Cada vez que Fernán se comía un dónut, tenía miedo de oír unas potentes carcajadas a su lado y a continuación unos gritos que lo hacían sentirse avergonzado de comer, precisamente, dónuts.
La desgracia de Fernán era que le encantaban los dónuts y precisamente en eso varios de sus compañeros de clase encontraron un motivo para atacarlo todo lo que les apetecía. Se trataba de tres chavales tremendos, Pin, Dan y Gos. Con nombres tan graciosos no era de extrañar que los conociesen como los pindangos, uniendo las sílabas de sus nombres.
Los pindangos no dejaban cualquier ocasión para meterse con Fernán y avergonzarlo. Durante los recreos lo espiaban, no importaba dónde se escondiese, y en cuanto daba un bocado al dónut, empezaban las risas y los comentarios:
– ¡Fernán es un caníbal, socorro, se come a los de su especie!
– Fernán, Fernán, Fernán, no me comas, que podría ser tu hermano…
– ¡Para, Fernán, si no me comes, te concedo tres deseos!
El pobre Fernán no podía comerse un dónut en paz cuando estaba en el colegio. Tampoco tenía el valor de contar a nadie lo que le hacían los pindangos, pero no hacía falta, porque toda la clase estaba al corriente de ello y hasta les parecía divertido.
En casa, Fernán tampoco contaba nada. De hecho hasta la madre le decía que no comiese tanto dónut que ya se estaba poniendo bien gordo.
Probablemente las cosas habrían seguido igual, pero sucedió algo que lo cambió todo. Fue simplemente que los pindangos, a la vista de que lo que le hacían a Fernán se quedaba totalmente impune, decidieron dar un paso adelante para divertirse aún más.
Así, durante un recreo, aprovechando que los maestros intentaban separar a varios alumnos de una pelea, los pindangos rodearon a Fernán. En vez de reírse e imitar a un dónut a punto de ser devorado, se acercaron al chico, le arrebataron los tres dónuts que llevaba encima y con cada uno de ellos hicieron algo diferente.
El primero lo desmigaron en las manos y obligaron a Fernán a comérselo; el segundo lo mezclaron con salsa picante que llevaba uno de los pindangos y también obligaron a Fernán a comérselo; y el tercero salió volando hasta el tejado del colegio y estaban a punto de obligar a Fernán a subir a recuperarlo, cuando, por suerte, sonó la campana que anunciaba el fin del recreo.
Los tres pindangos se quedaron muy satisfechos, había sido todo un éxito y se sentían orgullosos de su “hazaña”. Querían sin duda repetirla lo antes posible, les bastaba con que Fernán volviese al colegio con más dónuts, tan sencillo como eso.
Pero Fernán no reaccionó como suelen reaccionar tantos chavales en su situación. No les fue con el cuento a los profesores y tampoco dijo nada en casa. ¿Para qué? No lo entenderían.
Aparentemente no hizo nada.
Aparentemente.
Sin embargo, aquella misma noche, Pin, Dan y Gos tuvieron el mismo sueño. Se trataba de un sueño horrible en que alguien llamaba a la puerta de su casa. Los chavales abrían y entonces entraba una criatura que espantaba de lo lindo. Se trataba de una especie de tiranosaurio, pero lo cierto es que no era un dinosaurio normal, aquel… aquel… ¡aquel estaba hecho de dónuts! Aquel dinodónut, o lo que fuera, los perseguía por toda la casa, destruyendo los muebles a su paso, rugiendo y abriendo una bocona llena de dientes afilados, que quizá fueran también de dónut, pero no iban a pararse a averiguarlo.
Sin embargo, la pesadilla prosiguió la noche siguiente. Resultó que los tres pindangos estaban en medio del campo y apareció nuevamente aquel monstruo de cualquier sitio y se lanzó a correr tras ellos. Los pindangos no hacían más que gritar de miedo, sintiendo el aliento del dónut del monstruo en la nuca. Se pasaron toda la noche corriendo y escapando del montruo, sin conseguir perderlo de vista.
Y aún la tercera noche volvieron las pesadillas. Por entonces, todo sucedía en un avión. Los tres chavales tenían que salir de la cabina y correr por las alas y el techo del avión, con el riesgo de caerse, siempre con el dinosaurio de donuts pisándoles los talones.
Claro, con tanto terror no habían podido descansar aquellas tres noches. Tenían unas ojeras que les llegaban a los pies. Acabaron confesando a los padres que se habían reído de Fernán y que aquello tenía que ser una venganza de aquel gordito de Fernán por haberse reído de él por comer dónuts sin parar. Era claro que no contaron más detalles…
Los progenitores de los pindangos, totalmente indignados, fueron a ver al director del colegio. Le iban a pedir que aquel Fernán respondiera por hacer magia negra sobre sus queridos hijitos, aquellas buenas almas que habían sido objeto de venganza por parte de aquel chaval insensible devorador compulsivo de dónuts.
El director, un hombre prudente, primero quiso hablar con Fernán y escuchar su versión. Para eso, lo convocó a su despacho y escucho atentamente lo que el chaval le contaba:
– Llevan todo el curso riéndose de mí porque como dónuts, eso es verdad –reconoció Fernán; luego, contó el último episodio.
– ¿Y por qué no se lo has contado a nadie? El acoso es una falta grave.
Ahí Fernán bajó la cabeza, sin decir una palabra. El director entendió que el chaval no quería que lo señalasen como un chivato.
Al día siguiente, el director mandó llamar a los progenitores de los cuatro chavales y les dijo:
– No hay pruebas de que Fernán causase esas pesadillas en Pin, Dan y Gos. Ademáis, ellos no han sido sinceros, no han contado toda la verdad de lo que le hacían a Fernán.
Los padres de los pindangos protestaron. Dijeron todo cuando lo que habían hecho sus hijos eran cosas de críos, pero que lo de Ferrán era pura brujería y que eso sí que merecía un castigo.
Entonces el director preguntó a los pindangos:
– Chicos, dibujad aquí la criatura que os perseguía.
Los pindangos, a pesar de ser malos dibujantes, consiguieron trazar una criatura con pinta de T-Rex, pero hecha a base de dónuts.
Mientras tanto, en otra sala, había pedido a Fernán que dibujase el monstruo que él creía que perseguía a sus compañeros de clase. Lo que Fernán dibujó fue una especie de T-Rex hecho a base de rosquillas.
Cuando los progenitores de los pindangos compararon los dibujos de sus hijos con los de Ferrán, saltaron inmediatamente:
– ¿Lo ve, señor director? ¿Lo ve? Es él quien crea las pesadillas en las cabezas de nuestros hijos. ¡Expúlselo ya!
Solo les faltó gritar que quemasen a Fernán en una hoguera, como se hacía siglos atrás con los brujos o con los que se consideraban brujos. Pero el director no hizo nada de eso. Colocó los dibujos en la mesa y pidió a todos los progenitores que los examinasen atentamente.
– ¿Es que no ven las diferencias? –acabó preguntando el director.
Pero aquellos ocho pares de ojos no veían nada de particular, solo cuatro tiranosaurios hechos a base de dónuts o algo así. El director tuvo que explicar:
– Lo que Pin, Don y Gos han dibujado es un roscosaurio, salta a la vista, porque es la criatura que los perseguía. En cambio, lo Fernán ha dibujado es un donutosaurio. Observen que es distinto, aunque sean especies emparentadas. El donutosaurio es más amarillo y está cubierto de azúcar. ¿Es que no lo ven?
Ahí los padres se callaron. ¿Qué iban a decir? No eran expertos en la materia.
Cuando ya los padres se hubieron marchado, el director aún pidió a Fernán que se quedase unos minutos en su despacho.
– Fernán, no te preocupes más. Esos tres no te molestarán más.
– Gracias, director.
Fernán ya estaba a punto de salir por la puerta, pero aún se giró y preguntó:
– ¿Por qué me ha ayudado?
El director, que acababa de empezar a escribir en el ordenador, se detuvo, miró al chaval y le dijo:
– Porque de chaval, a mí también me acosaron y tuve ayuda…
– ¿Y también se reían de usted por los dónuts?
– No, en mis tiempos era porque me pasaba el día dibujando elefantes, o construyéndolos de plastilina o arcilla, o de lo que fuera.
Y justo en ese momento, Fernán creyó sentir el bramido de uno de esos paquidermos salir de debajo de la mesa del director, tal vez de un cajón, pero ya no quiso preguntar más. Tan solo pensó que, quizá, algún día el elefante del director y su donutosaurio llegasen a conocerse y hasta saldrían juntos.
Frantz Ferentz, 2015
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