Zoilo toma su bicicleta que está apoyada contra la pared de la casa. El chico tiene once años y quiere ir de casa a la piscina, porque no tiene nada mejor que hacer que darse un baño. Con tanto calor, nadie puede resistir ese bochorno.
La casa de Zoilo en realidad no es de Zoilo, sino la de sus abuelos y está en un pueblo de La Mancha. No vive allí durante el año, pero ahora es verano y los padres utilizan la casa de los abuelos como aparcamiento para dejar allí al chico durante tres o cuatro semanas.
De pequeño, Zoilo se quejaba sin parar de estar con sus abuelos, porque se aburría como una ostra. Pero cuando le regalaron un celular, dejó de quejarse. Durante las horas que está despierto no separa la vista del teléfono, ni siquiera para comer.
— Hijo, para un rato con la maquinita y come —le dice la abuela todo lo tiernamente que puede, pero Zoilo no la escucha.
La abuela quiere enfadarse con el nieto, pero luego descubre que gracias al móvil el niño no presta atención a lo que come, así que le da brócoli, acelgas y coles, que de otro modo ni siquiera comería.
Sin embargo, no puede hacer nada. La única actividad que realiza el chico durante el día es ir a la piscina una vez al día y bañarse allí. Pero hasta se baña con el móvil en la mano. Está envuelto en una funda de plástico que protege el teléfono, por lo que puede meterlo en el agua sin miedo a que se dañe.
Y así sigue el verano, hasta tal punto que Zoilo ni se da cuenta. Incluso para dormir, coloca el teléfono debajo de la almohada mientras se carga.
Hasta ese día. Cuando Zoilo va a la piscina, como cada tarde, con el móvil en la mano y la rueda delantera pasa por un bache. El chico no lo ve, ¿cómo lo iba a ver si no aparta los ojos de la pantalla?
Aparentemente no pasa nada, pero en realidad el golpe activa accidentalmente algo en el teléfono. Al principio, el dispositivo funciona bien, por lo que Zoilo sigue chateando con sus amigos de la ciudad como de costumbre.
Los memes le llegan con absoluta normalidad y Zoilo se ríe con el elefante que usa palillos chinos para comer fideos; o los flamencos que juegan a intercambiarse las patas en la charca donde viven. Por eso no se da cuenta de la enorme figura que pasa a su lado y que podría aplastarlo con un pie. Hasta que la figura gruñe, y cómo gruñe, tanto que su aliento alborota el pelo del niño.
Zoilo se asusta con lo que ve en la pantalla. No parece nada normal. Desde luego, no es normal.
Todo parece real e incluso puede sentir el aliento de esa "cosa" detrás de él. Esa cosa con la boca abierta llena de dientes afilados es un dinosaurio, aunque no sabe exactamente de qué tipo, pero es de esos bichos que puede comerse a una persona de de un bocado y seguir con hambre después de eructar.
Zoilo no sabe lo que está pasando, pero eso no es normal. Instintivamente le da más brío a los pedales de la bicicleta y sale corriendo sin quitar la vista de la pantalla, pero el dinosaurio, sea el que sea, lo persigue como un gato persigue a un ratón.
— ¡Ayudaaaaaa! — grita desesperado, pedaleando como nunca en su vida.
Ni siquiera ve por dónde va, solo escapa de esa bestia que le pisa los talones.
— ¡Socorrooooo!
Pero no hay nadie allí. Por encima, otros dinosaurios voladores comienzan a sobrevolarlo. Zoilo sabe vagamente que se trata de pterosaurios. Nunca ha estado tan asustado en toda su vida.
Por eso, no ve el barranco que se abre a sus pies y cae rodando entre los matorrales, se araña la piel y finalmente se desmaya.
Se despierta muchas horas después. Está en casa de la abuela, todo magullado, cubierto de heridas.
— Mi rey, ¿estás bien? —pregunta la abuela, con cara de mucha preocupación.
Zoilo ni siquiera responde, nunca había estado tan asustado en toda su vida. Parece que la experiencia ha sido muy fuerte, que algo en su vida ha cambiado para siempre, pero aún así pregunta:
— ¿Qué pasó con mi celular?
La abuela simplemente se encoge de hombros Así, Zoilo se queda sin móvil, es una pena, pero quizás sea mejor para él. No quiere contarle a nadie lo que vio, porque está seguro de que no le darán crédito y luego querrán que lo examine un especialista de la cabeza.
A la hora del almuerzo, la abuela coloca delante del nieto un plato de brócoli, acelgas y col. Zoilo, al ver esas verduras, siente un asco indescriptible. Como sus ojos no están pegados al móvil, ve perfectamente aquellas verduras que no soporta.
No todo iba a ser bueno.
Y así podría terminar esta historia, pero hay un secreto detrás. Sí, un secreto que te voy a contar, porque sé que querrás saber qué pasó.
Esa misma noche, la abuela de Zoilo toma su silla y va a sentarse en la tertulia que los vecinos organizan en la acera todas las noches de verano. Varios vecinos se sientan allí y hablan de las cosas del día.
Entonces le preguntan a la abuela de Zoilo cómo lo llevaba con su nieto.
— Pues todo salió según lo previsto, Martín —le dice la abuela a uno de los viejitos.
— ¿Tienes su móvil? —pregunta el tal Martín.
La abuela se saca el móvil de un bolso que lleva en la falda y se lo entrega a Martín, quien lo toma y lo manipula.
— Veo que todo funcionó muy bien. El programa de realidad virtual que le envié lo confundió por completo —dice Martín.
— ¿Y qué vio? —pregunta la abuela.
Martín abre una aplicación y se ven unas imágenes:
— Oh, ahí sale el tren que parece un dinosaurio y algunos gorriones de aspecto inocente en el cielo que se ven como pterosaurios... Eso es lo que vio Zoilo.
Seguramente te estarás preguntando quién es este Martín y cómo un señor mayor, que participa en las tertulias vespertinas del pueblo, sabe tanto de aplicaciones, pero ese es un gran secreto que no estoy autorizado a contarte, pero imagínate lo que quieras. Sin embargo, mantente alerta, no sea que Martín viva más cerca de ti de lo que crees y manipule tu celular para mostrarte cosas inexplicables y tú te creas que son cosas reales. Estás avisado.
© Frantz Ferentz, 2024
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