lunes, 30 de enero de 2023

EL DEDAL MÁGICO

 


Lo único que heredé de mi padre fue un juego de sastre.

Había vivido toda su vida cosiendo ropa para los habitantes del pueblo, ganando lo justo para mantener a la familia, a mi madre ya mí, pero mi madre también había fallecido, así que yo estaba solo en el mundo. Por tanto, no me dejó casi nada, ni siquiera la sastrería, porque había deudas que pagar después de su fallecimiento.

Y fue entonces cuando encontré un pequeño hatillo en el que cabían todas las pertenencias de mi padre. Sin mucho interés, lo abrí y vacié su contenido sobre la mesa para ver si había algo que pudiera vender y ganar algo de dinero con eso.

No había gran cosa: dos juegos de agujas de varios tamaños, tres pares de tijeras también de varios tamaños, muchos carretes de hilo y... un dedal. Enseguida me fijé en que era un objeto muy hermoso, tenía diseños dorados. Tal vez era lo único por lo que me darían dinero si lo vendía.

Sin embargo, no llegué a vender nada, porque el burgomaestre se me acercó y me dijo con toda seriedad:

–– Querido Lucador ––se me había olvidado decir que ese es mi nombre––. después de la triste muerte de tu padre, nos quedamos sin sastre en el pueblo. Desde este momento, la alcaldía pondrá a tu disposición un taller donde podrás atender a los vecinos.

Era una muy buena propuesta. Estaba sin trabajo, no tenía dónde caerme muerto e incluso mi casa estaba en ruinas ("casa" era un término generoso para definir dónde vivía). El taller sin duda tendría un pequeño cuarto donde podría vivir y eso solucionaría mi problema de vivienda.

Pero, por otro lado, yo no sabía coser. Nunca había usado una aguja y enhebrarla era bastante complejo para mí. Mi verdadera vocación era la de músico, pero, como ya he dicho, mi padre no tenía dinero suficiente para comprarme siquiera una flauta, así que desarrollé un talento especial para la percusión. Con mis dedos golpeando una superficie de madera, por ejemplo una mesa, podía armar un pequeño concierto y solo con mis dedos, como una mini-orquesta.

Como no tenía intención de dormir en la calle, ni bajo un puente, acepté la propuesta del burgomaestre. Pensé que ya improvisaría. En fin...


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Mis vecinos no se fiaban de mí. En los primeros días, nadie pasó por la sastrería, así que me pasaba todo el día allí mirando las paredes y acomodando mis reliquias en un estante.

Me aburría intensamente. Por tanto, decidí practicar mi afición. Tuve una idea. El dedal sonaría muy bien sobre la madera de la mesa, podría crear una nota especial gracias al toque del metal sobre la madera.

Así, comencé a tocar una composición mía sobre la mesa. Sonaba genial. Pero de repente, alguien entró. Era una baronesa que me traía un vestido de terciopelo que necesitaba algunos arreglos, porque la señora había engordado y ahora había que ensancharle el vestido.

Lo dejé sobre la mesa de malas maneras y con amenazas:

–– Quiero este vestido arreglado para mañana. De lo contrario, haré que mis caballos te pisoteen hasta cansarse.

No fui capaz de replicarle. Hasta ahí había llegado. Ya me tocaba irme del pueblo y empezar una nueva vida desde cero en algún otro lugar, muy, muy lejano, donde, quizá, les gustasen los músicos.

Pero la melodía que había comenzado a componer latía en mi cabeza. Antes de irme, quería terminar esa pieza. Sonó genial gracias al dedal. Entonces comencé a golpear la mesa con mis dedos.

Y toqué.

Y qué sorpresa me llevé...


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En cuanto empecé a golpear la madera con el dedal, las agujas comenzaron a moverse solas, a flotar en el aire, a enhebrarse solas. Además, las tijeras también comenzaron a moverse por sí solas y, en cuestión de segundos, unas manos invisibles comenzaron a arreglar el vestido de la baronesa.

Me detuve todo alucinado.

La mano invisible también se detuvo.

Volví a dar golpecitos en la mesa con los dedos, dedal incluido, y se reanudó el trabajo, con las tijeras cortando con absoluta precisión y las agujas cerrando.

Entendí que mientras golpeara la mesa con mis dedos, habría magia. No sabía cómo explicarlo, era un completo y absoluto misterio, pero entendí que el dedal era mágica. Para comprobarlo, me quité el dedal y seguí golpeando con mis dedos desnudos sobre la mesa, pero al instante las agujas y las tijeras se detuvieron.

Nuevamente me coloqué el dedal en el dedo y proseguí con mi interpretación. Entonces se restauró la magia y el arreglo del vestido lo hizo una mano invisible que yo no podía ver.

Era un ritmo que me sonaba interesante: TOC, TOC, TOC-TOC-TOC, TOOOC,

El vestido estuvo listo en media hora, pues, además, golpeé rápido con los dedos, aquella pieza mía era muy rápida, por lo que la restauración del vestido de terciopelo de la baronesa fue toda rápida.

Al día siguiente, la baronesa vino a mi taller esperando que le sirviera de alfombra a sus caballos, pero se llevó la sorpresa de su vida al encontrar que su vestido le quedaba como un guante.

Me pagó bien, estaba tan emocionada con el vestido que se corrió la voz de que yo era mucho mejor que mi padre como sastre. En ese momento, mi negocio fue invadido por gente del pueblo que quería que les arreglara ropa o se la hiciera nueva.

Visto así, hasta podría parecer que todo iba a la perfección y que esta historia acabaría aquí, conmigo rico.

Pero no fue así.

Alguien descubrió mi secreto.


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Cometí un descuido imperdonable. No puse cortinas en las ventanas. Durante el día no se podía ver el interior desde fuera, pero como también tenía que trabajar de noche, desde fuera se podía ver claramente el interior, que estaba todo iluminado con velas.

Fue así como un par de ojos indiscretos, tras varios días de espionaje, descubrieron el secreto del dedal.

Entonces, una mañana, cuando fui a reemprender mi tarea, no encontré mi dedal por ningún lado. Pronto descubrí que el cristal de la ventana estaba hecho añicos. No tuve que tirar del hilo, enseguida me di cuenta de que me habían robado. Solo eso. Entonces recordé que había visto algunas sombras por detrás de la ventana algunas noches, pero no le había dado la menor importancia.

Caí en la desesperación. Sin el dedal, no podría continuar con mi trabajo. Y sin trabajo, me echarían del taller. Y sin taller, acabaría en la calle como un sintecho, mendigando.

Pero no me iba a rendir. Salí disparado a la calle. Quería encontrar al ladrón de mi dedal mágico. Para ello, usé la cabeza.

Si alguien había descubierto que mi dedal era mágico, o se la había vendido a otro sastre o era él mismo un sastre.

Solo había otra sastrería en el pueblo. Y encima acababa de abrir. Fui allí, pero traté de disfrazarme para no ser reconocido.

En el taller me topé con un sastre malencarado que rasgaba telas como un poseso. A ese ritmo, iba a dejar su suministro de tela cortado en pedazos inutilizables en cuestión de minutos. Lo observé un rato, para ver si cosía, pero en realidad solo cortaba y cortaba. Creo que si seguía a ese ritmo deshilachando los grandes rollos de tela, terminaría haciendo toneladas de confeti. Quizá era lo que quería.

No parecía tener mi dedal. En ese momento, pensé que tal vez, si lograba engañar nuevamente al ladrón, él mismo me llevaría a su cliente.

Tenía una idea y la iba a poner en práctica.


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Fui a visitar a uno de los orfebres del pueblo. Por suerte, tengo una memoria muy precisa para ciertas cosas. Sabía de memoria el diseño exterior de la alferga, así como su peso específico, pues como músico necesitaba ejecutar los movimientos del dedo con absoluta precisión, de lo contrario no podría lograr el ritmo exacto.

Dibujé en un papel la superficie del dedal y le indiqué al orfebre cómo tenía que ser, qué partes tendría de hierro y de oro.

El orfebre resultó ser un profesional. Hizo una réplica perfecta de mi dedal, pero no era mágico.

Fingí trabajar esa misma noche y hasta golpeé la mesa con los dedos, pero no con ritmo, porque no pretendía componer nada, simplemente hacía ruidos para llamar la atención del ladrón.

Me llegó en una sola noche. Ya había notado que alguien me observaba desde el otro lado de la ventana, muy atento a mis movimientos. Para que la farsa fuera completa, había dejado a la vista unos retales que parecían coserse, lo que conseguí moviéndolos con los pies gracias a unos hilos finos que no se veían desde la ventana.

Luego fingí que me caía de sueño y me acostaba.

Minutos después, se rompió el vidrio de una ventana nuevamente y unos pasos casi imperceptibles ingresaron a mi taller.

El ratón ya había caído en la trampa.


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La trampa era que el dedal estaba pegado a la mesa con cola de zapatero, pero el agujero y la pared del objeto también estaban llenos de cola, de modo que en cuanto el ladrón agarró el dedal, se le pegó a los dedos.

Era una cola muy buena y muy cara, pero había valido la pena. Acudí a los bufidos que salían de la boca del intruso mientras intentaba liberarse, pero no podía.

Con una vela vi, por fin, el rostro de la persona que me había robado el dedal la noche anterior. Era una figura pequeña, quizás un adolescente, con capucha.

–– De ahí no te mueves hasta que me digas qué hiciste con el dedal que me robaste ayer.

El ladrón se detuvo al oír mi voz. Levantó la cabeza y me miró. En ese momento me di cuenta de que era una mujer. Ella era, después de todo, una ladrona.

–– ¡Habla! ––le exigí.

Dejó de intentar liberarse de mi trampa.

–– Lo robé para un extranjero que me lo había pedido. Me dijo que era un dedal mágico, que te había visto manipularlo para invocar una fuerza mágica.

–– ¿Y dónde está ese extranjero?

–– ¿Y yo qué sé? En cuanto le di el dedal, se piró.

–– ¿Y qué pretendías hacer con estos otros residuos?

–– Por ahora, robártelo. Ya encontraría a alguien que me lo comprase.

–– ¿Cómo te llamas? ––le pregunté.

Ella no se esperaba eso. Dudó unos segundos y luego dijo:

–– Ania.

–– Muy bien, Ania, quiero que sepas que ese dedal que me robaste era una herencia de mi padre, pero que el que ahora intentas llevarte es una réplica. No hay nada mágico en ello.

–– No te creo –– se atrevió a decir.

–– Te lo demostraré.

Fui a un cajón y saqué un frasquito de disolvente muy potente.

–– Esto te escocerá, pero no es mi culpa –– le advertí.

Apliqué el disolvente entre los dedos y el dedal. Se quejó de dolor, porque el disolvente era básicamente ácido. Le di un trapo para secarse los dedos.

–– Y ahora, mira.


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Empecé a golpear con los dedos la mesa ya con el dedal en el índice. También había colocado al lado unas telas y los útiles de sastrería, que son básicamente hilos, agujas y tijeras.

Quería demostrarle que, aunque golpeara una de mis melodías sobre la mesa, allí no iba a pasar nada. No habría magia, porque la réplica desperdiciada no era mágica.

Toqué una de mis piezas favoritas. Y en cuanto empecé a percutir, los instrumentos empezaron a moverse solos, a rasgar la tela, a coserla y a formar unos pantalones.

La ladrona no daba crédito.

Pero yo tampoco.


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Entonces, seguro que te preguntas, querido lector, cómo era posible. ¿El segundo dedal también era mágico?

No, no lo era.

¿Y qué desencadenó la magia si no el dedal?

Era el ritmo. Pero no entiendo de hechizos ni de cosas parejas, solo sé que cuando interpretaba mis piezas, una fuerza mágica acudía a mí y hacía mi trabajo, percibía lo que yo tenía en mente.

Fue Ania quien se dio cuenta de todo

–– No es el dedal, eres tú.

–– ¿Quieres decir que soy un mago?

–– No, pero tu percusión atrae la magia ––me explicó.


& & &


Tras ese descubrimiento, dejé el oficio de sastre, que en realidad no era mi vocación, y monté una orquesta fantasma, junto con Ania.

Ella, gracias a la destreza de sus dedos, toca el arpa, mientras yo compongo desde la percusión.

Nos va muy bien, nos ganamos mucho mejor la vida que con la sastrería. Finalmente me gano la vida de la forma que me gusta a mí.

¿Y la magia?, me querrás preguntar.

La magia toca al resto de la orquesta: violines, piano, trompetas, saxofones y todo lo demás, siempre según lo que me viene a la cabeza y lo transmito con percusión sobre una mesa con mi dedal, que por cierto ya me lo han robado un par de veces, pero siempre tengo varios de sobra. Por ello, es recomendable hacerse amigo de un buen orfebre y tenerlo siempre a mano.


© Frantz Ferentz, 2023

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