Cuando Luis, el hijo mayor de la princesa, tuvo ocasión de dar su primera entrevista, una de las cosas que dijo es que le gustaban las corridas de toros. Sabía que en el país había una corriente cada vez mayor contra las corridas, pero él creía que tenía que defender las tradiciones de su país, aquellas que lo hacían diferente. Tal vez, pero solo tal vez, él podría llegar a convertirse en rey en el futuro, pues pertenecía a la familia real. De hecho, desde que tenía memoria, su madre, la princesa, lo había llevado a las corridas y el joven había aprendido lo que era el coraje... ajeno.
Sin embargo, lo que él nunca se habría imaginado es que iba a tener ocasión de practicar lo que defendía. Fue cuando, en una ocasión, Luis, mientras iba de caza con el padre, se alejó siguiendo el rastro de un zorro y se cayó por un pequeño barranco. Enseguida el padre y los acompañantes comenzaron a buscarlo con desesperación, pero fue precisamente en la dirección contraria. Luis se había desmayado por la caída y se pasó la noche inconsciente. Cuando, por la mañana, se despertó, se encontró en una dehesa. Allí había toros, muchos toros, y vacas. Sintió miedo. Intentó alcanzar un arroyo cuyas aguas sentía correr para calmar la sed y limpiarse la sangre seca.
Mientras estaba arrodillado y vulnerable, sintió el aliento de un toro inmenso, negro, fiero, orgulloso, al otro lado del regato. El arroyo no era una barrera entre Luis y el toro. Sabía que si la bestia daba un pequeño salto, llegaría hasta él. Sintió miedo. Pero a la vez, pensó que él era un hipotético heredero del trono y que podía imitar a los valientes toreros cuando dominaban aquellas fieras sin sentimientos. ¡Qué orgullosa estaría su madre si lo viera! Se quitó la chaqueta, que tenía un color relativamente rojo e hizo el gesto de querer torear, como había visto tantas veces en las corridas, hasta le gritaba al animal: "¡Eh, toro; eh, toro!".
El animal debió responder a sus instintos porque atravesó el regato, pero sin prisas, con toda la calma. Se colocó enfrente de Luis. El joven podía notar perfectamente el aliento del toro. Esperaba simplemente que el animal bajara la cabeza y le clavase el cuerno en su vientre. El hijo de la princesa se rindió. Cerró los ojos y esperó llorando su final.
Y entonces sucedió. El toro pasó su larga, viscosa y pegajosa lengua por el rostro del joven, pues ese era su modo de saludar a los amigos. Luis abrió los ojos y sentó en el suelo. Después rompió a llorar. De repente, a unos cientos de metros a sus espaldas, unas voces inquietas gritaban su nombre, entre ellas la de su padre, el gran ejecutor de aves condenadas a muerte. El toro se alejó entonces lentamente del joven y volvió con el resto de su manada.
© Texto: Frantz Ferentz, 2016
© Imagen: Valadouro
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