Ludmila iba a dar su clase de conducir.
Estaba nerviosísima, pero no por el coche, ni por el frío que hacía afuera, ni tampoco porque había tanto tráfico que los coches circulaban hasta por las aceras y por las alcantarillas con los faros antiniebla.
Entonces, qué le preocupaba a Ludmila?
Le preocupaba su profesor de autoescuela.
Era un tipo feo, peludísimo y con dos colmillos inferiores que sobresalían, hasta hacerlo parecer un jabalí o un ogro.
Pero lo peor no era su aspecto, sino su carácter.
Era capaz de ahuyentar a una farola o de hacer cambiar al viento de dirección.
Aterrador, era aterrador.
A Ludmila no le daba ni pizca de miedo, pero sí que le fastidiaba que fuese tan maleducado.
Cuando ella metía la tercera en vez de la cuarta, el profe berreaba de tal modo que el techo del coche se alzaba como la tapa de una lata de melocotones en almíbar.
O cuando ella se equivocaba de intermitente, él echaba chispas por los ojos y fundía el vidrio delantero.
Pero Ludmila se hartó.
Y a la tercera clase decidió darle una lección.
Así, cuando Ludmila se bajó del coche y se puso a empujarlo para aparcarlo, el profe le soltó un rugido que dejó sin hojas a todos los árboles en cien metros a la redonda y hasta un perro peludo perdió toda la pelambrera hasta quedarse todo calvito.
Ludmila entró en el coche, miró al profesor todo seria y le dijo:
– Mírese en el espejo retrovisor.
El profesor se miró.
¿Tendría una verruga nueva en la punta de la nariz?
¿Le habría salido un tercer ojo?
Pero no, él se veía guapísimo como siempre.
En fin.
– Hale, continúe… –mandó a Ludmila.
Ludmila metió la primera y empezó a circular.
De repente, el profe vio un pajarito revoloteando a su lado.
Y las nubes, algodonosas, besaban el morro del coche amorosamente.
El profesor, mosqueado, miró por la ventanilla.
La ciudad estaba tan bonita, allí abajo, en miniatura…
Era una vista de pájaro…
Entonces el profe se percató: ¡estaban volando!
Quiso gritar.
Pero no le salía nada.
Y mientras tanto, Ludmila no conducía, pilotaba, porque el coche se había convertido en un avioncito.
Qué bonito era meterse por entre las nubes…
El viaje duró media hora.
Qué bueno era eso de volar, no había tráfico, ni semáforos ni conductores llenos de prisa.
Finalmente, Ludmila aterrizó.
El profe salió del coche temblando, las piernas no le respondían y hasta se le había caído parte de su pelambrera.
– Hala, profe, hasta mañana –se despidió Ludmila.
El profe se quedó mirando pasmado cómo Ludmila se iba caminando toda tranquila.
Se quedó pensando en si todo había sido un sueño, quizás cosa de hipnotismo, o si, realmente, aquella mujer era una bruja y era capaz de hacer volar una escoba, un aspirador o un coche.
Pero se iba a quedar con la duda.
Por si acaso, iba a dejar de gritarle a aquella mujer, no fuese que la próxima vez…
© Frantz Ferentz, 2010
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