miércoles, 22 de abril de 2020

LAS CINCO PALABRAS

Miranda nació en la ciudad de Gotoba, no hace muchos años. Aunque aquella era una gran ciudad moderna, guardaba secretos en cada uno de sus rincones. Cualquier turista podría notar algo inusual en el ambiente con solo fijarse, pero la inmensa mayoría de ellos preferían comer chocolate caliente con queso fundido.
Y es que en Gotoba moraba un ser despiadado al que todos conocían como el brujo Benahué. Nadie lo había visto nunca, pero vivía en la ciudad, la recorría sin ser notado y lo único que le gustaba hacer era lanzar hechizos sobre los recién nacidos, pues no quería que nadie tuviera más talento que él.
Fue así como, cuando nació Miranda, el brujo Benahué se dio cuenta que la niña era capaz de contar las mejores historias del mundo. Cuando creciera, sería capaz de entretener a miles de personas que la escucharían —o leerían— boquiabiertos, pues tenía la capacidad de derrochar fantasía con cada sílaba y quizá perderían el interés en las leyendas que de él, de Benuhé, se contaban.
Así pues, Benahué lanzó una maldición sobre Miranda al poco de nacer:
— Que nunca puedas pronunciar más de cinco palabras diarias seguidas ni tampoco escribirlas.
Aquella maldición fue terrible, porque Miranda ya no pudo contar historias, y estas, ya desde muy al principio, brotaban en su cabeza. Ella quería narrarlas, compartirlas con las personas, pero no podía, pues apenas empezaba:
— Érase una vez una princesa...
Se paraba. Sí, irremediablemente. Y hasta el día siguiente no era capaz de volver a hablar. Por eso, se acostumbró a expresarse con monosílabos y poco más. Siempre decía cosas como: “sí”, “no”, “hola”, “adiós”, “me voy”, “me acuesto”, “tengo hambre”, “al baño”, “gracias”, pero ni siquiera “por favor”, porque ya gastaba su caudal de palabras del día si lo añadía.
Como en la escuela le fue muy mal debido a aquella maldición, se dedicó a algo que se le daba bien: la repostería. Resultó que Miranda era una repostera de primera, capaz de hacer los dulces más deliciosos de la ciudad y las tartas más artísticas. Con estas últimas intentaba, de alguna manera, representar alguna de las historias que a diario acudían a su mente y que no podía narrar, ni tampoco escribir.
Y así pasaron muchos años en la vida de Miranda, que solo podía dejar entrever su capacidad creativa en las tartas que preparaba a diario, auténticos escenarios que surgían en su cabeza y que luego la gente se comía con deleite.
Hasta aquel día.
Fue justo cuando Yolanda entró por la puerta de su obrador de pastelería.

***

Yolanda había llegado hacía pocas semanas a Gotoba. Venía de muy lejos, de otro continente, y aún no conocía a nadie en la ciudad. Había encontrado por casualidad el obrador donde trabaja Miranda y había entrado atraída por el delicioso olor que salía de él.
Miranda se pasaba la madrugada preparando sus dulces y tartas para luego dedicarse a atender a los clientes. De hecho, muchos creían que era muda, porque ni daba los precios, solo los señalaba en la caja registradora.
Yolanda se encaprichó con unos bocaditos de requesón. Le recordaban a los quarkbällchen de su país natal. Estaban deliciosos. 
Gracias a eso, iba por el obrador de Miranda todos los días. Poco a poco fue descubriendo las maravillas que preparaba. Empezó comprando pequeñas tartas. En un espacio reducido reproducía batallas de dragones y caballeros, donde los segundos parecían llevar todas las de perder.
Un día, Yolanda sintió curiosidad acerca de aquella chica tan silenciosa, que siempre la miraba con ojos muy abiertos cuando le cobraba. Pensó que tal vez podrían ser amigas.
— ¿Te gustaría que quedáramos a almorzar este fin de semana? ¿Después de que cierres el obrador el domingo en la mañana?
Yolanda solo vivía por y para su obrador, pero había algo en Miranda que le hacía confiar, tal vez era su sonrisa.
— Sí —dijo con una gran sonrisa. 
Aquel mismo fin de semana, ambas quedaron en casa de Yolanda. A Miranda le maravillaba la cantidad de objetos raros que su nueva amiga tenía, objetos de otro continente que nunca había visto.
Yolanda preparó un plato de su tierra. Se llamaba gulasch, acompañado de bolones de patata. A Miranda le encantó.
— Cada vez que te emocionas, tus ojos se iluminan. Parece que pudieras hablar solo con la mirada —dijo entonces Yolanda.
 Miranda se quedó mirando a su amiga. Como en ese día no había dicho más que “hola”, aún podía decir cuatro palabras con las que intentaría explicar su situación:
— Yo hechizada no hablar.
Luego pensó que quizá podría usar sus cinco palabras por escrito. Buscó por el salón de la casa de Yolanda una hoja de papel y un lápiz. Los encontró y escribió:
“Cinco palabras día hablado escrito”.
Yolanda se quedó mirando aquellas letras nerviosas que había escrito Miranda. Luego levantó la mirada y se topó con los ojos de su amiga que estaban deseando contar algo, pero supo que ya no podría decir ni escribir más nada. No obstante, sabía lo que ocurría: Miranda estaba hechizada y solo podía decir cinco palabras al día, más otras cinco que podía escribir.
¿Habría alguna manera de ayudarla?

***

Durante las siguientes semanas, Yolanda e Miranda toráronse íntimas amigas. Yolanda seguía frecuentando el obrador de Miranda a diario y, cuando la segunda tenía tiempo libre, se reunían para estar juntas. Miranda nunca había tenido una amiga, por eso su habitual expresión de tristeza se cambió por otra de felicidad que hacía que sus ojos brillaran aún más.
Yolanda había ido aprendiendo a leer esos ojos. De hecho, casi ni hacía falta que Miranda dijese nada.
— ¿Me estás contando una historia? ¿Una de un pelícano que decide enseñar a sus hermanos pelícanos a limpiar la playa llena de plásticos? —preguntó un día Yolanda a Miranda mientras le miraba a los ojos.
Miranda solo asintió con la cabeza. Enseguida, Yolanda agarró un lápiz y comenzó a escribir lo que veía en los ojos de Miranda. Escribía y miraba a sus ojos, escribía y miraba a sus ojos. Al cabo de una hora, Miranda dejó caer una lágrima y Yolanda dijo:
— He escrito tu historia. ¿Quieres oírla?
Miranda asintió y Yolanda leyó.
Qué emoción fue para Miranda darse cuenta de que su amiga podía finalmente transmitir aquellas docenas de historias que le venían a la cabeza. Era la única persona que podía leer sus ojos.
Durante las siguientes semanas, Miranda narró y narró historias a Yolanda, la cual las escribía sin descanso. Hasta pasaban noches en vela. Quizá porque ya las historias salían de la cabeza de Miranda, esta dejó de hacer aquellas tartas increíbles. No es que sus pasteles y sus dulces perdieran calidad, en absoluto, sino que ya no tenía aquella necesidad imperiosa de hacer tartas que fueran el escenario de sus historias. Algo en su vida había cambiado.
Un día, Yolanda dijo a su amiga:
— ¿Sabes? He estado pensando mucho y creo que esa maldición que te echaron puede ser anulada.
Miranda se le quedó mirando:
— He pensado que, si con cinco palabras eres capaz de contar lo más importante, el hechizo se romperá, porque no te impedirá decir aquello que es más profundo en ti.
A Miranda aquellas palabras le dieron que pensar. Sí, y mucho. Yolanda tenía mucha razón. Durante días, semanas, quiso entender cuáles eran aquellas cinco palabras. ¿Acaso podía contar una historia en cinco palabras?
Recordó que había gente que escribía historias con poquísimas palabras. Corrió a la biblioteca municipal y preguntó por libros de microhistorias. Le mostraron varios. Efectivamente, allá había gente que era capaz de contar historias con poquísimas palabras.
Leyó la primera historia que encontró:
De repente la luna bostezó. Solo entonces, los humanos se pusieron a criticar cuántas caries tenía.
Demasiadas palabras: dieciséis.
Luego leyó otra:
Cuando descubrió que sus espinillas eran puertas dimensionales, dejó de extraérselas.
Aquel tenía menos, once, pero eran aún más del doble.
Se llevó el libro a casa, necesitaba inspirarse. Durante varios días estuvo bastante distraída con sus dulces, por eso una mañana vendió una pelota de tenis rellena de nata y al otro confundió detergente con levadura, lo cual hizo que sus dulces rellenos estuviesen limpísimos, pero sabían horribles.
Hasta que al final lo consiguió. Escribió una historia con cinco palabras, solo cinco:
Su vida eran cinco SMS.
Lo había conseguido. Y enseguida quiso gritar:
— Por fin he sido capaz...
Y ahí se interrumpió. No consiguió pronunciar todo cuanto quería.

***

Con ojos llorosos, Miranda hizo saber a Yolanda de su fracaso. Yolanda se quedó pensativa un rato, pero enseguida creyó entender cuál era el fallo:
— No se trataba de que contaras una historia inventada en cinco palabras, sino que expresaras lo más profundo que hay en ti en cinco palabras.
Miranda se quedó mirando a su amiga. Ella era lo mejor que le había pasado. Nunca nadie se había ocupado de ella así ni le había abierto las puertas del alma de aquella manera, de modo que de repente entendió a qué se refería Yolanda.
— Te quiero mucho, mi amiga.
Aquellas fueron sus cinco palabras más importantes. Y a continuación, Miranda movió los labios de nuevo:
— Puedo hablar... Sí, puedo hablar cuanto quiera. ¡Se ha roto el encantamiento!

Miranda y Yolanda se abrazaron y dejaron que las envolviese la luz de la luna que entraba por la ventana.



© Frantz Ferentz, 2020
© Ilustración: Chaimae Hilal

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