buenos días, Obdulio.
Pero Obdulio solo gruñía. Nunca en su vida lo habían humillado de aquella manera, y eso era lo que tanto le fastidiaba. Él, el tipo más brillante del mundo mundial, vencido en un concurso de preguntas tontas por una niña con trenzas...
Y entonces, se corrió la voz por la villa: Obdulio había adelgazado. Sí, después de una semana, Obdulio estaba cada vez más delgado. Lo testimoniaban todos los vecinos que pasaban por el bosque y se encontraban con él sentado siempre debajo de la secuoya.
– Lo mismo ha adelgazado porque ha dejado de comer –opinó doña Crisanta.
– No, amiga mía, ha sido porque solo come piñones –replicó doña Fina.
– Las secuoyas no dan piñones –comentó entonces Ximena–. El verdadero motivo por el que engordó es otro.
Y ahí toda la villa quiso enterarse del motivo, toda la villa sin excepción:
– Ha adelgazado porque su ego estaba expandiéndose por su cuerpo. Se creía el tipo más inteligente, el más sabio, el más guay y el más mejor de todos. De eso es de lo que me había avisado mi abuela: el orgullo solo con modestia se cura. Por eso me inventé lo del concurso, porque si alguien demostraba a Obdulio que no era ni el más inteligente, ni el más sabio ni el más mejor, su ego se deshincharía...
Aquellas palabras fueron muy bien acogidas por los vecinos de Villanueva de Aldeavieja. Alguien hasta pensó que había que levantar una estatua a la niña, pero ella dijo que prefería que la convidasen a tarta de fresas con chocolate, que le iba a sacar más provecho.
Y así fue como Obdulio dejó de estar obeso por causa de su egolatría, pero poco a poco volvió a engordar, pero entonces fue a causa de su afición desmedida a las golosinas, que, según él, le calmaban la angustia de ya no ser el tipo más inteligente, más sabio, más guay y más mejor de toda la provincia… lo de todo el país, mejor no mencionarlo.

Frantz Ferentz, 2014

viernes, 17 de octubre de 2014

LA ALFOMBRA MÁGICA DE MANUEL

    Manuel comprobó con sorpresa que la alfombra donde su perro Felipe acostumbraba echarse la siesta era mágica. ¿Que cómo lo averiguó? Lo cierto es que no fue muy complicado. Le bastó contemplar cómo, durante las siestas de Felipe, la alfombra se elevaba unos milímetros del suelo.
    ¡Era genial!
  Manuel se quedó pensando: «Y si yo me montara en esa alfombra, ¿podría volar?»
    El chaval aprovechó cuando el perro había salido a hacer pis en la calle, porque la madre se lo había llevado de paseo, para subirse en la alfombra. Le dijo:
     – Vuela.
    Pero la alfombra no se movió. Manuel pensó que, tal vez, la alfombra era muy delicada y probó con fórmulas de cortesía, porque la profesora siempre decía que “por favor” era una palabra mágica.
    – Vuela, por favor... Por favor... Por favor... Por favor...
    Nada, aquello no era una palabra mágica por mucho que lo afirmase su profesora. Usó todas las fórmulas que se le ocurrieron, empezando por Abracadabra, pero todo fue inútil, la alfombra seguía allí inmóvil.
    Entonces volvió Felipe. Tras tanta carrera, quiso echarse en su alfombra. Había que reconocer que era un perro perezoso y que lo que más le gustaba en la vida era dormir en su alfombra durante casi todo el día.
    Así, el perro se quedó dormido enseguida, mientras Manuel miraba se lo quedaba mirando. A los pocos minutos, la alfombra empezó a flotar en el aire. El chaval se dio cuenta entonces de cómo funcionaba aquello: era el perro el que hacía flotar la alfombra.
    De alguna manera, el animal tenía la capacidad de activar los poderes mágicos de la alfombra, sin palabras. Lo hacía con su mente. Sí, tenía que ser así, con su mente.
    De repente, Manuel tuvo una idea. Como Felipe, cuando se dormía, tenía un sueño muy profundo, tal vez él pudiera viajar en la alfombra mágica montado en Felipe. Era evidente que no valía la pena echar de allí al perro, porque la alfombra no funcionaría, pero él, Manuel, podría sentarse encima del perro e intentar dirigir el vuelo a lomos del animal.
    Y probó. Aprovechó que la alfombra ya estaba unos centímetros en el aire para subirse en ella y sentarse a lomos del perro. Se sintió como un vaquero del Oeste americano, solo le faltó gritar como uno de ellos.
    El perro, es claro, ni se dio cuenta, siguió durmiendo tranquilamente. Hasta se podría decir que roncaba como el abuelo Carlos. 
    Y cuando ya estuvo encima del perro, Manuel ya no supo qué hacer. ¿Cómo se conducía un perro echado en una alfombra mágica? A lo mejor, funcionaba como con un caballo. Iba a probar. Golpeó suavemente con los talones en los costados del perro y susurró: 
    – Arre.
    Y el perro avanzó lentamente, siempre hacia delante, pero claro, sin cambiar de dirección, corrían el riesgo de pegarse contra la pared. De repente, Manuel tuvo una idea: hacer girar la cabeza del perro con las dos manos hacia la izquierda, en un acto instintivo. Y funcionó, sí, claro que funcionó, porque el perro giró a la izquierda en el último momento, antes de pegarse de morros contra la pared. 
Manuel se puso contento no solo porque podía volar, sino también porque ya empezaba a entender cómo podía dirigir al perro, para a su vez guiar la alfombra. Por tanto, durante varios días, durante las siestas de Felipe, hizo prácticas para guiar al perro echado en la alfombra mágica. Ya había descubierto que para girar a los lados sólo tenía que mover la cabeza del perro para el lado escogido y hasta podía hacerlo estirando suavemente la oreja. Después, para hacer que el perro subiera o descendiera, la clave estaba también en las orejas, estirando de ellas para arriba o para abajo también suavemente, pero estirando de ambas a la vez.
    Fue así como, tras varios días haciendo prácticas por el cuarto, Manuel decidió probar a hacer un pequeño vuelo por fuera. Para eso tenía que escoger un momento cuando sabía que el perro dormiría bastante tiempo, porque sabía que, si el perro se despertaba en el aire, la alfombra se caería al suelo desde una gran altura. De hecho, nadie podía verlo volar montado en un perro que, por su parte, iba echado encima de una alfombra.
    Por tanto, decidió volar de noche. Sabía que Felipe dormía ocho horas seguidas sin menear ni el hocico. Era una ventaja que fuera un perro tan perezoso, sinceramente, porque así podría pasarse algunas horas volando por encima de los tejados de la ciudad, sintiendo el aire fresco en el rostro. Sin embargo, Manuel siempre conducía despacio, por nada en el mundo quería ser descubierto. 
    Hasta aquella noche. Fue cuando Manuel empezó a oír un ruido de motor que se aproximaba de él. Entonces vio como un helicóptero de la policía se le acercaba, con un gran foco iluminando el gran bulto en el aire que formaban él, Felipe y la alfombra. Pero, de repente, Felipe se despertó. Tanto barullo no podía mantenerlo despierto más tiempo, hasta un perro tan perezoso como él tenía que despertarse a la fuerza con aquel ruido horrible, pues, además del motor del helicóptero, se oía a los policías berrear:
    – Les habla la policía. Identifíquense y aterricen lentamente.
    ¿Pero cómo iban a identificarse y aterrizar a la vez? Así no había manera de obedecer, porque al despertarse el perro, su mente dejaba de controlar la alfombra y esta caía en picado como un balón de plomo hacia el suelo...
    Y entonces Manuel se despertó. Felizmente todo había sido una pesadilla. No se había estrellado contra el suelo perseguido por la policía, pero debería estar más atento a sus salidas nocturnas con Felipe y la alfombra mágica. Si lo descubrían, iba a tener serios problemas, pues sí.
    Tras el desayuno, se fue ver al perro. Seguramente estaría durmiendo en su alfombra, todo comodón, después de desayunar y darse su paseo matinal, durante el cual solía regar con pipí todos los árboles del parque, sin dejar ninguno.
    El perro estaba, en efecto, en su rinconcito habitual durmiendo feliz. Bien, vale, todo estaba en orden... ¿O no? Manuel volvió a mirar para al rincón. Y entonces, lo que había notado inconscientemente pasó a ser una percepción consciente: ¡la vieja alfombra ya no estaba allí! El perro dormía encima de una alfombra nueva que, de hecho, era horrible, todo hecho a base de cuadritos a colores. ¡Y de muy mal gusto!
    Manuel se precipitó a la cocina.
    – Mamá, ¿donde está la alfombra vieja de Felipe? –preguntó a la madre, quien en ese momento estaba sentada en el suelo haciendo yoga.
    – En la basura –dijo ella sin alterarse y hasta se diría que sin haber movido los labios. ¿Se habría comunicado con el hijo por telepatía?–. Estaba ya toda deshilachada y daba asco, que ya no cabía más guarrería en ella, aunque la lavara cinco veces seguidas. Ahora el perro tiene una alfombra nueva, que es muy artística, ¿no te parece?
    Pero Manuel no estaba interesado en eso. Abrió el contenedor de la basura, pero la alfombra ya no estaba allá. Se precipitó a la calle, tal vez aún estuviera en la bolsa de basura. Sin embargo, solo pudo contemplar cómo el camión de recogida de basuras se alejaba después de haber vaciado el contenedor... Era inútil correr tras el camión, la alfombra estaba perdida para siempre.
    Qué desgracia. Manuel no pudo evitar que una lágrima se le cayera por la mejilla. ¡Había perdido una alfombra mágica! ¿Cuántas veces la gente encuentra en la vida una alfombra mágica? ¿Cuántas?
    El chaval se volvió todo triste para casa. Solo tenía ganas de llorar. Entró en su cuarto y se tiró en la cama. Al rato vino Felipe. Se había despertado muy pronto aquella mañana. Tal vez había notado que Manuel estaba triste. Saltó a la cama y se quedó a su lado hecho un ovillo. Manuel pensó que era una gran suerte tener un perro tan bueno, aunque se pasara la mayor parte del tiempo durmiendo. Y justo eso fue lo que hizo el perro: hacerse un ovillo y quedarse dormido en la cama de Manuel, bien cerquita de él.
    Enseguida el perro empezó a roncar. Y unos segundos después, la cama empezó a flotar en el aire. Manuel miró al suelo para comprobar que, efectivamente, la cama flotaba. No había duda. Y entonces comprendió algo: nunca había tenido una alfombra mágica, sino un perro volador. 
    En ese instante, Manuel dejó de llorar y alzó suavemente la oreja izquierda de Felipe y la cama se movió lentamente hacia...

Frantz Ferentz, 2014

martes, 7 de octubre de 2014

LA PRINCESA SAPO



    La princesa Clodina, recién maquillada, muy mona ella, se acercó a la charca y empezó a echar un vistazo a las ranas que había alrededor. Buscaba una grande y gorda, la mayor de toda la charca. Por fin la encontró tomando el sol tranquilamente en una roca en la orilla.
    — Hola, rana. Hoy tengo que hacer una buena acción. Me lo ha dicho mi consejero espiritual. Dijo que vivo como una princesa... ji, ji, ji, ji... y ahí  se rió por lo bajo, pero el tonto de él no se ha debido dar cuenta que soy una princesa...
    La rana gorda la contemplaba mientras movía el papo arriba y abajo, que es lo que hacen las ranas cuando están tomando el sol, siempre inmóvil.
    — Así que prosiguió la princesa Clodina yo me dije que mi consejero espiritual tenía razón, que tengo que preocuparme más del resto de las criaturas, pero como en el palacio nadie quiere que lo ayude, todos me ignoran, dicen que soy tonta, pues decidí dar un beso a una rana para convertirla en príncipe. Por lo visto las princesas tenemos ese don. Yo nunca lo he probado, pero creo que sí, ji, ji, ji, ji...
    La rana seguía inmóvil mirando a la princesa, sin siquiera mover un párpado, como si escuchara las sandeces de la princesa atentamente. Si por casualidad tenía capacidad de entender, la rana pensaría que la pobre princesa era verdaderamente tonta.
     ¡Así que te voy a besar para convertirte en un príncipe!
    Y clavó sus labios recién pintados, todo rojos, en los labios de la rana, quien, efectivamente, ante los asombrados ojos de la princesa, se convirtió, previo paso por una nubecita de humo, en un ser humano... pero no en un príncipe, sino en otra princesa.
     ¡Hombre, vaya! exclamó la princesa Clodina. Tú no eres un príncipe.
    Y la princesa rana dijo:
     Efectivamente. Es que como no has mirado nada, has besado a un sapo hembra, porque soy una hembra. Y ni siquiera soy una rana, soy un sapo...
     Puagh, qué asco.
     Asco es lo que me dio a mí cuando me besaste.
     Ay, no se indignó la princesa Clodina, toda herida en su orgullo, a mí nadie me habla así, porque mando que le corten la cabeza...
     A ver, a ver insistió la princesa sapo. Yo quiero recuperar mi forma normal, con que vete pensando en cómo devolverme a mi forma de sapo, que yo vivía muy feliz en mi charca.
     ¡Qué desconsiderada eres! protestó Clodina. ¡Voy a llamar los guardias para que te decapiten! ¡Guardias, guardias, a mí!
    Enseguida acudieron cuatro guardias armados.
     ¡Decapitad a esa princesa!
    Los guardias se quedaron paralizados.
     Princesa Clodina, ¿estáis segura? preguntó el capitán de los guardias—. Si parece que sois vos misma.
     Sí, decapitadla.
    Era cierto, la princesa sapo, al convertirse en humana, parecía una hermana gemela de la princesa Clodina. 
     Ella es la impostora dijo entonces la princesa sapo.
    La princesa sapo sonrió, puso carita de niña buena, se les acercó y dio un beso a cada uno de ellos en los labios. De repente, los cuatro guardias se quedaron convertidos en sapos y corrieron a la charca en busca de moscas, porque les estaba entrando hambre.
    ¿Pero qué has hecho?
     Ya lo has visto respondió la princesa sapo. Oye, ¿sabes qué? Que me está gustando esto. No voy a volver a la charca, voy a quedarme de princesa.
    — ¡Ay, no, aquí la única princesa hay soy yo! ¡Voy a llamar a más guardias...!
    — Los voy a convertir en sapos también. Pero voy a hacer algo por ti...
    Y sin más, la princesa sapo le dio un beso en los labios a la princesa Clodina, la cual se convirtió en una preciosa sapita, que mantuvo toda su realeza incluso convertida en sapo, de manera que todos los sapos machos de la charca cayeron rendidos a sus pies. Y la princesa se quedó encantada, porque como sapo le hacían más caso que como humana.
    Y por su parte, la princesa sapo abandonó los jardines y se dirigió al palacio para ir a tomar el almuerzo. Por alguna extraña razón, tenía capricho de pastel de moscas...

Frantz Ferentz, 2014