jueves, 20 de febrero de 2020

ABDUL AL-GHANDUL, EL GENIO AZUL

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Prosodio García se dispuso a introducir su tarjeta en el cajero automático. Marcó el código y espero que saliese la siguiente pantalla, la que daba opciones de operar. Pero no pasó eso. No. Pasó algo inesperado. 
Por la ranura de los billetes salió un humillo azul, que poco a poco fue tomando forma de un ente, con cabeza gorda, cuerpo menudo, pero sin piernas, porque en su lugar tenía una especie de cola, como de pescado, pero sin aletas al final. El ente en cuestión, con los brazos cruzados, dijo:
– Hola, soy Abdul al-Ghandul, genio de este cajero automático.
Prosodio no daba crédito. ¿Un genio? ¿Y en un cajero automático? Pese al estupor que le causaba la situación, preguntó:
– ¿Acaso los genios no viven en lámparas?
– Cierto, pero la mía me la robaron hace tiempo.
– ¿Y por qué vives en un cajero automático? –inquirió Prosodio.
– Es una larga historia, pero te la voy a contar resumidamente. Resulta que provengo de un campo de genios en mitad del desierto, pero un buen día, hace unos años, unos cazatesoros encontraron mi lámpara en un templo subterráneo. Me trajeron para acá en mi lámpara y la vendieron. La limpiaron con salfumán, con lo cual me expulsaron de mi hogar, por los gases, que son irrespirables hasta para los genios. En fin, cuando quise darme cuenta, estaba en mitad de la calle, sin mi lámpara. Cómo necesitaba un hogar urgentemente. Entonces vi que la gente acudía a los cajeros automáticos para satisfacer sus deseos. No lo dudé, me quedé a vivir en este cajero, porque aquí puedo satisfacer deseos. En mi caso, estoy asociado a tu tarjeta de crédito.
– ¡Ah, pues muy bien –exclamó Prosodio–. ¿Eso significa que te puedo pedir tres deseos, como en las fábulas?
– ¡Claro!
Prosodio seguía sintiéndose un poco escéptico. Sospechaba que había truco, que tal vez se tratase de un programa de cámara oculta, pero decidió arriesgarse. Si era una broma, se reiría, si no, quién sabe.
– Está bien. Este es mi primer deseo: quiero ser rico, inmensamente rico.
El genio sacudió la cabeza y dijo:
– Déjame darte un consejo de amigo: no pidas dinero. Desde que vivo en el cajero, sé cómo funciona esto. Verás, Hacienda se te puede quedar con la mayoría del dinero y, si no consigues explicar su procedencia, hasta te investigarán, serás sospechoso de narcotráfico, o blanqueo de capitales, o cualquier otro delito.
Prosodio se quedó pensativo.
– Y entonces, ¿qué pido?
– Permíteme aconsejarte –dijo Abdul al-Ghandul–. Pide solo aquello que deseas de  verdad.
– Está bien. Quiero: una casa nueva de tres pisos, un avión para viajar donde yo quiera y... –ahí se quedó pensativo un momento.
– ¿Y? –preguntó el genio.
– Es que no sé ––dudó Prosodio.
– Recuerda –dijo el Abdul al-Ghandul–, algo que desees de verdad.
– Y el mejor amigo que se pueda tener –concluyó Prosodio.
– Concedido.
En ese momento, ante el perplejo aparecieron tres objetos: una especie de casa de muñecas, una maqueta grande de una avioneta y... una especie de androide. Pero los tres objetos tenían algo en común. ¡Estaban hechos de lo mismo. ¡Estaban fabricados a base de libros!
Prosodio iba a decir algo, iba a pedir explicaciones a Abdul al-Ghandul, pero entonces, una mano le agitó el hombro y despertó. Se había quedado dormido de pie delante del cajero. Una señora malhumorada le dijo:
– Despierte ya, que otros queremos usar el cajero.
Detrás de Prosodio había ya una fila considerable de gente esperando para sacar dinero. Qué vergüenza. ¿Cómo podía haber tenido aquel sueño y encima de pie?
– Joven –llamó la señora indignada a Prosodio según se iba–, no se olvide de la tarjeta y de los diez euros...
Prosodio llegó a casa media hora más tarde. Metió la llave en la cerradura, abrió, avanzó por el pasillo y... se topó de morros con su esposa, Plinia, que lo esperaba con cara de pocos amigos.
Él intentó darle un beso, pero ella se apartó y gruñó.
– Pero ¿qué pasa?
– ¿Que qué pasa? Ven y explícamelo tú...
Y sin más, ella agarró del antebrazo a su marido y lo llevó hasta donde un rato antes estaba el trastero, pero que ya no era un trastero, sino una biblioteca enorme, bien provista, con libros desde el suelo hasta el techo.
– ¿Y esto? –preguntó Prosodio.
– Tú sabrás. Vino aquí un tipo azul, parecía salido de una fiesta de disfraces. Dijo que trabajaba para el banco y que venía de tu parte. Se me coló en casa sin que yo pudiera detenerlo, estuvo husmeando por todas partes. Se metió en el trastero, cerró la puerta, sonaron unos golpes, salió y se fue. Cuando entré en el trastero, me encontré eso –y señaló a la biblioteca.
Prosodio comprendió que no había sido una alucinación. Todo había sido real.
– ¿Y no te dijo nada más?
– Ah, sí –recordó Plinia–. Antes de irse dijo que en los libros encontrarás todos tus deseos y más... y algo de que son un amigo que nunca falla y que en ellos está la auténtica magia ¿Me lo puedes explicar?
Pero Prosodio se limitaba a mordisquear las esquinas de la tarjeta de crédito.

Frantz Ferentz, 2020

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