Corría el año de... eso da igual. Basta con saber que esta historia sucedió hace muchos, muchos años, en un momento en que los humanos y otras criaturas humanoides todavía se hacían la guerra.
Esta historia sucedió en un reino muy lejano, probablemente ni siquiera hayan oído hablar de él. Era el reino de Regulandia. Dicho reino había sido conquistado unos años antes por un ejército de ogros, también conocidos como orcos. En ese momento, Feldepato, su líder, se proclamó rey.
El rey anterior valió para un banquete de los nuevos señores de Regulandia. No es que esclavizaran al rey, no, peor que eso, se lo comieron, fue el plato fuerte. De postre pusieron pastel de moras.
Precisamente el pastelero se salvó la vida gracias a ese pastel. El rey ogro, Feldepato, quería matar a todos los humanos del palacio, pero le salvó la vida porque el rey era un goloso. Por eso, antes de mandarlo a las calderas para servir como comida o cena —algunos incluso dirían que solo daría para el desayuno, porque era muy pequeñajo—, quiso darle una oportunidad:
— Pastelero, me gusta mucho tu forma de hacer pasteles. Te daré la oportunidad de salvar tu vida si haces un pastel que me deje sin palabras, que sea el mejor que haya probado en mi vida.
El pastelero estaba alucinado. Temía por su vida, por supuesto. Aunque confiaba en su talento, era un pastelero acostumbrado a los gustos humanos, nunca había tenido que hornear para ogros. Además, para que el pastelero no escapase, el rey Feldepato puso una condición:
— Prepararás la receta más deliciosa en una celda de las mazmorras de mi palacio.
— Majestad, ¿y cómo? —adujo el pastelero sin atreverse a protestar, por si acababa en la cocina todo rebozado—. Si estoy aquí encerrado, no podré hacer experimentos.
— Haré que te traigan todos tus cachivaches e ingredientes a la celda.
— Aún así, para mis experimentos, es posible que requiera ingredientes que no tengo en la celda.
El rey pensó un poco —los ogros, en general, no piensan mucho, son más bien gente de acción— y entendió que el pastelero tenía razón.
— ¿Tienes un asistente? —preguntó el rey.
— No... pero tengo una hija. Ella me ayuda a veces.
— Está bien, puedes contar con ella. Puedes llamarla para que te traiga lo que necesites.
Y así quedaron.
La hija del pastelero se llamaba Isabel. Sobre todo, no soportaba la idea de que encarcelaran a su padre, así que aprovechó la primera visita para poner una lima en un cubo lleno de vainilla.
Fue al palacio real. Tan pronto como llegó a las puertas de las mazmorras, un ogro le dijo:
— Tengo que comprobar que no has metido nada extraño ahí.
O al menos eso interpretó Isabel, porque el ogro se limitó a gruñir como un jabalí.
El guardia metió la mano en el líquido, lo revolvió y rápidamente encontró la lima. Luego gruñó aún más fuerte. Isabel solo podía imaginar una parte de lo que le decía, pero el caso es que la dejó entrar a ver a su padre.
El segundo día que fue a prisión, Isabel llevó un tonel lleno de vainilla, tan grande que iba sobre ruedas. Se había dado cuenta de que el brazo del ogro era corto, por lo que su mano no llegaba al fondo. Pero no contó con que el ogro metió la cabeza en el tonel y se zambulló en él hasta encontrar la lima, esta más grande que la primera.
Pero Isabel no se iba a rendir. Iba a conseguir introducir una lima a cualquier precio. Ni siquiera había pensado en si la ventana de la celda de su padre estaba muy por encima de la calle y no podría saltar. Nada de eso, era una cuestión de orgullo meter una lima grande dentro de la vainilla, que encima tuvo que comprar, porque se le había acabado.
Tuvo que callejear al atardecer para ir a comprar la lima. Un herrero tenía una para vender, pero la niña no tenía suficiente dinero. Pagó con todo lo que tenía y también prometió que, cuando su padre fuera libre, le haría tres pasteles gratis. En cualquier caso, al herrero tampoco le gustaban los ogros que reinaban en Regulandia, por lo que fue flexible con el precio.
En la tercera visita a la prisión, Isabel trajo una enorme barrica llena de vainilla, doscientos litros por lo menos, de las que se usan para añejar el vino. La hacían rodar para moverla, con la ayuda de tres personas.
Cuando el ogro guardián vio aquello, comenzó a gruñir como un poseso. Los obligó a levantar la barrica y colocarla sobre la base. Luego abrió la tapa y se hundió.
Pero ya no salió. El ogro no, solo algunas burbujas. BLUB, BLUB.
Otro guardia ogro pronto llegó y se arrastró hasta la boca de la tina y se metió para salvar a su camarada. Pero tampoco salió. Solo se vieron más burbujas: BLUB, BLUB, BLUB...
Isabel recogió varios cubos del jugo de vainilla con ogro y se los llevó a su padre. Este hizo el mejor pastel que un ogro podría nunca degustar.
Cuando el rey probó aquella maravilla esponjosa, berreó, pero fue de placer.
— Es el mejor pastel del mundo. ¿Cuál es la receta? —preguntó Feldepato.
— Es un secreto — respondió el pastelero, todo serio.
— ¿Secretos con tu rey? —volvió a preguntar el rey, tomando al pastelero por el cuello y dejándolo colgado de la ventana, con una caída de casi cuarenta metros hasta el suelo.
El pastelero cambió de idea fácilmente y confesó que el ingrediente secreto era precisamente carne cruda de ogro. La mezcla de vainilla, mora, dientes de ajo y carne de ogro era fundamental para preparar el pastel que tanto gusto le causó al rey Feldepato.
El monarca, en vez de enojarse, decidió que había ogros de sobra, por lo que hizo capturar uno todos los días para que el pastelero preparase la tarta, que se llamó tarta Feldepato, en honor al rey.
Y así fue cómo día a día disminuía el número de ogros en todo el reino, porque todos los días el rey pedía un pastel. Hasta aquel día, poco más de un año después, en que el único ogro que quedaba en el reino era el propio rey Feldepato.
Pero nadie lo metió en la masa del pastel. Simplemente fue derrocado y los humanos recuperaron el control del país de Regulandia. Sin embargo, ya no había rey, porque hacía mucho tiempo que lo habían servido asado.
Pero en realidad, a nadie le gustaba el viejo rey y tampoco nadie quería ocupar el trono, por lo que el pastelero hizo un rey de mazapán que, cuando se endureció, parecía de verdad, aunque muy tieso y siempre sonriente. Lo sentaron en el trono y todos inclinaban la cabeza al pasar ante él. El rey de mazapán fue entronizado y nombrado Panmaza I, y mientras tanto todo el pueblo prosiguió con su vida muy feliz, especialmente el pastelero, que desde entonces convirtió todas las celdas de las mazmorras en su taller de repostería.
© Frantz Ferentz, 2022
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