lunes, 30 de julio de 2018

DAMIÁN, EL INVISIBLE

Hay cosas que son complicadas de entender o hasta son imposibles de comprender. Ni las personas que presumen de ser muy sabias con frecuencia no entienden cosas como esta.
Pero vamos a comenzar con nuestra historia antes de que empiecen los bostezos.
Primero tengo que presentaros al protagonista de esta historia. Se llama Urco. Y no, no era un niño muy normal. No es que tuviera dos cabezas o seis brazos o tres ojos. No, no es nada de eso. Entonces, ¿qué le pasaba? Se trataba de una cosa muy simple, pero que, por alguna razón inexplicable molestaba a los demás. Urco tenía un amigo invisible.
Imaginen las risas en la escuela cuando lo escuchaban hablar solo.
– No hablo solo –explicaba él–. Hablo con Damián.
– ¿Y quién es Damián? –le preguntaban.
– Mi amigo invisible –explicaba Urco, porque para él no era un amigo imaginario, sino invisible.
Sin embargo, para los compañeros de clase era motivo de bromas y se rían de él sin piedad.
Incluso la mamá de Urco estaba muy preocupada. Finalmente llevó a su hijo al psicólogo, el cual le dijo que esas cosas eran normales, que no había motivos de preocupación. Dijo también que, con el tiempo, el chico se olvidaría de su amigo imaginario.
– Y hasta entonces, ¿qué podemos hacer? –preguntó la madre.
Ahí ya el psicólogo se limitó a encogerse de hombros.
Pero ese mismo día, las cosas cambiaron. Todo fue por casualidad. Resultó que Urco encontró en un cajón el celular viejo de la madre. Era muy antiguo y no había funcionado desde hacía diez años. Pero daba para ponerle unos audífonos.
– Mamá, ¿puedo quedarme con este viejo celular?
La madre se había olvidado completamente de él. Aquel aparato casi le parecía un ladrillo. Ella, en cambio, adoraba su moderno celular inteligente que hasta la saludaba cortésmente en la mañana cuando lo encendía y a continuación le escribía en la pantalla que aquel día ella se veía muy hermosa y que iba a poner el mundo a sus pies. Cómo le gustaba a la madre aquel teléfono.
– Quédate con él –dijo ella que suponía que no funcionaría y, de hecho, no tendría ni sim.
Y fue así como Urco empezó a ir a clases con aquel viejo celular que pesaba muchísimo. Había momentos en que hasta se inclinaba para un lado a causa de ese peso.
Pero la gente a la que le gusta reírse de los otros siempre van a buscar cualquier excusa para seguir incordiando. Y es que, de hecho, no necesitan siquiera motivos.
Y fue así que aquel día en que los compañeros de clase se dieron cuenta de que Urco hablaba todo el tiempo por aquel celular viejo con su amigo invisible o imaginario, Damián. El líder de los acosadores, Ladislao, quiso ser el primero en reírse de Urco, por eso, durante el intervalo, se aproximó a él acompañado por la mitad de los estudiantes, que no querían perderse aquel gran momento.
– Hey, Urquito, ¿con quién hablas por ese ladrillo?
Ladislao sabía perfectamente que se trataba de Damián, pero estaba preparando la broma.
– Con mi amigo Damián –respondió Urco–. ¿Quieres hablar con él?
Aquella pregunta le cayó a Ladislao por sorpresa. Su plan no pasaba por ahí. Los compañeros de clase se lo quedaron mirando. Aquello tomaba un rumbo interesante. Ladislao vaciló.
– Tal vez tienes miedo de hablar con Damián –dijo de repente Urco.
Hubo murmullos entre los compañeros. Ladislao no podía quedar como un cobarde. Se fue formando un círculo alrededor de Urco.
Ladislao le arrebató violentamente el celular y se lo colocó en la oreja.
– Como me imaginaba, este ladrillo no funciona.
– ¿Probaste a saludar? –preguntó Urco.
En ese instante, Ladislao recuperó la sonrisa. Estaba viendo que finalmente iba a poderse reír de Urco. Por eso, dijo en tono jovial:
– Aló, ¿hay alguien ahí?
Ya todos se iban a reír, pero, de repente, pararon. La cara de Ladislao tomó una expresión casi de terror. Todos se quedaron paralizados.
– ¿Qué pasó? –preguntó otro de los compañeros de la clase.
– Que alguien me respondió y sabía mi nombre –dijo Ladislao con un hilo de voz.
– ¿Pero quién? –insistió el compañero.
Ladislao dejó caer el celular al suelo y solo susurró:
– Damián...

© Frantz Ferentz, 2018

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