jueves, 5 de septiembre de 2024

EL GALLINAZO GLOTÓN

 




¿Sabes qué es un gallinazo? Es el nombre que usan en Ecuador para llamar a un ave parecida a un cóndor andino, aunque más chica. Tiene más nombres, como zopilote en México, urubú en Brasil o zamuro en Venezuela.

Esta historia se desarrolla en Brasil, en Foz de Iguazú, al lado de las Cataratas del Iguazú.

De todos modos, este gallinazo tenía nombre. Se llamaba Cido, por "aparecido de repente", ya que él apareció en un contenedor de basura cuando era solo un polluelo. Habría muerto allí solo si no lo hubiese recogido Carlita, una mujer de gran corazón, que lo cuidó y cuidó como si fuera su propio hijo.

Lo acostumbró a comer cosas humanas, con muchos dulces, porque era muy golosa, de modo que Cido también se volvió muy goloso. Le encantaban las tartas de nata, las tartas de crema y las tartas de chocolate o vainilla.

Por suerte para él, los gallinazos no desarrollan colesterol, pero lo cierto es que estaba más gordo que cualquiera de su especie. Era todo un espectáculo verlo comer dulces. Lanzaba las pequeñas bolas de masa redondas al aire y se las tragaba.

La vida de Cido podría haber sido fantástica, mejor que la de cualquier otro gallinazo, dado que viviría toda su vida con Carlita, y ya no sabía ser un gallinazo salvaje que se alimenta de basura o de carroña.

Casi da casi envidia pensar que la vida de un gallinazo, o de cualquier animal de compañía, pueda transcurrir así, casi...

Pero a veces las cosas resultan más complicadas, también para una mascota. Y Cido fue víctima de la desgracia. Todo empezó a causa de un accidente de tráfico, cuando Carlita sufrió varias fracturas y la llevaron al hospital, y además perdió la memoria, por lo que no recordaba a Cido.

Mientras estaba en la cama, con la pierna enyesada, no paraba de repetirse:

— Sé que me estoy olvidando de algo... o de alguien, pero ni siquiera sé quién soy.

Precisamente, en esos momentos su memoria estaba en blanco. Los médicos dijeron que probablemente se recuperaría, pero que llevaría tiempo y que, mientras tanto, tendría que beber muchos líquidos y relajarse. Sin embargo, en su subconsciente, la imagen de Cido luchaba por salir, pero no podía atravesar el muro del olvido.

Y el gallinazo ¿qué hacía? Bueno, simplemente, se moría de hambre. Aunque era un bicho muy listo (había conseguido abrir la nevera y comerse lo que había allí, primero lo dulce y luego lo salado), llegó el momento en que se acabó toda la comida de la casa.

¡Qué hambre tenía el pobre! ¿Y dónde estaba Carlita? ¿Por qué no venía a cuidarlo? ¿Lo habría olvidado? ¿Lo abandonaría? Sin embargo, lo que más atormentaba al gallinazo era el hambre. Tenía que comer y listo.

Agitó sus alas y despegó. Afortunadamente en el apartamento había una ventana abierta, que Carlita solía dejar así para que Cido volara al parque de enfrente, pero el gallinazo estaba acostumbrado a hacer vuelos muy cortos, porque no tenía que buscar comida y, por tanto, no necesitaba recorrer distancias; por otro lado, pesaba más que un gallinazo normal, tenía algo de sobrepeso. Por eso, inmediatamente se cansó de volar. Qué vergüenza Pero en aquel momento no había otra hipótesis que buscar comida. Saltó por la ventana y tomó un corto vuelo hasta el primer árbol del parque. Aterrizó allí.

— A ver —debió pensar el pájaro— tiene que haber algo por aquí que pueda comer.

Miró a su alrededor y descubrió que un niño estaba comiendo un pastel. Toda su boca estaba cubierta de crema. Era un pastel enorme cuyo olor le llegaba incluso al gallinazo, quien no se lo pensó dos veces y se arrojó sobre el chico desde detrás, le echó una garra y se llevó el pastel.

¡ZAS! Fue una operación limpia. El chico se quedó congelado unos segundos hasta que comenzó a protestar, no se esperaba ese ataque desde el aire.

— ¡Eeeehhhh! —gritó, pero Cido ya se alejaba, pero no tanto como lo haría un gallinazo corriente, apenas consiguió posarse a unos metros del suelo, donde con ansiedad se comió el pastelito, pero no quedó satisfecho, ni remotamente, porque su hambre, tal vez, era aún mayor.

Miró alrededor del parque, pero no vio nada. Sin embargo, en la calle detrás de él divisó una pastelería, donde la gente bebía cosas en la terraza, a veces acompañadas de un café o un zumo.

Oteó entre las mesas hasta que descubrió aquella cuña de tarta de moras con queso y mermelada. Se abalanzó sobre ella. Estaba siendo consumido. Se la estaba zampando una señora corpulenta que cada vez que se llevaba una cucharada a la boca dejaba escapar un pequeño suspiro de placer, pues era la persona más golosa de toda la ciudad. Pero la señora sí vio venir a Cido y hasta adivinó sus intenciones. Por eso, cuando el pájaro, al límite de sus energías, esforzalargó sus patas para atrapar el pastel, la señora se las agarró e hizo un movimiento brusco hacia un lado, de modo que las garras del pobre gallinazo ni siquiera tocaron la superficie del pastel. Ay, aquel pastel, que dulce se veía. Además, la señora soltó un grito que parecía más propio de un animal que de una persona:

— ¡¡Iiiiiiirgh!!

Le estaba haciendo entender que no podía acercarse más, de lo contrario ella misma le cortaría las patas, porque la buena señora estaba muy enojada, hasta sus uñas parecían cuchillos.

Apesar de ese fiasco, Cido entendió que debía continuar la búsqueda de alimento. Rapiñar en la ciudad no era fácil y, además, pronto se cansó de volar, o al menos de realizar ataques aéreos, que era algo más propio de las águilas que de los gallinazos.

Algo había surgido dentro de él para hacerle saber que era un pájaro que se alimentaba de carroña o de basura. Vio algunos gallinazos volando alto. Tenían que saber dónde había comida.

En un último intento, Cido alzó el vuelo del suelo y subió, subió y subió hasta quedar por encima del árboles del parque y de los edificios principales. Los otros gallinazos iban demasiado rápido para él, pero logró ver hacia dónde se dirigían. Era un basurero fuera de la ciudad.

Tardó tres veces más en llegar que cualquier gallinazo, porque tuvo que hacer paradas por el camino. Jadeaba como un humano, no podía con su alma, pero llegó.

Aquel basurero era un restaurante de autoservicio para gallinazos, gaviotas y otros bichos que acudían allí a comer gratis y sin esfuerzo.

Cido buscó y rápidamente notó que los mejores lugares ya estaban ocupados por enormes gallinazos. Cuando llegó, el resto de la colonia de aves lo miraba con una mezcla de interés y curiosidad. Era un extraño, de eso no había duda. No se veían pájaros tan gordos por allí. De todos modos, Cido se moría de hambre, por lo que no prestó atención a los ojos de los otros pájaros, aunque ellos seguían observándolo.

Con el pico rebuscó en el suelo de tierra y buscó algo que llevarse a la boca. Allí no encontraría pasteles ni nada por el estilo, pero ¿qué había?

Se topó con gusano grande, bueno, más bien era una oruga llena de líquidos. Allí estaba hurgando en el suelo, intentando regresar a lo más profundo de la basura. Sin embargo, el instinto empujó al pájaro a capturarla. Y la capturó. Y se la tragó. Y la vomitó. ¡¡Qué asco!!

El episodio fue visto por varios pájaros, quienes a su manera soltaron una carcajada (no me pregunten cómo se ríen los pájaros, solo sé que se ríen, pero los humanos ni siquiera nos damos cuenta).

No iba a rendirse. Poco a poco encontró una pata de pollo. Tenía buen aspecto. También se la tragó de un solo golpe... pero no se dio cuenta de que era de plástico hasta que fue demasiado tarde. Y no podía escupirla, ya estaba en su estómago.

¡Qué horror! ¿Realmente era tan complicada la vida de un gallinazo salvaje? ¿Por qué tenía que pasar por eso?

Pero lo peor fueron las risas del resto de pájaros. ¿Cómo podían ser tan crueles? Sin embargo, Cido era muy orgulloso, no se iba a rendir fácilmente, no señor.

Aún así intentó por tercera vez capturar algo. Volvió a remover el pico en el suelo y ¡bingo! Se encontro un ratón muerto. Apestaba, pero tenía tanta hambre que no lo dudó, se lo comió. Por un instante sintió náuseas, pero no vomitó. Se quedó dentro de él.

Y así transcurrieron tres semanas.

Mientras, en el hospital, Carlita recuperó repentinamente la memoria. Fue gracias a un joven gallinazo que se posó en el alféizar de la ventana del hospital. Siseó desde allí.

— ¡Cido! —gritó de pronto la mujer.

Todos sus recuerdos volvieron a su cabeza. Se acordó de su amado gallinazo. ¿Qué habría sido de él? No sabía cómo conseguir comida. ¿Se habría muerto de hambre?

Sin pensarlo dos veces, se levantó, se vistió lo mejor que pudo, ajustándose con gran esfuerzo el yeso de su pierna a través de los pantalones, agarró un par de muletas a los pies de la cama y salió de la habitación.

— ¿Adónde cree que va? —preguntó la enfermera en el pasillo desde donde la vio salir.

— Voy a buscar a mi Cido —dijo con determinación ~de modo que ninguna fuerza humana podía detenerla.

Lo primero que hizo fue tomar un taxi fuera del hospital. Regresó a su casa, pero, como era de esperar, el gallinazo no estaba. No estaba allí cuando ella llegó, pero mientras la mujer estaba sentada frente a la mesa con unas galletas para dibujar un plan de búsqueda del gallinazo, escuchó un batir de manijas aleteo en la ventana abierta.

Allí aterrizó un gallinazo. Al principio pensó que era Cido, pero rápidamente vio que no era él, era un gallinazo. normal, es decir, flaco, con las plumas cubiertas de polvo y tierra, como ocurre con los gallinazos salvajes; el suyo siempre tenía plumas brillantes y era el doble de gordo.

Lástima, una lágrima resbaló por la mejilla de la mujer, pero tenía que concentrarse en un plan para buscar a su Cido por la ciudad. Llegaría al lado argentino si fuera necesario, si es que hubiese volado hacia el país del otro lado del río Iguazú.

Pero el gallinazo posado en la ventana soltó varios chillidos. Fue inútil. Al ver que la mujer estaba estudiando un mapa sobre la mesa y sin darse cuenta fijarse en el gallinazo, el pájaro saltó al suelo y caminó hacia ella. Y sin pedir permiso —cómo lo iba a hacer, si era un pájaro y no hablaba— empezó a devorar las galletas una a una.

Carlita notó ese detalle, pero antes de que pudiera reaccionar, el gallinazo se dirigió al refrigerador y lo abrió.

Solo un gallinazo podría hacer eso.

—¡Cidoooo! — gritó la mujer y corrió dando saltos coja, hacia él.

Lo abrazó, lo besó, le acarició el lomo.

— ¡Mírate! ¿Has sufrido mucho? ¿Eh?

— Iiiirgh - chilló el gallinazo, que se traduce como: "Ni te imaginas"

Qué lejos estaba Carlita de saber que durante esas tres semanas su Cido había aprendido a vivir como un auténtico gallinazo salvaje, que había aprendido a buscar comida, que había comido sano ("sano" para un gallinazo), que había perdido el peso extra (y eso que era mucho), que se había hecho respetar por las demás aves... Finalmente se había vuelto un auténtico gallinazo, pero a veces volvía a su casa porque echaba de menos a Carlita, que era como su madre.

— Voy a comprar una tarta triple con fresas, nata, moras, queso, vainilla, chocolate, almendras, maní y pistachos, todo junto.

Pero Cido, que entendía el lenguaje humano aunque no pudiera responder, no estaba de acuerdo. Unas galletas, sí, pero comer tantas golosinas como antes, no. Y tenía que explicárselo a su madre humana.

Así, mientras Carlita iba a la pastelería con muletas, Cido salió volando por la ventana. Esperó encaramado en una rama cercana hasta que la mujer salió con la tarta, la mayor que habían preparado en la ciudad.

Y de repente, ¡BLUUUM!

El pastel terminó en el suelo. El propio Cido le había empujado con sus garras el pastel al suelo.

— Pero ¿qué has hecho? —preguntó Carlita sin dar crédito a lo que había hecho su querido Cido—. ¿Te has vuelto loco?

Carlita había atribuido ese extraño comportamiento a las tres semanas que Cido había pasado entre sus congéneres, que debieron llevarle a un sufrimiento extremo.

Sin embargo, poco a poco empezó a comprender que Cido solo iba a comer cosas de gallinazo. Todos los días acudía al basurero a buscar su comida.

¿Y los dulces?

Los dulces los moderó y mucho, solo comía unas cuantas galletas de vez en cuando, pero renunció a las tartas y la bollería.

A Carlita le costó entender que su gallinazo la quería como siempre y quería vivir con ella, pero que esa dieta rica en azúcares estaba acabando con su salud. Al final entendió, qué remedio.

Lo único que no entendía era que el gallinazo pretendía decirle cada vez que le siseaba:

— Yababí, yababí, yababí.

Pero para entender eso se necesitaría un traductor gallinazo-humano:

— Vente a comer conmigo al basurero, allí hay unos gusanos deliciosos.

© Frantz Ferentz, 2024


domingo, 1 de septiembre de 2024

UN RATÓN GIGANTE EN LAS CALLES DE CASCABEL (PARANÁ)

 

Todo empezó de una manera inesperada. Fue cuando Viticulta, una mujer a la que le encantaba cotillear por la ventana, pero sin ser vista, observaba la calle.

En ese momento, estaba pasando las vacaciones en casa de su cuñada y su hermano, en la localidad de Cascabel. Era una ciudad muy conocida porque sus vecinos se jactaban de ser los más precisos en todo lo que hacían o decían, odiaban las vaguedades y las inexactitudes. De hecho, cuando alguien nuevo iba a vivir allí, se le hacía una prueba de civismo.

Y Viticulta, como solo estaba de vacaciones (pasaría como máximo una semana, si no también tendrían que hacer un examen), lo odiaba. No podía asomarse por detrás de la ventana como lo hacía en su propia casa, porque allí no pasaba absolutamente nada, todo era aburrido, aburrido... Además, la razón por la que se había quedado en casa de su cuñada y su hermano era porque ellos le habían pedido que cuidase a su sobrino, que resultó ser un angelito de pocos meses que dormía y dormía sin parar.

Y Viticulta volvió a mirar por la ventana. Solo por costumbre, estaba tan habituada a ver las cosas desde su propia ventana. Pero allí la gente no metía las narices en la vida de los demás. ¡Qué vaina! Además, la propiedad donde vivía la familia Viticulta era un tercer piso, sin otras edificios al frente para dónde cotillear.

Pero entonces vio algo. Sí, algo extraño, muy extraño. Era temprano por la mañana y no había gente en la calle, lo que llamó su atención. Se trataba de… se trataba de… a ver, las farolas brillaban muy bien, así que no podía haber duda. ¡Era un ratón gigante! Sí, un ratón de un tamaño enorme que caminaba tranquilamente por la acera y se detenía a olfatear los cubos de basura, como haría un perro callejero.

Viticulta se frotó los ojos, tal vez fuera una alucinación. Pero no, allí estaba el ratón gigante, tan tranquilo, que en ese momento se quedó tumbado sobre la hierba panza arriba.

No podía quedarse de brazos cruzados. Agarró su celular y marcó el número de emergencia.

— Emergencias de Cascabel, ¿cuál es su emergencia?

— Hay un ratón gigante en mi calle, aquí debajo, él todo tranquilo.

— ¿Un ratón gigante? Madre mía, qué miedo, ¿no? Deme su dirección.

Viticulta le dio la dirección. En menos de cinco minutos aparecieron debajo de la ventana de la casa dos camiones de bomberos, cinco coches de policía, una furgoneta de salvamento de animales, y todo ello con numerosos bomberos, policías, veterinarios y hasta un vendedor de bebidas que acompañaba a los servicios de emergencia en esos casos. 

Quien parecía el veterinario jefe se acercó a la criatura, que seguía durmiendo la siesta ajena a todo el ruido a su alrededor. Incluso parecía roncar. Viticulta observaba todo desde arriba, agarrada a las cortinas, con la tensión subiendo hasta el cogote.

De repente, el veterinario movió la mano e hizo un gesto tranquilizador a los demás miembros del equipo de rescate. Pero la cosa no terminó ahí: el veterinario le acarició al bicho en la panza, el cual finalmente se despertó, pero no atacó, no, parecían gustarle los mimos e incluso se quedó con las patitas al aire para recibir más caricias en el vientre.

Viticulta no podía creer lo que veía, pero tuvo que retirarse de la ventana, porque su sobrino se había despertado. Probablemente ya era hora de cambiarle los pañales, que es algo desagradable y apestoso.

Apenas había terminado de cambiarle los pañales al niño cuando alguien llamó a la puerta de la casa. El timbre sonó muy suave, reproducía el inicio de Para Elisa de Beethoven, la música que había enamorado al hermano y a la cuñada de La Viticulta.

Con el niño en brazos, abrió la puerta. Allí estaba el veterinario jefe que había atendido la urgencia momentos antes. Su rostro no era precisamente amistoso, al contrario, tenía una expresión seria que presagiaba una reprimenda.

— Señora —dijo el veterinario, todo serio—, que sea la última vez que da una falsa alarma".

— ¿Qué dice? ¿Cómo que falsa? ¡Vi perfectamente que había un megarratón en la calle, que ya he leído sobre ellos en internet, en una página de monstruos que viven debajo de la ciudad! ¡Salen de las alcantarillas para buscar comida! Y ese debe ser muy peligroso, porque hasta perdió la cola en alguna pelea, tal vez con un cocodrilo también de las alcantarillas.

— ¿Usted se está oyendo, señora? —replicó indignado el veterinario. No era una rata grande, era un capibara, de las cuales tenemos muchas aquí y el Municipio las alimenta.

Viticulta quiso entonces que se la tragara la tierra. En su necesidad de encontrar algo que cotillear, ni se paró a ver qué había en la calle.

— Y recibirá un castigo por movilizar innecesariamente los servicios de emergencia de la ciudad —anunció muy serio el veterinario, acompañado ya por un policía cargado con una caja de cartón muy pesada.

— ¿Pagaré una multa?

— ¿Una multa? ¡No! Va a tener que estudiarse todos estos dosieres sobre animales, además de este manual sobre cómo ser un ciudadano honesto —dijo, descargando la caja sobre una mesa de la casa—. Dentro de dos semanas tendrá que aprobar un examen, como cualquier Cascabelense... Ah, y además tiene prohibido mirar por la ventana más de diez segundos seguidos.

Ese último fue lo más duro para Viticulta, lo más duro. Así, ella nunca volvería a ser ella...

© Frantz Ferentz, 2024