Todo empezó con una especie de vómitos que fueron apareciendo dispersos por la casa. Al principio eran vómitos aislados, de color amarillo. Sin embargo, resulto que poco tiempo después los vómitos se multiplicaron por toda la vivienda, sobre todo en las zonas cercanas a los armarios.
Fendro quiso averiguar de dónde procedían aquellos vómitos.
— Probablemente sea cosa de los ratones —opinó su hermano mayor, Manuel, que entendía mucho de motos y de videojuegos, pero no entendía nada de ratones y menos aún de vómitos de ratón.
Parecía que la única persona en casa a quien le interesaba el origen de aquellos pequeños vómitos era a él. Además, solo él los limpiaba, pero tenía un interés científico que lo llevó, además, a almacenarlos y hasta clasificarlos. También examinó alguno de ellos al microscopio, lo cual no dejaba de ser algo excepcional, porque un chaval de nueve años no suele hacer ese tipo de cosas.
Le dedicó un montón de horas a la investigación de los vómitos. Además de por internet, buscó información en bibliotecas y hasta escribió a científicos, haciéndose pasar por un aficionado a la ornitología de treinta y tantos años, porque si no, no se lo tomaban en serio.
Aún así, no obtuvo resultados. Ni los científicos más sesudos del país sabían qué criatura podía vomitar así. Y cuando se trataba de hacer estudios de ADN, resultaba de una especie desconocida, como si diera error en el análisis de las pruebas de ADN, pero, de hecho, no había error alguno.
Después de darle muchas vueltas, Fedro llegó a la conclusión de que la criatura que iba vomitando por casa seguramente era invisible o, por lo menos, era capaz de camuflarse mejor que un camaleón. Era imposible que los vómitos surgieran solos, como los hongos. Por eso, instaló cámaras de rayos infrarrojos, pequeñas, sofisticadas, bien escondidas por toda la casa.
Y tuvo premio. Al poco tiempo, las cámaras captaron cómo una extraña criatura del tamaño de un puño corría por la casa. No se trataba de un ratón, pues corría sobre dos patas y parecía inteligente. Después de revisar todas las grabaciones, comprendió que la criatura iba todos los días al cajón de los calcetines, revolvía por allí y salía de él masticando. Después caminaba por la casa como si estuviese beodo, hasta que en un cierto momento vomitaba. Cuando eso sucedía, dejaba de caminar como si estuviese borracho y se metía debajo del mueble de la ropa, pero por allí ya no había cámaras y no había manera de hacerle el seguimiento.
Fendro preguntó durante el almuerzo:
— Una cosa, ¿no habéis notado que últimamente faltan calcetines, uno de cada pareja?
— Pues sí —dijo el padre.
— Es verdad, aunque no es que siempre falten, más bien es que hay algún calcetín que está mordido, como si fuera cosa de los ratones —dijo la madre.
— Los ratones no comen calcetines —dijo Manuel, intentando parecer que entendía de ratones.
Pero aquellas explicaciones le bastaron a Fendro. Él ya había comprendido lo que sucedía con aquella extraña criatura. Pero no iba a comentar nada con su familia, iba a actuar por su cuenta.
Al día siguiente, Fendro preparó una trampa en su cajón de los calcetines unas golosinas en una jaula para grillos y la dejó allí, a la espera de que la criatura cayese en la trampa. Sabía que cualquier monstruo, por muy feroz y salvaje que fuese, no podría evitar acercarse a probar una golosina. Y acertó. A la mañana siguiente, aunque no se viera a simple vista, en la jaula había un monstruito preso.
Fendro recogió la jaula, la colocó a la altura de sus ojos encima del mueble y habló a la extraña criatura, con la esperanza de ser entendido.
— A ver, que ya sé cuál es tu problema. Tú no eres un monstruo de los calcetines, ¿sabes?
Y para su sorpresa, de la jaula surgió una voz que le respondió:
— Ya, ¿y tú cómo sabes eso si no me puedes ver?
Fendro estaba muy emocionado, pero él quería comportarse como un científico. Por eso explicó:
— Verás, criatura, tú no eres un monstruo de los calcetines. Si no me equivoco, eres un monstruo de las cañerías, pero te equivocas queriendo ser un monstruo de los calcetines. Lo que te pasa es que los calcetines te sientan mal, ¡por eso los vomitas!
Ahí hubo silencio. La criatura que estaba dentro de la jaula pareció reflexionar sobre aquellas palabras del chaval.
— Quizá tengas razón –dijo al fin el monstruo invisible—. Siempre he sospechado que yo era un hijo adoptivo, que mis padres no eran mis padres verdaderos…
— ¿Y qué te hace pensar eso?
— Bueno, ¿es que el hecho de que yo sea tres veces más grande de tamaño que mis padres y mis hermanos no te parece motivo suficiente?
— Sí, tienes razón.
— ¿Y tú por qué crees que yo soy un monstruo de las cañerías?
Ahí Fendro tuvo que sacarse del bolsillo unas hojas que había impreso. Se trataba de imágenes que había encontrado por la red, donde se mostraban cómo eran los distintos tipos de monstruos domésticos, según el profesor Aguacola, un genio de los estudios de fenómenos inexplicables en el hogar, pero que era considerado un loco por la comunidad científica, aunque mucha gente sí se lo tomaba en serio, como el propio Fendro.
— Según esta imagen, eres un monstruo de las cañerías.
— ¿Y cómo puedes saberlo si no me has visto nunca?
En ese momento, Fendro se sacó del bolsillo algunas de las fotos que había conseguido con su cámara de infrarrojos. El ser e las fotos y el ser de las imágenes del profesor Aguacola correspondían, sin lugar a dudas, al mismo tipo de monstruo: el monstruo de las cañerías.
El monstruito se quedó muy sorprendido, por lo menos eso parecía por los suspiros que soltaba. Cuando se tranquilizó, se hizo visible.
— Está bien, ¿y qué será de mí ahora?
— No tienes nada de qué preocuparte —dijo Fendro.
El chaval cogió la jaula y se fue con ella al cuarto de baño. Después abrió la puerta de la jaula y dejó caer a la criatura por el váter, pero no penséis mal, el agua estaba limpia. A continuación, tiró de la cadena y el monstruo se perdió de vista en el remolino.
Desde aquel momento, cesaron los vómitos y los calcetines mordisqueados. Pero empezaron los sonidos extraños por toda la casa. Las tuberías sonaban a cualquier hora como si fueran las tripas de un monstruo gigante, pero solo Fendro conocía el motivo de eso. Estaba seguro de que el monstruo se quedaría en casa. Lo sabía por el ruido de las tuberías… y también porque, a veces, cuando dejaba golosinas encima de la mesa del ordenador, estas desaparecían misteriosamente.
Texto: Frantz Ferentz, 2015
Dibujos: Valadouro, 2015
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