viernes, 9 de febrero de 2024

LA CAZA DE LOS PRINSAPOS

 


     El rumor corrió como la pólvora. De los diecisiete príncipes azules que iban a acudir a la pedida de mano de la princesa real Carola, entre ocho y diez no eran auténticos príncipes azules, eran el prinsapos.

     ¿Que qué son prinsapos? Bien, los especialistas en familias reales de todo el viejo continente europeo definen como prinsapo a los "príncipes sapos". Todos los conocedores de las historias antiguas saben que se denominaba así a los sapos encantados con apariencia de príncipes azules. No se sabe muy bien cuál era el origen de aquel fenómeno, si príncipes convertidos en sapos, o sapos convertidos en príncipes, aunque también podía tratarse de príncipes convertidos en sapos y a continuación reconvertidos en príncipes. Sea como fuere, lo único claro era que la natureza de esas criaturas llamadas prinsapos era principalmente de sapos, pero con apariencia principesca.

     Entre los especialistas corría también otra denominación, la de sapazules, que es la unión de las palabras sapo y (príncipe) azul, de modo que un sapazul vendría siendo, probabelmente, algo parecido a un prinsapo. Pero las diferencias exactas no estaban escritas en ninguno, porque la principiología no es una ciencia exacta, como las matemáticas o la física.

     Pero volviendo a lo que nos interesa, aquel año la princesa real Carola cumplía dieciocho años, lo cual significaba que los príncipes azules de todo el continente, reales y saperos, iban a presentarse en el palacio de su padre, el rey Aldo VIII el Bien-Peinado para pedir la mano de la princesa.

Sin embargo, como diciamos, el rumor de que una buena parte de los pretendientes eran prinsapos y que los métodos para ser descubiertos eran muy precarios aún en aquel tiempo, porque no se hacían, por ejemplos, pruebas de ADN, suponía un grave problema.

El Rey Aldo VIII el Bien-Peinado, gran amante de las tradiciones, pero también de la hija, no podía permitir que un prinsapo se acabara apoderando de su trono. Y tampoco era cuestión de aceptar que su bienquerida hija acabaría entre las ventosas de una de esas horribles criaturas y toda llena de babas de sapo. Y quién sabe, podría ser que incluso acabase en una charca, alimentándose de moscas, mosquitos y libélulas.

Por eso, en una reunión secreta, secretísima, en la cripta más profunda del palacio real, los consejeros del rey aconsejaron al monarca proteger a su hija y poner un sosia en su lugar.

–¿Qué es un sosia? ––fue lo primero que preguntó el rey, quien era un chisquiño ignorante aunque estuviera siempre bien peiteado.

– Es alguien muy parecido con otra persona, que puede sustituirla.

Al rey le gustó de la palabra sosia. Tal vez hasta la podría usar para nombrar alguna plaza en la capital: Plaza del Sosia.

Sin embargo, la cosa era seria, habían de pasar a la acción.

– ¿Y dónde encontramos un sosia de la mi hija, la princesa Carola?

– Ya la encontramos, Majestad.

Y entonces trajeron en presencia del rey una joven vestida de princesa, con corona de diademas.

– ¿Por qué está aquí mi hija? ––preguntó el monarca.

– No es vuestra hija –explicó el consejero Filiberto, lo más inteligente de los consejeros reales, por lo cual era considerado el consejero principal–. Es un sosia, no es vuestra hija, Majestad.

– Qué maja –dijo el monarca, y le entró una voluntad inexplicable de abrazarla y darle un par de consejos de padre.

 

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La sosia de la princesa Carola se llamaba Omaira. Era una campesina cualquiera, que había sido escogida por su semejanza con la princesa Carola. Los asesores del palacio decidieron que ella, bien vestida, maquillada, era un calco de la princesa Carola.

Mientras tanto, escondieron a la princesa Carola en un castillo al pie de la playa, lejos del alcance de los princesapos, donde tomaba el sol tranquilamente, tumbada en la arena, con la brisa salada acariciándole la piel... Bueno, dejemos eso, que hasta a mi da envidia solo de contarlo, aunque al cabo de una semana la trajeron de incógnito de vuelta al palacio.

Omaira fue ubicada en los aposentos de la princesa. Siempre había por allí alguna sirviente que le decía:

– Eso no se toca.

– Eso no se coge.

– Eso no se hace.

– Eso no se dice.

La pobre Omaira estaba fastidiada. Le habían prometido una bolsita de monedas de oro por hacerse pasar por la princesa Carola, pero nadie le había dicho que tenía que fingir ser la princesa toda una semana. No, eso sí que no se lo habían dicho. Los sirvientes que la acompañaban, de noche la vigilaban más que si fueran un ejército de guardaespaldas.

Y así llegó la fiesta del cumpleaños. Omaira estaba resplandeciente, bellísima con aquel vestido rosa que llevaba. Se sentía realmente una princesa. Entonces sí, era realmente una princesa. Sin embargo, ¿era una princesa por llevar aquel vestido de princesa?

No le dio ni tiempo a responder a sus propias preguntas. La colocaron en un trono, a la derecha de su padre, y a continuación comenzaron a desfilar ante ella príncipes y prinsapos. Cada uno de ellos era presentado a la princesa, quien los contemplaba hasta con miedo. Todos eran hermosos, delgados, con perilla, porque estaba de moda entre los príncipes del continente.

Cuando pasaron todos, la princesa tuvo que retirarse a sus aposentos. La cuitada no entendía cómo funcionaba aquello. Si ella supiese. La cosa era que el rey se reunía con todos los príncipes, que le ofrecieron bienes y hazañas por la mano de la princesa.

Y así transcurrieron cinco horas, durante las cuales Omaira se aburrió como nunca, porque no le permitían hacer nada, ni siquiera mirar por la ventana. Tenía que quedarse quieta sentada, para no arrugar el vestido.

De repente, entró una sirvienta diferente en la alcoba y ordenó:

– ¡Ponte este vestido ya!

Se trataba de un vestido azul marino con bordes blancos. Era espectacular. Otras dos sirvientes comenzaron a ponerle el nuevo vestido. Cuando estuvo lista, abrieron la puerta de los aposentos y volvió al salón del trono. Una trompeta anunció su llegada.

Y allí ya no había tantos príncipes como en el inicio. Solo quedaban cinco, los cinco que los expertos y el rey escogieron, cuya fachada, patrimonio y nobleza mejor les parecieron, pero sin saber cuáles de ellos eran prinsapos.

Los cinco hicieron una reverencia cuando ella entró mientras decían simultáneamente.

– Alteza...

 

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Omaira ni sabía que existían los prinsapos. Por ello, era imposible que se hubiese imaginado que, de aquellos cinco príncipes, cuatro de ellos eran prinsapos y solo uno príncipe azul.

La falsa princesa había recibido un cursillo acelerado de buenas maneras en la mesa. Le explican cómo usar los cubiertos. Le explicaron que no debía hablar mientras masticaba. Le explicaron que debía sonreír siempre que alguno de los príncipes se dirigiera a ella, pero pensaba que se le iba a quedar cara de boba con tanta sonrisa falsa.

Durante varios días, la falsa princesa interactuó con los príncipes, mientras la verdadera princesa seguía todo por detrás de una cortina o disfrazada de criada, para que ella misma ya decidiese a cuál de aquellos cinco elegir, pero ni ella nadie en la corte era capaz de adivinar cuáles eran prinsapos; quizá lo eran todos.

Hasta que de repente, Omaira sintió que le susurraban en la oreja:

– Princesa, ya no hace falta escoger un príncipe –anunció el consejero principal, que traía de vuelta a la princesa Carola.

Con una disculpa ante los príncipes, hicieron salir a Omaira del salón y a los pocos minutos entró la princesa real, vestida exactamente igual que su doble.

El consejero principal anunció a la princesa:

– Majestad, ya puedes escoger el príncipe que quieras.

Entretanto, Omaira se enteró de lo de los prinsapos. Comprendió que la princesa Carola podría acabar en una situación complicada si se casaba con un prinsapo. Quién sabe, si cuadra hasta la llevaría a vivir en una charca, donde probablemente tendría su corte real.

Aquella misma noche, antes de volver a su hogar, Omaira se escabulló al cuarto de Carola y le dijo:

– Princesa, déjame sustituirte aún un día y descubriré cuáles de aquellos príncipes son prinsapos. Así no te casarás con ninguno de ellos.

Carola abrazó a Omaira. Nunca antes alguien le había mostrado empatía. Si hacía algo por ella era porque quería, no porque recibía una orden.

– Pero ¿por qué haces esto? –preguntó la princesa a su sosia.

– Porque me parece algo muy injusto... ¿Y puedo aún preguntarte algo?

– Claro.

– ¿De verdad quieres casarte?

La princesa guardó silencio durante unos segundos y a continuación dijo:

– No. Es mi padre quien quiere que yo me case. No me preguntó cuáles son mis deseos.

– Entiendo. Voy a ayudarte. Hoy de noche, en la cena, voy a ocupar tu lugar.

– ¿Y cómo lo harás? El consejero principal no se lo permitirá.

– Pero solo si saben que yo soy yo, y no que yo soy tú.

La princesa sonrió.

– Confío plenamente en ti –dijo la princesa y nuevamente abrazó a Omaira.

 

 

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En el gran salón del trono, todas las lámparas estaban prendidas. El castillo estaba de gala con aquel evento en el que, finalmente, la princesa Carola podría escoger entre los cinco candidatos. Su padre, el rey, se sentía generoso, por eso, permitía que su hija escogiese a su marido entre aquellos cinco candidatos. Él era un monarca liberal; otros reyes, en su lugar, escogerían ellos propios al marido de su hija, pero él era muy liberal.

Los cinco príncipes se sentaban ansiosos, sin quitar la vista de la princesa, que aquella noche se veía aún más hermosa de lo habitual.

– Después de la cena ––anunció el rey––, habrá un baile. Mi hija bailará con cada uno de vos y a continuación decidirá con quién se casa. ¡Un brindis por mi princesa!

Todos los presentes alzaron las copas de vino y brindaron por la princesa Carola. A continuación, entraron los camareros con grandes bandejas y platos de metal cubiertos.

Cada príncipe recibió uno de los platos cubiertos y enseguida comenzaron a relamerse. Salía un olorcito delicioso. Enseguida, los príncipes retiraron la cubierta de los platos.

Pero no había allí ningún plato de carne jugosa, no. En cuanto los platos se quedaron destapados, docenas de moscas alzaron el vuelo. La reacción de cuatro de los príncipes fue lanzarse a cazarlas con la lengua, saltando por toda la sala, sin control, hasta por encima de las mesas, solo guiados por su instinto.

El resto de la corte se quedó de piedra. Nadie se esperaba aquello. Los peritos del palacio creían que habían elegido correctamente a los cinco príncipes, pensaban que entre ellos no había prinsapos, pero era claro que se habían equivocado.

El rey se reaccionó rápidamente:

– Guardia, ahora llevaos a esas bestias fuera de aquí.

Los guardias entraron y sacaron aquellos prinsapos a la fuerza, pero todavía de camino a la salida intentaban cazar algunas moscas que se habían posado en las paredes lanzándoles la lengua.

Cuando la cosa ya se hubo calmado, el rey se dirigió al único príncipe real y le dijo:

– Creo que ya no hace falta que mi hija escoja con qué príncipe se casará.

Ambos soltaron una buena carcajada, que el resto de los presentes imitó, aunque no le vieran la gracia, pero si el rey se reía, todos se reían.

Sin embargo, la princesa no se reía. Y cuando la cosa se calmó, dijo en voz alta, para ser oída por todos:

– Creo que ya es hora de cambiar las reglas.

Todos se la quedaron mirando. Nadie entendía nada de lo que ella quería decir.

– Hasta ahora todos os empeñasteis en que la princesa tenía de escoger entre cinco príncipes, pero ahora permitidme que sea el príncipe quien escoja a la princesa.

Todos se quedaron boquiabiertos. En ese momento, entró la princesa... la de verdad, Carola. Y se colocó al lado de la falsa princesa. Ambas vestían igual. Eran indistinguibles.

– Una de nosotras es la princesa real y la otra es su doble. Escoge.

El príncipe miraba a ambas. Era incapaz de distinguirlas. Ni él ni ninguno de los presentes. De hecho, ni el Rey sabía cuál de las dos era su propia hija.

Al final, el príncipe dijo:

– Es una vergüenza que me hagáis esto. Yo soy un príncipe serio y no me podéis tratar así, rey Aldo.

Con el disgusto, el rey se despeinó. Perdió la compostura. No sabía ni qué decir.

El príncipe salió de la sala y hasta dio un portazo, como un niño cascarrabias y mal educado.

Ambas jóvenes, la princesa real y la princesa falsa, se abrazaron, tomadas de la mano, y salieron juntas de la sala, mientras Omaira comentaba a su nueva amiga, la princesa Carola:

– ¿Sabes una cosa? Yo también soy una princesa.

– Ah, ¿sí?

– Sí, pues resulta que Omaira significa 'princesa'.

Sus risas aún resonaron mucho tiempo por los corredores del castillo.


© Frantz Ferentz, 2024

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