miércoles, 25 de mayo de 2022

SUCEDIÓ EN PUNGULOMA

 

El señor Smith conducía su auto de alquiler por aquella carretera angosta de la provincia de Tungurahua en Ecuador. 

Cada vez que se cruzaba con un auto, tenía que apartarse al margen, pero en más de una ocasión casi se cayó al río, que después de tanta lluvia iba muy crecido.

Luego, alcanzó un autobús que iba lento por aquella carretera desde Ambato a Punguloma. 

Imposible rebasarlo, la carretera estaba llena de curvas.

Según el navegador del auto, quedaban 35 km, pero a esa velocidad y con el bus delante, podría significar dos horas.

Fue entonces cuando volvió a su memoria la conversación que mantuvo cinco días atrás en Washington con uno de los jefes de la organización para la que trabajaba, llamada Anvil.

Aquel jefe, llamado señor Booth (probablemente ese no era su nombre real, pero todos lo conocían así) le dijo desde el piso cuarenta y cinco de un céntrico rascacielos.

— Señor Smith, confiamos ciegamente en usted. Es nuestro mejor activo, muy por encima de todos sin fallas a sus espaldas. Por eso, lo necesitamos a usted. Nuestra organización quiere poner un pie en Ecuador, empezando por las comunidades humildes de la Sierra. Es necesario que la gente más humilde se una a nuestra causa y desde ahí nos expandiremos por el país. Por eso, hemos arreglado todo para que usted vaya de profesor sustituto a una comunidad de Tungurahua, en Ecuador.

— ¿Y qué le pasó al profesor titular? —preguntó el señor Smith.

— Nada malo, no se preocupe. Le regalamos un viaje a Disneylandia para él y su familia. Luego arreglamos con el Ministerio de Educación que usted lo sustituya.

Desde luego, pensó el señor Smith, Anvil no reparaba en gastos. Y confiar en él era algo normal, porque nadie tenía su historial de ganarse a comunidades enteras para la causa, sobre todo cuando se trataba de gente humilde en lugares remotos del planeta.

Fue así como, unos días después, el señor Smith, convertido de la noche a la mañana en profesor de primaria, iba camino de Punguloma.

Consiguió perder de vista el autobús cuando tomó la carretera secundaria que ascendía hacia el pueblo. Pero si antes se había quejado de curvas, ahora había más, muchas más, muchísimas más. Además, tenía que evitar gente que caminaba por la carretera con burros.

No hacía más que subir. La carretera que había dejado atrás estaba solo a 2.500 metros de altura sobre el nivel del mar, pero Punguloma estaba a casi 3.300. El ascenso era salvaje, con una carretera que zigzagueaba hasta provocar náuseas a los no acostumbrados.

Pero lo peor de todo fue que, a partir de cierto momento, desapareció la señal del celular. Y con ello el navegador. Se quedó sin saber muy bien por dónde ir. Toda la loma estaba llena de casas que parecían querer formar aldeas, pero era imposible adivinar dónde estaba Pungulomba. Además, la carretera no solo zigzagueaba, sino que había cruces y salidas laterales por doquier. 

Eso obligaba al señor Smith a pararse a cada poco a preguntar dónde estaba Punguloma. Qué paliza. Pero la gente era muy amable, casi siempre le decían señalado para el frente:

— Siga nomás.

En fin, después de más de cuatro horas después de salir desde Ambato, llegó a la plaza de Punguloma, donde había una serie de pequeños edificios, en realidad aulas, que formaban el colegio. No se trataba, pues, de un solo edificio que fuese el colegio, sino de aulas independientes. En el centro de la plaza había una cancha de fútbol, donde los chicos mayores echaban un partido.

En cuanto estacionó el auto, salió un señor con bigote que se apresuró hacia el señor Smith.

— Buenos días, mi señor. Soy Alejandro Buri, el director del colegio. Usted debe de ser el señor Smith.

— Sí, ese soy yo.

Ambos se dieron la mano. Pero enseguida, el director Buri comentó en un tono no tan cordial:

— Señor Smith, nuestra hora de inicio de las clases es a las 7. Llega tres horas tarde. El camino desde Ambato es una hora en auto... Ya me entiende.

Aquel comentario no le gustó nada al señor Smith. Pero cuando todo el pueblo cayese bajo el control de Anvil, ese tipo iba a saber quién era él. Porque, a buen seguro, se convertiría en el nuevo director, bueno, en el amo de la aldea, porque él sería el encargado de poner orden, pero, por el momento, tendría que aguantarse y permitir que aquel tipejo le dijese aquellas impertinencias.

— Venga, que le voy a presentar a la profesora Miño —dijo después el director Buri.

Ambos hombres caminaron hacia uno de los edificios. El director abrió la puerta sin más, no se molestó en llamar.

Dentro, un grupo de quince estudiantes seguían una clase con la profesora Miño. El aspecto de la mujer llamó la atención del señor Smith. Era una mujer menuda, vestida con un vestido gris inocuo, desgastado. Llevaba el cabello corto y unos lentes redondos.

La profesora Miño debía estar bastante habituada a las interrupciones del director, de modo que se limitó a sonreír tímidamente al director mientras decía:

— A la orden...

— Profesora Miño, este es el nuevo profesor, el señor Smith.

Ella extendió una mano que parecía un pescado muerto. El señor Smith sacudió levemente la mano.

La profesora hizo entonces un gesto a los niños. Todos se pusieron de pie y recitaron al alimón:

— Buenos días, señor profesor, que diosito lo bendiga, sea bienvenido a Punguloma y que diosito guíe todos sus pasos.

El señor Smith no se esperaba aquella bienvenida, pero aquello encajaba en los planes de Anvil y aquella profesora con mano de pez muerto podría serle de utilidad.

El director Buri le dijo entonces:

— Sus estudiantes de octavo están en la cancha, jugando al fútbol.

Ambos dejaron el aula de la profesora Miño, la cual reemprendió su clase como si nada.

Fuera, los chicos de octavo jugaban al fútbol, mientras las chicas estaban hablando a la sombra de un árbol.

— Ese es su grupo —señaló el director Buri.

El director batió palmas y llamó a los chicos, que cesaron en sus actividades y se acercaron al centro de la cancha, donde se habían ya colocado los dos profesores.

— Chicos, les presento a su nuevo profesor, el señor Smith.

Los chicos y chicas se quedaron mirando a aquel tipo alto, de cabello y ojos claros.

— Bueno, ahora ya son cosa suya —soltó de repente el profesor Buri y regresó a su oficina/puesto de vigilancia.

Cuando el señor Smith se quedó solo ante aquel grupo de chicos, decidió que ya era momento de comenzar a poner en práctica las tácticas de Anvil para ganarse la confianza de aquel grupo de estudiantes, con los que comenzaría toda su misión en Punguloma.

— Chicos, veo que estaban jugando un partido de fútbol. ¿Me puedo unir a ustedes?

El señor Smith no lo notó, pero en los rostros de los chicos se dibujó una sonrisa cómplice. En el rostro de las chicas, no, porque el nuevo profesor las ignoró completamente.

Así, empezaron su partido de fútbol. Los chicos hicieron correr al señor Smith por toda la cancha. No necesitaron más de diez minutos hasta casi dejarlo caer al suelo. Los 3.300 metros de altura del pueblo acabaron con el aliento del nuevo profesor.

Pero solo era el principio.

De repente, un balón volador no identificado golpeó al señor Smith en la espalda, que lo hizo acabar en el suelo, pero no solo eso, el balón, en el rebote, salió de la plaza a toda velocidad. Fue botando hasta el borde, de ahí saltó a la calle de debajo, golpeó a una camioneta que le dio aún más impulso y acabó cayendo, loma abajo, hacia el río, setecientos u ochocientos metros para abajo.

Todos los chicos soltaron un “oooohhhh” lastimoso.

— Profe, nos quedamos sin pelota —dijo un chico.

El señor Smith casi no tenía energías para responder.

— ¿Sabe qué? Que quien golpea la pelota, va por ella —dijo un segundo estudiante.

— Es justo así —confirmó un tercero.

El señor Smith no quería mostrarse duro, tenía que ganarse a aquellos chicos, era crucial para que Anvil conquistase la voluntad de aquella comunidad, empezando por los chicos y chicas.

— Está bien, voy por ella.

Se sacó las llaves del auto del bolsillo, pero antes de que diera un paso, otro estudiante le dijo:

— Profe, ya no puede mover el auto. Está en pico y placa.

— ¿Pico y placa? ¿Qué es eso?

— El sistema por el cual cada auto no puede circular un día en semana. El suyo tiene la placa acabada en 1. Los lunes no circulan los autos acabados en 0 y 1. Y hoy es lunes. No puede mover el auto hasta la noche.

— Pero ¿ese no es un fenómeno que funciona en Quito?

— Y aquí. No se imagina el tráfico que puede haber por aquí a veces. No se puede caminar.

El señor Smith no iba a protestar. Probablemente era mentira, pero la causa era lo más importante. Llenó sus pulmones como si necesitara todo el oxígeno disponible y siguió el recorrido del balón. Confiaba en que no hubiese acabado más de cincuenta metros para abajo.

Bajó de la plaza a la calle inferior y se asomó al borde. Allí estaba el balón en un prado. Bien, después de todo, no era tan grave. Se deslizó como pudo por el terraplén y llegó hasta el balón. Ya se disponía a recogerlo, cuando algo le tocó el muslo. Se giró. Era una llama. No la había visto antes. Y mira que es difícil no ver una llama con lo grande que es. Esta, concretamente, tenía una expresión malencarada, de estar siempre enojada. Encima le sobresalían los dos dientes inferiores de una manera amenazadora. 

El señor Smith dio dos pasos hacia atrás. La llama, a su vez, se puso de espaldas a la pelota y  le dio una coz propia de un caballo de dos metros de alzada que son puro músculo.

La pelota volvió a rodar loma abajo. Corrió como si la persiguiese un monstruo, pero era solo cuestión de física, de la ley de la gravedad, que la empujaba para abajo, hasta que aterrizó en otro sembrío.

En aquel sembrío no había ninguna llama. El señor Smith se aseguró de ello. Quedaba casi 100 metros más abajo. Volvió a deslizarse por el terraplén. Daba penita verlo, su ropa elegante estaba hecha harapos. Su piel y su cabello eran grises a causa del polvo que iba levantando.

En el sembrío no había ninguna llama. Menos mal. Había una campesina. Una anciana menuda, pero con cara de pocos amigos. El balón, en su caída, se le había llevado por delante varias matas de tomate. Aquello no le hacía ninguna gracia a la mujer, quien, en cuanto vio al señor Smith agacharse a recoger la pelota comenzó a gritarle en quichua. El hombre no entendía ni papa de lo que le decían, pero intuyó que no era nada agradable.

Sin embargo, no llegó a coger la pelota, porque la mujer, mostrando una gran agilidad, la golpeó con el mango de la azada que hizo pasar por debajo de las piernas del señor Smith y la hizo rodar todavía ladera abajo.

¡Hale, más para abajo!

Al señor Smith ya le importó un bledo cómo iban a acabar sus ropas, se dejó caer por el polvo, ladera abajo. Podía ver la pelota botar y botar, hasta que se detuvo, no en otro sembrío o en un prado, sino en la trasera de una camioneta. Así, la pelota se fue en dirección a Ambato.

El señor Smith ya no llegó deslizándose al río, sino rodando. Fue milagroso que no se rompiese ningún hueso, pero su ropa, desde luego, estaba para ir directamente a la basura. Más que pena, daba susto verlo.

Pero no todo iban a ser malas noticias. Al llegar al valle, volvió a tener señal en su celular. También fue suerte que el teléfono solo acabase con la pantalla rota, pero seguía funcionando. Sin embargo, más que ver, tenía que intuir los números. Consiguió que un taxi lo recogiese en el cruce de la carretera de Ambato con la de Punguloma.

Cinco horas más tarde, el señor Smith estaba de vuelta en Punguloma con ropa nueva —aunque no de la calidad a la que él estaba acostumbrado— y aseado. Llevaba un nuevo balón, bastante mejor que el que había perdido, y se presentó en la plaza donde estaban las aulas del colegio.

Acababa de anochecer y ya la gente estaba en sus casas. No había rastro de los chicos. Solo un perro acudió a saludarlo, pero en realidad el animalito se le acercó atraído por su olor a naftalina que emanaba de la ropa que llevaba.

Mientras el señor Smith miraba las luces de las casas de los alrededores, el director Buri se le acercó por detrás.

— Señor Smith.

Este se giró.

— Su primer día como profesor se lo ha pasado fuera —le recriminó el director—, por tanto, lamento decirle que no vuelva mañana. Ha perdido el trabajo. No sabe cómo es esta profesión.

El señor Smith quiso llamar al señor Booth para pedir instrucciones, pero no había señal. Oficialmente había fracasado en su misión. Y eso suponía una mancha muy gorda en su currículo.

El director Buri se dio media vuelta y desapareció entre las sombras, mientras que el señor Smith se dirigía a su auto, sospechando que docenas de ojos, desde detrás de las ventanas lo veían caminar derrotado. 

Y todo por creerse superior a nadie. Lo que más le dolía, no obstante, era su orgullo. Pobre señor Smith, si él supiera...


© Frantz Ferentz, 2022



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