El rumor corrió como la pólvora. De
los diecisiete príncipes azules que iban a acudir a la pedida de mano de la
princesa real Carola, entre ocho y diez no eran auténticos príncipes azules,
eran el prinsapos.
¿Que qué son prinsapos? Bien, los
especialistas en familias reales de todo el viejo continente europeo definen
como prinsapo a los "príncipes
sapos". Todos los conocedores de las historias antiguas saben que se
denominaba así a los sapos encantados con apariencia de príncipes azules. No se
sabe muy bien cuál era el origen de aquel fenómeno, si príncipes convertidos en
sapos, o sapos convertidos en príncipes, aunque también podía tratarse de
príncipes convertidos en sapos y a continuación reconvertidos en príncipes. Sea
como fuere, lo único claro era que la natureza de esas criaturas llamadas
prinsapos era principalmente de sapos, pero con apariencia principesca.
Entre los especialistas corría
también otra denominación, la de sapazules,
que es la unión de las palabras sapo y
(príncipe) azul, de modo que un sapazul vendría siendo, probabelmente,
algo parecido a un prinsapo. Pero las
diferencias exactas no estaban escritas en ninguno, porque la principiología no
es una ciencia exacta, como las matemáticas o la física.
Pero volviendo a lo que nos
interesa, aquel año la princesa real Carola cumplía dieciocho años, lo cual
significaba que los príncipes azules de todo el continente, reales y saperos, iban
a presentarse en el palacio de su padre, el rey Aldo VIII el
Bien-Peinado para pedir la mano de la princesa.
Sin
embargo, como diciamos, el rumor de que una buena parte de los pretendientes
eran prinsapos y que los métodos para ser descubiertos eran muy precarios aún
en aquel tiempo, porque no se hacían, por ejemplos, pruebas de ADN, suponía un
grave problema.
El
Rey Aldo VIII el Bien-Peinado, gran amante de las
tradiciones, pero también de la hija, no podía permitir que un prinsapo se
acabara apoderando de su trono. Y tampoco era cuestión de aceptar que su bienquerida
hija acabaría entre las ventosas de una de esas horribles criaturas y toda
llena de babas de sapo. Y quién sabe, podría ser que incluso acabase en una
charca, alimentándose de moscas, mosquitos y libélulas.
Por
eso, en una reunión secreta, secretísima, en la cripta más profunda del palacio
real, los consejeros del rey aconsejaron al monarca proteger a su hija y poner un
sosia en su lugar.
–¿Qué
es un sosia? ––fue lo primero que preguntó el rey, quien era un chisquiño
ignorante aunque estuviera siempre bien peiteado.
– Es alguien muy parecido con otra persona, que puede sustituirla.
Al
rey le gustó de la palabra sosia. Tal
vez hasta la podría usar para nombrar alguna plaza en la capital: Plaza del
Sosia.
Sin
embargo, la cosa era seria, habían de pasar a la acción.
– ¿Y dónde encontramos un sosia de la mi hija, la princesa Carola?
– Ya la encontramos, Majestad.
Y
entonces trajeron en presencia del rey una joven vestida de princesa, con
corona de diademas.
– ¿Por qué está aquí mi hija? ––preguntó el monarca.
– No es vuestra hija –explicó el consejero Filiberto, lo más inteligente de los
consejeros reales, por lo cual era considerado el consejero principal–. Es un
sosia, no es vuestra hija, Majestad.
– Qué maja –dijo el monarca, y le entró una voluntad inexplicable de abrazarla y
darle un par de consejos de padre.
& & &
La
sosia de la princesa Carola se llamaba Omaira. Era una campesina cualquiera,
que había sido escogida por su semejanza con la princesa Carola. Los asesores
del palacio decidieron que ella, bien vestida, maquillada, era un calco de la
princesa Carola.
Mientras
tanto, escondieron a la princesa Carola en un castillo al pie de la playa,
lejos del alcance de los princesapos, donde tomaba el sol tranquilamente, tumbada
en la arena, con la brisa salada acariciándole la piel... Bueno, dejemos eso,
que hasta a mi da envidia solo de contarlo, aunque al cabo de una semana la
trajeron de incógnito de vuelta al palacio.
Omaira
fue ubicada en los aposentos de la princesa. Siempre había por allí alguna sirviente
que le decía:
– Eso no se toca.
– Eso no se coge.
– Eso no se hace.
– Eso no se dice.
La
pobre Omaira estaba fastidiada. Le habían prometido una bolsita de monedas de
oro por hacerse pasar por la princesa Carola, pero nadie le había dicho que tenía
que fingir ser la princesa toda una semana. No, eso sí que no se lo habían
dicho. Los sirvientes que la acompañaban, de noche la vigilaban más que si
fueran un ejército de guardaespaldas.
Y
así llegó la fiesta del cumpleaños. Omaira estaba resplandeciente, bellísima
con aquel vestido rosa que llevaba. Se sentía realmente una princesa. Entonces
sí, era realmente una princesa. Sin embargo, ¿era una princesa por llevar aquel
vestido de princesa?
No
le dio ni tiempo a responder a sus propias preguntas. La colocaron en un trono,
a la derecha de su padre, y a continuación comenzaron a desfilar ante ella
príncipes y prinsapos. Cada uno de ellos era presentado a la princesa, quien los
contemplaba hasta con miedo. Todos eran hermosos, delgados, con perilla, porque
estaba de moda entre los príncipes del continente.
Cuando
pasaron todos, la princesa tuvo que retirarse a sus aposentos. La cuitada no
entendía cómo funcionaba aquello. Si ella supiese. La cosa era que el rey se reunía
con todos los príncipes, que le ofrecieron bienes y hazañas por la mano de la
princesa.
Y
así transcurrieron cinco horas, durante las cuales Omaira se aburrió como
nunca, porque no le permitían hacer nada, ni siquiera mirar por la ventana.
Tenía que quedarse quieta sentada, para no arrugar el vestido.
De
repente, entró una sirvienta diferente en la alcoba y ordenó:
– ¡Ponte este vestido ya!
Se
trataba de un vestido azul marino con bordes blancos. Era espectacular. Otras
dos sirvientes comenzaron a ponerle el nuevo vestido. Cuando estuvo lista,
abrieron la puerta de los aposentos y volvió al salón del trono. Una trompeta
anunció su llegada.
Y
allí ya no había tantos príncipes como en el inicio. Solo quedaban cinco, los
cinco que los expertos y el rey escogieron, cuya fachada, patrimonio y nobleza
mejor les parecieron, pero sin saber cuáles de ellos eran prinsapos.
Los
cinco hicieron una reverencia cuando ella entró mientras decían
simultáneamente.
– Alteza...
& & &
Omaira
ni sabía que existían los prinsapos. Por ello, era imposible que se hubiese
imaginado que, de aquellos cinco príncipes, cuatro de ellos eran prinsapos y
solo uno príncipe azul.
La
falsa princesa había recibido un cursillo acelerado de buenas maneras en la
mesa. Le explican cómo usar los cubiertos. Le explicaron que no debía hablar
mientras masticaba. Le explicaron que debía sonreír siempre que alguno de los
príncipes se dirigiera a ella, pero pensaba que se le iba a quedar cara de boba
con tanta sonrisa falsa.
Durante
varios días, la falsa princesa interactuó con los príncipes, mientras la
verdadera princesa seguía todo por detrás de una cortina o disfrazada de
criada, para que ella misma ya decidiese a cuál de aquellos cinco elegir, pero
ni ella nadie en la corte era capaz de adivinar cuáles eran prinsapos; quizá lo
eran todos.
Hasta
que de repente, Omaira sintió que le susurraban en la oreja:
– Princesa, ya no hace falta escoger un príncipe –anunció el consejero principal,
que traía de vuelta a la princesa Carola.
Con
una disculpa ante los príncipes, hicieron salir a Omaira del salón y a los
pocos minutos entró la princesa real, vestida exactamente igual que su doble.
El
consejero principal anunció a la princesa:
– Majestad, ya puedes escoger el príncipe que quieras.
Entretanto,
Omaira se enteró de lo de los prinsapos. Comprendió que la princesa Carola
podría acabar en una situación complicada si se casaba con un prinsapo. Quién
sabe, si cuadra hasta la llevaría a vivir en una charca, donde probablemente
tendría su corte real.
Aquella
misma noche, antes de volver a su hogar, Omaira se escabulló al cuarto de
Carola y le dijo:
– Princesa, déjame sustituirte aún un día y descubriré cuáles de aquellos
príncipes son prinsapos. Así no te casarás con ninguno de ellos.
Carola
abrazó a Omaira. Nunca antes alguien le había mostrado empatía. Si hacía algo
por ella era porque quería, no porque recibía una orden.
– Pero ¿por qué haces esto? –preguntó la princesa a su sosia.
– Porque me parece algo muy injusto... ¿Y puedo aún preguntarte algo?
– Claro.
– ¿De verdad quieres casarte?
La
princesa guardó silencio durante unos segundos y a continuación dijo:
– No. Es mi padre quien quiere que yo me case. No me preguntó cuáles son mis
deseos.
– Entiendo. Voy a ayudarte. Hoy de noche, en la cena, voy a ocupar tu lugar.
– ¿Y cómo lo harás? El consejero principal no se lo permitirá.
– Pero solo si saben que yo soy yo, y no que yo soy tú.
La
princesa sonrió.
– Confío plenamente en ti –dijo la princesa y nuevamente abrazó a Omaira.
& & &
En
el gran salón del trono, todas las lámparas estaban prendidas. El castillo
estaba de gala con aquel evento en el que, finalmente, la princesa Carola
podría escoger entre los cinco candidatos. Su padre, el rey, se sentía
generoso, por eso, permitía que su hija escogiese a su marido entre aquellos
cinco candidatos. Él era un monarca liberal; otros reyes, en su lugar,
escogerían ellos propios al marido de su hija, pero él era muy liberal.
Los
cinco príncipes se sentaban ansiosos, sin quitar la vista de la princesa, que
aquella noche se veía aún más hermosa de lo habitual.
– Después de la cena ––anunció el rey––, habrá un baile. Mi hija bailará con cada
uno de vos y a continuación decidirá con quién se casa. ¡Un brindis por mi
princesa!
Todos
los presentes alzaron las copas de vino y brindaron por la princesa Carola. A
continuación, entraron los camareros con grandes bandejas y platos de metal
cubiertos.
Cada
príncipe recibió uno de los platos cubiertos y enseguida comenzaron a relamerse.
Salía un olorcito delicioso. Enseguida, los príncipes retiraron la cubierta de los
platos.
Pero
no había allí ningún plato de carne jugosa, no. En cuanto los platos se quedaron
destapados, docenas de moscas alzaron el vuelo. La reacción de cuatro de los
príncipes fue lanzarse a cazarlas con la lengua, saltando por toda la sala, sin
control, hasta por encima de las mesas, solo guiados por su instinto.
El
resto de la corte se quedó de piedra. Nadie se esperaba aquello. Los peritos
del palacio creían que habían elegido correctamente a los cinco príncipes,
pensaban que entre ellos no había prinsapos, pero era claro que se habían equivocado.
El
rey se reaccionó rápidamente:
– Guardia, ahora llevaos a esas bestias fuera de aquí.
Los
guardias entraron y sacaron aquellos prinsapos a la fuerza, pero todavía de
camino a la salida intentaban cazar algunas moscas que se habían posado en las
paredes lanzándoles la lengua.
Cuando
la cosa ya se hubo calmado, el rey se dirigió al único príncipe real y le dijo:
– Creo que ya no hace falta que mi hija escoja con qué príncipe se casará.
Ambos
soltaron una buena carcajada, que el resto de los presentes imitó, aunque no le
vieran la gracia, pero si el rey se reía, todos se reían.
Sin
embargo, la princesa no se reía. Y cuando la cosa se calmó, dijo en voz alta,
para ser oída por todos:
– Creo que ya es hora de cambiar las reglas.
Todos
se la quedaron mirando. Nadie entendía nada de lo que ella quería decir.
– Hasta ahora todos os empeñasteis en que la princesa tenía de escoger entre
cinco príncipes, pero ahora permitidme que sea el príncipe quien escoja a la
princesa.
Todos
se quedaron boquiabiertos. En ese momento, entró la princesa... la de verdad,
Carola. Y se colocó al lado de la falsa princesa. Ambas vestían igual. Eran
indistinguibles.
– Una de nosotras es la princesa real y la otra es su doble. Escoge.
El
príncipe miraba a ambas. Era incapaz de distinguirlas. Ni él ni ninguno de los
presentes. De hecho, ni el Rey sabía cuál de las dos era su propia hija.
Al
final, el príncipe dijo:
– Es una vergüenza que me hagáis esto. Yo soy un príncipe serio y no me podéis
tratar así, rey Aldo.
Con
el disgusto, el rey se despeinó. Perdió la compostura. No sabía ni qué decir.
El
príncipe salió de la sala y hasta dio un portazo, como un niño cascarrabias y
mal educado.
Ambas
jóvenes, la princesa real y la princesa falsa, se abrazaron, tomadas de la
mano, y salieron juntas de la sala, mientras Omaira comentaba a su nueva amiga,
la princesa Carola:
– ¿Sabes una cosa? Yo también soy una princesa.
– Ah, ¿sí?
– Sí, pues resulta que Omaira significa 'princesa'.
Sus
risas aún resonaron mucho tiempo por los corredores del castillo.
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