A Cristina Río López
Cristina decidió que ya estaba harta de que le robasen. Ella trabajaba honestamente, pero su último cliente inventaba mil escusas para no pagarle. La última decía que las notas estaban enfermas, de forma que una nota de 100 euros marcaba 95 por estar constipada, por lo tanto, hasta ella no recuperarse, no podía pagarle lo debido.
Cristina ya no lo aguantó más. Dijo que ya bastaba. Y entonces decidió hacerse pirata. Como vivía cerca del mar, no le costó mucho encontrar una barquita. Estaba vieja, por eso se la vendieron por poco dinero. Con una manta vieja se fabricó una vela. Después, con un pañuelo negro hizo la bandera pirata, que ella misma diseñó, con mucha maña, pues primero pintó en blanco la calavera y después los dos huesos. Se veía genial. Finalmente, se colocó un pañuelo negro en la cabeza, se puso botas de goma y un parche en el ojo, pero no sabía si colocárselo en el ojo derecho o en el izquierdo. Pero, aunque llevara el parche, aún podía llevar las gafas puestas.
Como ella era de Ferrol, decidió buscarse un nombre. No iba a ser la pirata Cristina, porque así nadie se la tomaría en serio. No, ella, como Don Quijote, llevaría el nombre de su tierra, y más aún, se llamaría como su tierra, así que ella sería la pirata Ferrolina. Sí, aquello bien pronunciado hasta daba miedo. Y encima, se pintó un bigote con carbón que le daba un aspecto aún más fiero y se compró una espada de plástico en un bazar chino por tres euros, pero que parecía de verdad.
Y así, Cristina se lanzó a navegar por el Atlántico, sola, bueno, no completamente, su tripulación estaba compuesta por ella, como capitana pirata, y su gato. Se acercaba a los grandes barcos de pasajeros y les gritaba:
— Soy la pirata Ferrolina y voy a asaltarlos. Tírenme una escala para aquí abajo, que voy a subir.
A los pasajeros les encantaba. Nadie se tomaba en serio a Cristina. Todos se creían que era parte de un espectáculo y le lanzaban monedas y monedas. Cristina estaba convencida de que los pasajeros se morían de miedo y que por eso le lanzaban las monedas al bote.
Durante todo el verano estuvo amenazando a los barcos de pasajeros. Y siempre con el mismo resultado, que cada vez que gritaba que iba a asaltarlos, los pasajeros le lanzaban monedas y monedas. Y llegó un momento en que tanta moneda hizo peligar el bote y que este se fuese al fondo. Y es que los pasajeros, bastante aburridos con aquellas travesías, les gustaba ver a una chica con un bigote pintado y disfrazada de pirata hacer representaciones teatrales allí en medio del Atlántico. Hasta los delfines se dedicaron a seguirla, porque les gustaba el espectáculo. Sin embargo, Cristina se creía de verdad que era una pirata, pero solo se lo creía ella, y tal vez su gato, pero él no decía nada, solo dormía y comía sardinas.
Y así, Cristina, también conocida como la pirata Ferrolina, tuvo que volverse a casa porque tenía la barca tan cargada de monedas que ya ni podía navegar. Con el dinero ganado, se compró una huerta y se dedicó a plantar tomates, patatas, zanahorias y fréjoles.
¿Y qué fue del cliente de Cristina? Ah, a ese la propia Cristina lo incluyó en una lista de piratas y ahora su despacho es visitado todos los días por los pasajeros de los cruceros, que se quedan esperando a que él salga a saludarlos con un parche en el ojo, pero a él no le hace maldita gracia, pobrecillo...
© Frantz Ferentz, 2017
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