sábado, 11 de abril de 2015

UN MONSTRUO LLAMADO MOSTRENCO

Muchas de las historias que hablan de monstruos s inician en un armario. Esta también. Tal vez sea así porque a los monstruos les gusta refugiarse en los armarios, al acecho, para cuando llega el momento apropiado, saltar hacia el cuarto y meter miedo a los niños. 

Esta historia también empieza así, con un monstruo que solía vivir en un armario ropero, donde tenía que aguantar a las polillas. Seguramente, eso era lo peor para él, porque aquellas mariposas comedoras de tejidos lo consideraban un viejo abrigo de lana y no hacían más que intentar comérselo. El pobre monstruo sufría lo que nadie se podía imaginar. No le respetaban ni los cuernos, que, por lo visto, tenían gustillo a caramelo que resultaba una tentación.

Sin embargo, lo peor no era la tortura de las polillas, no. Lo peor era lo que le sucedía cada noche cuando saltaba fuera del ropero e intentaba dar miedo al chaval que le había tocado entonces. Aquello sí que era una pesadilla para cualquier monstruo, aunque estuviera despierto.

Lo que le pasaba al pobre monstruo era que, en cuanto el chaval o chavala abría los ojos, en vez de chillar de terror, se echaba a reír a carcajadas. Sí, se reía a carcajadas y sin parar durante minutos. El monstruo intentaba entonces rugir como haría cualquiera de su especie, mas a ciencia cierta sus gruñidos sonaban como ataques de hipo, y encima, intentaba explicar que él no estaba allí para dar risa, sino para dar miedo. Y era entonces cuando en medio de aquellas explicaciones, el chaval o la chavala en cuya casa estaba el monstruo sentía que le explotaban los pulmones del riso, tanto que algunos hasta decían:

— Basta, no más chistes o reviento de la risa.

— ¿Chistes? — se preguntaba sorprendido el monstruo —. ¿Quién está aquí contando chistes?

Luego, el monstruo sentía que los cuernos se le caían y se le cambiaba la expresión de furia por otra de tristeza, pero eso generalmente los humanos no lo apreciaban a causa de tanta pelambre que cubría al monstruo y que hacía que sus ojos quedasen casi ocultos.

Y así las cosas, no le quedaba más remedio que salir del cuarto, oyendo aún resonar las risas del chaval o la chavala.

Lógicamente, tanto fracaso había llegado a oídos de los otros monstruos, que comenzaron a decir de él que no era un monstruo, que era un mostrenco. Y a partir de ahí, ya todos olvidaron su verdadero nombre y fue conocido por los de su especie como Mostrenco.

La vida de mostrenco se hizo un infierno. Todos se reían de él. ¿Cómo iba a dar miedo? Si él era un monstruo, tenía que saber aterrorizar a los humanos y ser respetado por sus congéneres. ¿Dónde se había visto cosa igual?

Poco a poco fue dejando de hacer lo que los monstruos hacen, es decir, saltar fuera de los armarios o salir de debajo de la cama para asustar. ¿Para qué? — se preguntaba aquel desgraciado monstruo. Pero no encontraba respuesta.

Fue así como decidió alejarse de sus congéneres en el mundo subterráneo e ir por el mundo adelante, siempre de noche, no para evitar asustar la gente — que bien sabía él que no lo conseguiría —, sino para evitar que se rieran de él en cuanto lo vieran aparecer.

Durante el día descansaba entre los matorrales, en algún caseto o en cualquier lugar a la sombra (muchos monstruos son fotofóbicos, es decir, no aguantan la luz solar), pero de noche seguía su caminata sin destino, todo triste.

No se sabe cuánto tiempo transcurrió. Quizá semanas, quizá meses. El pobre Mostrenco estaba tan flaco que daba pena verlo, tanto que sus tres ojos llegaron prácticamente a tocar en su cabeza, hasta casi parecer un gran ojo triple.

Es posible que aquella triste situación hubiera durado aún varios meses, pero un cierto día, todo cambió. Y sucedió de la manera más extraña que uno pueda imaginarse.

Mostrenco llegó a una ciudad inmensa, una capital, con millones de habitantes. En lugares así, vive gente de toda clase, gente que viste de la manera más extraña que uno pueda imaginarse. Por eso, no era de extrañar que nadie reparara en Mostrenco, que podía pasear por la calle sin llamar demasiado la atención. La mayoría de la gente pensaba que iba vestido de vikingo — por lo de los cuernos en cabeza — y con una pelliza de guerrero nórdico, a pesar del calor.

Y caminando, caminando, caminando sin rumbo, llegó hasta un local lleno de luces, donde la gente se acumulaba en la puerta. Mostrenco, gracias a la multitud, consiguió colarse sin que le pidieran la entrada.

Allí dentro había muchas salas, algunas para bailar, otras para ver espectáculos de teatro, otra para discoteca y otra... otra con un escenario donde salía gente de vez en cuando a contar chistes. Aquella sala estaba precisamente abarrotada. No cabía ni una aguja. Cada persona que subía al escenario contaba varios chistes y el público aplaudía y se reía con mayor o menor fuerza segundo fuera de convincente la persona en cuestión.

Por un instante, Mostrenco pensó que allí había más gente congregada de la que había visto en toda su vida. Se le ocurrió que, si por casualidad, conseguía asustarlos, se ganaría el respeto a todos sus congéneres monstruos y que hasta pasaría a las crónicas monstruosas por haber aparecido en medio de un escenario y haber hecho correr a docenas de humanos causando una desbandada.

Desde una esquina oscura, analizó el local. Bien luego en su mente se formó un plano de ataque. Para eso, se movió siempre apegado a la pared y sin llamar la atención se coló entre bambalinas. Cuando comprobó que no había nadie en él, el monstruo apartó las enormes cortinas y se plantó en medio del escenario, bajo la luz de los focos, como una aparición, ante la sorpresa de todo el público que no se esperaba algo así.

— ¡Buuuuh! — chilló de repente.

La primera reacción de muchas personas fue, justo, de susto. Se oyeron algunos chillidos en la sala. El corazón de Mostrenco se aceleró. Pensó que, finalmente, iba a salirse con la suya, iba a asustar a los humanos y en masa. Repitió, pues, el gruñido:

— ¡Buuuuh!

Pero ya allí no hubo más reacciones de pánico. Ahí ya comenzaron las risas. Primero tímidas, después más fuertes, a causa del timbre con que había sido proferido aquel chillido. 

Que desgracia para el pobre monstruo. ¿Pero es que los humanos no sabían distinguir entre lo que mete miedo y lo que hace reír? ¿Es que tenía que explicárselo él? Y así, todo serio, se puso a ilustrar al público sobre cuál era la diferencia entre reír y gritar de miedo. Para ello, usó toda la mímica que fue capaz de improvisar. Además, incluía explicaciones que, con su voz, sonaban como si hablara una flauta.

El público se caía por el suelo de la risa. A casi toda la gente se le saltaban las lágrimas al oír y ver el espectáculo de Mostrenco en el escenario. Al final, el monstruo, al ver que cuantos más esfuerzos hacía, más se reía la gente, se detuvo. Se quedó inmóvil allí encima contemplando al personal.

En cuanto Mostrenco se hubo callado, el público comenzó a aplaudir con tanta fuerza que parecía que el edificio entero se iba a hundir. Vinieron personas de las otras salas para ver lo que pasaba. Unos periodistas empezaron a sacar fotos del monstruo haciendo saltar sus flashes, mientras la criatura peluda y de tres ojos contemplaba todo aquello sin comprender nada.

Entonces un señor vestido con una pajarita se subió al escenario y entregó a Mostrenco un cheque por una barbaridad de euros y le dijo:

— Acaba de ganar el concurso nacional de chistes. Todo el público por unanimidad considera que su actuación ha sido la mejor, un chiste que no se entiende, acompañado de mímica. Una actuación inolvidable.

Y el público siguió aplaudiendo... Mostrenco siguió en silencio, intentando entender lo que pasaba.

Dos meses después de aquella actuación, a Mostrenco le concedieron un programa de humor en la televisión, todito para él. Se llama, Mostrenco intenta explicar. El monstruo por fin entendió que, si no tenía talento para asustar, sí lo tenía para hacer reír.

Así que decidió cambiar de profesión.

Ahora es un monstruo cómico y le va francamente bien.

Pero la gente aun no se ha enterado de que es un monstruo, creen que es un disfraz que lleva siempre puesto, pero tal vez nunca se enteren de lo que es. Y tal vez sea mejor así.




© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Sónia Borges

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