Carolina era una gran soñadora. Se
pasaba el tiempo soñando, tanto que durante el día ella soñaba con los ojos
abiertos, y hasta se quedaba dormida cuando no debía, como cuando tenía clases,
porque Carolina no podía parar de soñar, o más bien no quería.
Su madre siempre la reprendía. Le
decía que tenía que mantenerse despierta y, si tenía que soñar, que soñara de
noche. Pero Carolina no lo conseguía. Ella soñaba a cualquier hora, hasta se
quedaba con la cuchara en la mano y la mirada perdida.
— ¡Tómate la sopa, Carolina! —le
decía su madre, pero Carolina, aunque volviera del país de los sueños, fingía seguir
soñando, porque no le gustaba la sopa.
La maestra dijo a la madre que la
actitud de la niña era un desastre. Como soñaba despierta, le venía el sueño en
cualquier momento y se quedaba dormida en mitad de las clases.
—Voy a llevarte al médico —le
dijo la madre.
El doctor quiso arreglar todo con
pastillas, pero las pastillas lo único que consiguieron fue que Carolina
tuviera pesadillas.
— Mamá —explicó la niña—, yo
no consigo dejar de soñar. Tengo la cabeza llena de sueños.
— Lo que tienes que hacer es
estudiar —concluyó la madre que no quería oír ninguna argumentación—.No
puedes tener la cabeza llena de pájaros.
Carolina se sentía infeliz. Tal
vez su madre tenía razón y su cabeza estaba llena de pájaros.
Una amiga de la madre, una señora
bien extraña a la que le gustaba lo esotérico, dijo que tenían que colocar
atrapasueños por toda la casa (en la escuela no se podía), para que los sueños
no flotasen en la cabeza de Carolina. La madre hizo caso de aquella idea
extraña, pero lo único que consiguió fue que Carolina no parara de estornudar,
porque tenía alergia a las plumas de los atrapasueños.
Hasta aquel día. Una noche, Carolina
soñó que soñaba. Nunca le había pasado nada así, o por lo menos ella no lo
recordaba. Sabía que estaba soñando que soñaba, porque en el sueño principal
aparecía su madre que le gritaba: “Coge ese sueño, no dejes que huya”. Y en el
sueño del sueño, había un pájaro que se había escapado de su cabeza, pero que
no tenía donde posarse. Entonces, de repente, encontró una rama de un árbol. Se
posó en ella y se convirtió en un fruto, un fruto desconocido, pero muy
aromático. La Carolina del primer sueño quiso tomar el fruto, pero él, el
fruto, le dijo:
— ¡No me arranques! Soy un
sueño.
— ¿Cómo así?
— Sí, los sueños somos como la
fruta. Tienes que dejarnos crecer hasta madurar. Después, ya se nos puede comer.
— ¿Y los sueños, como la fruta,
tienen sabor?
— Eso tienes que probarlo tú.
Entonces, el segundo sueño
desapareció y Carolina despertó en su primero sueño. La madre estaba a su lado.
— Atrapaste ese pájaro? ––preguntó
su madre.
— No. Y no era un pájaro, era un
sueño.
En ese preciso instante, Carolina
se despertó. Estaba en su cama. Fuera amanecía. Era casi la hora de levantarse.
Se vistió porque tenía que prepararse para ir a la escuela. Se acordaba de los
dos sueños. Entonces pensó:
— Si los sueños son como los
frutos, yo debería tener una cesta para recogerlos cuando maduran.
Durante unos instantes pensó en qué
podría utilizar como cesta de sueños. De repente, se acordó de un regalo de
navidad que había metido en un cajón, porque no le había interesado para nada.
Era un diario que le había regalado una tía suya. Lógicamente estaba en blanco.
Lo cogió y lo metió en la mochila
para llevarlo a la escuela. Un diario era, justo, la mejor cesta para recoger
sueños. Y se fue contenta, aún más soñadora que nunca, porque por fin había
comprendido que no necesitaba pasarse el día persiguiendo sueños, sino que
podía escribirlos en su diario y así tenerlos siempre al alcance de la vista.
Y en cuanto salió a la calle, una
cagadita de pájaro le cayó en la cabeza. Carolina miró hacia arriba y reconoció
al pájaro de su sueño en el sueño. Hasta le pareció que, mientras emprendía el
vuelo, el pájaro aún se reía divertido, porque a los sueños también les gusta gastar
bromas.
© Frantz Ferentz, 2017
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