miércoles, 22 de abril de 2020

LUZ Y LA GOTA DE LLUVIA



A Luz Lepe Lira

Luz estaba triste, melancólica, llena de nostalgias.
Miró por la ventana y vio que la lluvia caía muy lentamente.
Estaba lejos de casa, muy lejos, en la ciudad de Toulouse.
Había cuarentena debido a un virus que afectaba a todo el mundo, por lo que todos estaban en casa; ella también.
El sonido de las gotas golpeando en el alféizar hacían CHOP, CHOP, CHOP, muy lentamente.
Luz se asomó y dejó que su rostro se empapara.
Sintió las gotas en su cara.
Eran frescas, incluso tenían un cierto gusto a libertad.
Después de unos segundos, retiró la cabeza.
Pero una gota le había caído en la punta de su nariz.
Era una gota enorme tal vez fueran tres gotas en una.
Incluso parecía una gran verruga, pero era transparente.
Luz echó un vistazo al interior de la gota.
Entonces vio algo inesperado.
Vio un paisaje dentro, era un paisaje mexicano, de su tierra.
De repente, una niña se plantó en medio de la escena.
Era una niña lindísima, de pelo negro.
Llevaba trenzas y un poncho rojo.
La niña sonrió y mostró unos dientes blanquísmos.
— Hola —dijo.
Luz no podía creérselo.
Escuchaba a la niña como si estuviera viendo una película.
La niña le hacía gestos de que se acercase.
Luz acercó un dedo, solo podía hacer eso.
Ese dedo con el que Luz quería tocar la gota fue capturado por una mano que salió de su propia gota.
Entonces sucedió algo totalmente inesperado.
¡Luz se vio arrastrada dentro de la gota!
Luz rodó por el suelo, pero enseguida se puso de pie.
Estaba en su México natal, no tenía dudas.
Estaba en su país, pero veía todo de manera diferente, como antiguo, como si fuera de otro tiempo.
Y junto a ella estaba la niña.
— ¿Te vienes a jugar conmigo? —preguntó la pequeña.
Luz se miró, llevaba ropa formal, de persona mayor, no podía jugar así vestida.
— ¿Viste cómo estoy vestida? —Luz le preguntó a la niña.
— Ven —respondió ella, y le tendió la mano—. ¿Vienes a jugar conmigo, pues?
Luz ya no podía negarse, además, la niña la empujaba.
Fueron al borde de un arroyo donde había algo de vegetación.
Ese lugar le era incluso familiar.
Un perro salió a saludarla, meneando la cola alegremente.
Y un gato trepó por ella hasta acomodarse en su hombro.
¡Era tan parecido a su propio gato!
— ¿Sabes pescar a mano? preguntó la pequeña.
— Sabía de pequeña —respondió Luz.
— Pues intentémoslo.
La niña se colocó en medio del riachuelo y se dedicó a pescar truchas.
Luz quiso imitarla, pero no tenía práctica y terminó cayéndose al agua, pero cuando trató de agarrar una rama para salir del agua, se arañó el antebrazo.
La risa de la niña sonó como una canción.
Luz, empapada en medio del arroyo, no pudo evitar reírse también.
Salieron del arroyo y se fueron hacia unas pequeñas colinas desde donde se divisaba todo el paisaje, mientras el perro y el gato los acompañaban.
Cuando llegaron a la cima, vieron la ciudad al fondo.
Era su propia ciudad.
Era Querétaro.
¿Cómo era posible?
La niña notó el pasmo de la mujer y la agarró de la mano, luego la atrajo hacia la ciudad.
Estaba oscureciendo.
— Y dime, entonces —preguntó Luz—, ¿no tienes miedo de caminar por aquí sola a esta hora?
— No, yo soy muy valiente —dijo la pequeña.
Justo entonces, un coyote se plantaba en medio del camino, un coyote que había salido de la nada.
El perro comenzó a gruñir y retirarse, mientras que el gato literalmente voló al hombro de Luz, buscando refugio, o como si pensara: "Si ese bicho se va a comer a alguien, que empiece por la más grande.
Sin embargo, la niña se acercó al coyote.
Se arrodilló ante él y comenzó a acariciarle la cabeza.
Aquello le encantaba al coyote, tanto que se tumbó en el suelo con las piernas levantadas y pidió que le acariciaran también en el vientre.
Luz recordó que, cuando era niña, también amaba a todos los animales.
Luego, continuaron el viaje a la ciudad.
Ya cuando las farolas iluminaban las calles, entraron a Querétaro.
A Luz nuevamente le parecía un viaje en el tiempo, ya que los autos eran muy viejos y la gente llevaba ropa de hacía décadas.
La niña le preguntó:
— ¿Te lo pasaste bien?
— Muy bien, gracias. Fue una tarde deliciosa. Pude respirar aire fresco, recoger flores, sentir a los saltamontes pasar frente a mis narices, ser acariciada por las espigas, correr detrás de los conejos ... No había hecho estas cosas en años.
— Y pescar —agregó la niña.
— Y pescar, aunque no hayamos atrapado nada.
— Mira, esta es mi casa —dijo la niña señalando a una habitación cualquiera.
De nuevo esa casa le era muy familiar a Luz.
Ella conocía ese hogar.
De repente, una voz desde dentro gritó:
— Luz, ¿estás ahí afuera?
Y Luz se quedó de piedra.
Reconoció esa voz, pero además...
— ¿Te llamas Luz, como yo? —preguntó la mujer.
— Claro. ¿Aún no sabes quién soy?
Luz dudaba.
— Yo soy tú —dijo la niña, sonriendo—. Tú de niña.
Luz quería decir algo, pero no le salía.
— Quiero que no me olvides —dijo la pequeña Luz—. Y también quiero que sepas que, mientras me recuerdes, nunca estarás sola.
La Luz mayor abrazó a la Luz pequeña.
Cerró los ojos.
Era tan suave, tan suave.
De repente, abrió los ojos.
Estaba de vuelta en Toulouse.
Y estaba abrazando un cojín muy suave en el sofá.
Sin embargo, su nariz todavía estaba húmeda, pero ya no con una gota.
— ¿Lo habré soñado? —se preguntó Luz—. Me pareció tan real.
Y solo entonces notó el rasguño del antebrazo.
Era el que se había hecho en el arroyo.
Y todavía resonaba en su memoria.
"Quiero que no me olvides".

© Texto: Frantz Ferentz, 2020
© Ilustración: Chaimae Hilal

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